De mis tiempos de la facultad de Periodismo, cuando éramos jóvenes, indocumentados y tremendamente ingenuos, recuerdo un encendido debate en clase porque a cierto profesor se le ocurrió ejemplificar con que, en un accidente, un muerto en España equivalía a veinte muertos en Francia… y a doscientos en China. Por lo menos. Hablábamos de dimensionar a través de un titular a toda pastilla, como se decía entonces, o de un breve.
Ya no existen prácticamente aquellos parámetros porque el papel, como también se profetizaba entonces, ha quedado para envolver, y no pescado precisamente. Acaba de morir incluso aquel profesor, Gómez y Méndez –nunca supe si ese nexo copulativo era otra de sus estrategias- que trataba de enseñarnos a medir la página con un tipómetro salvando los módulos para la publicidad. Sin embargo, de aquellas proporciones nos sigue escociendo la cruelísima verdad de que los muertos no valen lo mismo acá o allá. Ni siquiera los muertos que acababan de nacer.
Ahora la ONU –ese ente que a la hora de la verdad suele evaporarse- anuncia que 14.000 bebés palestinos van a morir por falta de alimentos, enfermedad o abandono mientras Israel sigue bombardeando Gaza. Me he acordado de aquel debate en clase sobre los titulares y la proporcionalidad de los muertos en función de su nacionalidad porque también aquí es importante el adjetivo de “palestinos” cuando se nos anuncia la morrocotuda cantidad de bebés que se convertirán en cadáveres en cuestión de horas o días y no parece que el escalofrío sea lo suficientemente contundente como para que hagamos algo.
Hay políticos que leen un discurso delante de un micrófono y mucho es. Por lo demás, poco parece importar que los 14.000 bebés, que lloran o ríen como los nuestros, que sufren como los de aquí, que se parecen tanto a los bebés españoles porque no hay mayor parecido entre los seres humanos que el que se da entre bebés, vayan a morir efectivamente.
No son españoles. No son franceses, ni alemanes ni italianos… Ni siquiera israelitas. Son palestinos, lo cual significa que tienen una nacionalidad dudosa puesto que hay muchos estados en el globo que ni siquiera reconocen como estado a Palestina. Eso, en la práctica, parece indicar que son menos bebés que otros bebés, o menos personas que otras personas, menos seres vivos, menos reales, menos dignos de lástima, y que, por tanto, para que la cantidad de 14.000 nos llegara a conmover tal vez precisaría de otro cero más.
Todo esto ocurre frente a un estado, Israel, del que también es dudosa la calificación de genocida porque hay muchos estados en el mundo que no lo consideran así. Puede demostrar fehacientemente su voluntad de hacer desaparecer el presunto estado de Palestina, incluso con el apoyo expreso de EEUU. Pero parece contar más que haya determinados gobiernos o poderísimos entes que inflen su intersubjetividad de que Israel solo se está defendiendo de los terroristas palestinos que tiraron la primera piedra.
El problema de fondo para quienes procuramos ser objetivos con el conflicto es la falta de proporcionalidad en la respuesta: una piedra primera frente a decenas de miles de civiles asesinados. Goliat frente a David, aunque la desgastada metáfora se nos antoje ya ridícula con estas ingentes cantidades de inocentes de por medio, y aunque la dolorosa paradoja consista en recordar que precisamente el pueblo israelí, con toda su historia de éxodos a cuestas, es ahora el que tiene la sartén por el mango porque, muy David él, se ha hecho proteger finalmente por Goliat.
Los mismos israelitas que se quedaron sin tierra y soñaron con una prometida por su Dios particular son los que llevan más de medio siglo procurando exterminar de ese mismo trozo de la faz de la tierra a los palestinos. Los mismos israelitas que fueron oprimidos por los asirios son los que ahora oprimen. Los mismos israelitas que estuvieron a punto de desaparecer por la locura nazi son los que ahora ni se avergüenzan de que se les note su plan exterminador.
El Antiguo Testamento vuelto del revés, como calcetín sudado en el desierto, como increíble historia desacralizada en las aguas del mar que abrió Moisés que ahora se cierran contra ese otro pueblo al que quieren quitarle la tierra, la dignidad, la libertad, el derecho a vivir siquiera. El Nuevo Testamento olvidado porque a su resumen de “Amos unos a otros como yo os he amado” le sobran ya casi todas las palabras y los bebés no han aprendido a leer ni aprenderán, condenados como aquellos otros Santos Inocentes que murieron por su Dios antes de que aquel Dios, envuelto en pañales, muriera por sus semejantes.
Bebés semejantes a los nuestros. 14.000 agonizantes sin haber tenido derecho a enterarse de por qué mueren. 14.000 bebés como víctimas colaterales de toda esa colateralidad que supone esta horrible guerra eternizada entre gente que, para sus propios dioses, no deben de diferenciarse en absolutamente nada, salvo en sus respectivas circunstancias, pura carambola de maldad por la que hoy mueren unos y mañana otros pero siempre empezando por los que no tienen culpa alguna. 14.000 bebés que van a morir sin que tiemble la tierra como cuando crucificaron a Jesucristo. 14.000 bebés que van a morir sin que venga ningún Dios a levantarle la mano al verdugo como cuando Abraham estuvo dispuesto a sacrificar a su hijo. 14.000 homicidios o asesinatos –qué más da cuando la muerte es muerte- sobre el que no pesa ningún milagro. Qué lástima de tantos siglos mitológicos para desembocar en esta sangría sin haber aprendido nada.