Me levanto, y como cada mañana, me acerco a la ventana, la abro y observo, al menos unos instantes, el mar rizado que se abre ante mí. ¿Se sigue diciendo todavía así? El sol vuelve incandescentes sus mínimas crestas. Abandono el departamento en busca de un café, quizá un croissant, y me siento ante un mar plano, que deja entrever su lecho como si fuera un mapa topográfico; una maqueta para turistas culturetas. Luego me doy cuenta de que es la mesa del café y me digo que no, que ya es el mar, el mar que ya no tenemos. ¿Seguimos teniendo mar?
Pasé una mala noche. Primero me desperté y había fuego en Zaporiyia, una central nuclear, ¿ucrania o rusa? Pensé que así podríamos acabar de una, tanto canturreo de Serrat con su Pare. Entonces me levanté a cerrar la ventana de la cocina: me acordaba de cuando lo de Chernobyl y que las autoridades recomendaban mantenerse en casa, cerrar las ventanas y no tocar la hierba cortada del jardín. Los fuegos de Atenas estaban mucho más abajo que las piscinas a cielo abierto de París, en los periódicos, adonde parece que había llegado un hombre del tejado: así lo decía un diario muniqués que leí esta mañana junto a mi mar de madera. ¿Del mismo tejado de mar rizado de arcilla? No me lo hubiera perdido, pero me lo perdí, mientras un hombre, en la calle, gritaba una turbia melancolía que nadie comprendía. Por eso cerré la ventana de mi alcoba y luego me acordé de que si Zaporiyia…, habría que mantener cerradas todas las ventanas, y me levanté. Antes de dormirme pensé brevemente que estaríamos todos regalados, pero, como aprendí durante la pandemia, me dije que mañana sería otro día, o no, que hasta acá fue lindo.
Esta mañana en el café me decían que yo era un tarado, que cómo iba a pasar. Ni lo de Fukushima, sonreía yo, mientras sorbía mi café pensando en pedirme el siguiente. Aparté el diario a un lado, me dediqué a mirar los rizos del mar y el fondo topográfico de su lecho. Me preguntaba cuánto quedaba todavía, sin nostalgias tontas, de lo que tanto habíamos disfrutado y mis ojos volvían una y otra vez a mi mar de madera. ¿Será este nuestro futuro, recrear lo que va desapareciendo? ¿Es suficiente recrear lo desaparecido? ¿Se puede? Yo digo que no, empezando porque seremos siempre conscientes de la desaparición y la memoria nos llevará a lo que consideraremos auténtico, nos atacará la nostalgia.
Durante el verano siempre me daba por leer y profundizar en ello: una vez, en Peñíscola me leí Demian. Iba bien temprano, todas las mañanas, con una silla plegable baja y mi sombrilla a la playa. Luego bajaba el resto y chapoteábamos en el agua, comíamos pollo asado, de ese que da vueltas, y ensalada hecha en casa. Durante la siesta seguía leyendo, en el sofá, y por la tarde paseábamos por las callejuelas o subíamos hacia el castillo de aquel Papa con nombre de bandolero a caballo con trabuco, o me lo parecía.
Nunca más volví a Peñíscola, luego de aquel verano, pero seguí leyendo algo a Nietzsche. Viene a cuento ahora porque este señor estaba muy desanimado con el hombre moderno, al que acusaba de estar muy resentido con la naturaleza y con la soledad. Después de tanto tiempo pasado, como desde la canción de Serrat de 1973, el ser humano sigue resentido con la naturaleza y con su soledad. Litio.
En mi Spotify canta, ahora, Manolo García y suena a advertencia contra una melancolía turbia que pudiera querer cambiar el pasado, y no. Pero que no nos quitemos el mar ni el escozor de su sal. Yo me quité del pollo, pero no de la ensalada.