Un horno de 90 años, dos herederas, un solo pan y colas de Puerto Serrano a Barcelona

Lidia y Rocío Morato encarnan la cuarta generación de una panadería de otro tiempo que triunfa con un solo producto, el mollete, y lo vende de 5 a 10 de la mañana en un obrador que también es despacho y domicilio

Rocío y Lidia Morato, ante el horno en el que cuecen sus celebradísimos molletes en Puerto Serrano.

Parece sacado de otro tiempo pero funciona en presente y rezuma futuro. Un horno con 90 años. Un relevo generacional infrecuente. Unos horarios impensables. Un solo producto. Un obrador invisible desde la calle. Acceso a través de una vivienda.

Cada detalle parece arcaico, incompatible con los tiempos del comercio digital. Contra cualquier pronóstico ignorante, frente a cualquier prejuicio, el éxito, el afecto y las ventas son enormes. Han saltado los límites locales hace mucho tiempo. Cada vez llegan a zonas más lejanas.

En muchas localidades andaluzas y españolas, de diverso tamaño, hasta hace unos 25 años, aún era posible comprar un bollo, dulce o no, una palmera de hojaldre o una pieza de pan tras penetrar por un portal estrecho, sin identificación comercial, que conducía hasta las máquinas, sin mostrador, bajo los fluorescentes, entre blancura de harina, mandiles y gorros.

Las hermanas Morato preparan una nueva jornada que suele arrancar antes de las 11 de la noche.  JUAN CARLOS TORO

Esa escena, que muchos por encima de la cuarentena recuerdan en primera persona -a la ida o a la vuelta del colegio, un desayuno, una merienda cualquiera- sobrevive en Puerto Serrano a punto de comenzar el año 2025. El pueblo que sirve de puerta Suroeste a la Sierra de Cádiz conserva este ritual con enorme respaldo gracias a la familia Morato.

Juan Jesús es el nieto del fundador del horno ubicado en la calle Ronda. Con orgullo legítimo señala la boca del viejo horno: "Tenemos papeles y documentos de 1938 pero unos años antes ya funcionaba, ya se hacía pan aquí. Tiene casi 90 años", afirma mientras lo mira.

En un espacio cercano, una pequeña pila de troncos, el único combustible. "Intentamos que la madera sea de olivo. La gran mayoría de veces la leña es de olivo, sólo cuando no hay disponible utilizamos de otros árboles". Puede que sea otro de los secretos de un sabor milenario, puro, inconfundible y buscado con afán por la clientela.

Su abuelo fue el primero de la familia que se hizo con el negocio. Lo heredó su padre y luego le llegó el turno al propio Juan Jesús. Ahora está jubilado aunque siempre pendiente de aconsejar a Lidia y Rocío, las hijas que han dado relevo a un obrador con miles de fieles en Puerto Serrano y mucho más allá.

Porque La Molletería, denominación informal de un despacho que no tiene salida a la calle, ni rótulos, logos ni marca, sólo fabrica un producto. Obviamente, el que le da nombre. Nada más. "Grande, pequeño y mini", recita Lidia con una gran sonrisa.

Ni una solitaria magdalena. Nunca una tarta. Jamás una telera. Sólo molletes en tres tamaños. Así desde antes de la Guerra Civil hasta el prólogo de la enésima guerra mundial. Eso sí, cada día son centenares de unidades, "varios miles muchas veces, depende de los encargos que tengamos".

Juan Jesús Morato, ya jubilado, heredó el horno de su padre y de su abuelo.  JUAN CARLOS TORO

Al horno, que preside una habitación cuadrada, despejada de muebles, clara y escamondada, apenas con mesas para colocar las piezas antes o después de pasar por el altar de fuego, se llega desde la calle a través de una vivienda, la del patriarca.

La puerta de la calle, como cualquiera de un domicilio particular polichero, da a un largo pasillo. Ese camino ha visto colas diarias durante varias décadas. Los clientes llegan y esperan para avanzar paso a paso hacia la recompensa, su porción diaria del manjar de harina, agua, sal y levadura.

La compra, "en metálico, aquí no tenemos datáfono", se produce en el mismo espacio en el que se cuecen y se sacan los molletes. A esa capilla camuflada del pan provincial se llega a través de un túnel de azulejos, compartido por una casa común polichera y esta impoluta fábrica.

En el horno sólo se emplea madera de olivo y alcanza los 275 grados para una cocción perfecta.  JUAN CARLOS TORO

Cuando se le pregunta a Lidia si ese ritual casi perdido -llegar a una casa, entrar, esperar y pagar sin mostradores ni estantes, sin carteles, rótulos ni luminosos- puede ser un ingrediente del triunfo, sonríe de nuevo y admite "puede ser, puede ser, a la gente le gusta que sea como siempre, como toda la vida".

Por el camino desde la acera, desde la calle, se recorren unos 20 metros y se pasa junto a un saloncito lateral con su sillón, una mesa, fotos y estantes, con una televisión en alto que ofrece un memorable clásico del cine. Todo va a compás.

La joven panadera detalla: "La gente puede entrar a comprar desde las 5 de la mañana, menos los sábados y los domingos. Estamos vendiendo hasta las 9, las 10 de la mañana. Raro es el día que se vende algo más tarde. A esa hora ya no nos queda nada, acabamos".

Cuando se le pregunta si tan temprano hay clientela, asegura que "mucha, muchísima, es el momento de más venta, desde las 5 hasta las 7, las 8 de la mañana. Trabajadores que empiezan temprano, personas mayores que madrugan, niños y jóvenes que van al colegio o al instituto, gente de todas las edades".

La cuarta generación de panaderas, durante una muestra de su tarea diaria.  JUAN CARLOS TORO

Para poder ofrecer los molletes, los preparativos empiezan la noche antes: "Arrancamos a trabajar a las 11 de la noche pero a veces a las 9 si nos han hecho encargos grandes. De otra forma no daría tiempo a tenerlo todo".

Rocío y Lidia suspiran cuando se les pregunta por el ritmo de vida tan extraño en personas muy jóvenes: "Es complicado, bastante, pero con el tiempo te adaptas. Estamos acostumbradas. Dormimos de día y trabajamos de noche como siempre se ha hecho en este oficio".

Para sobrellevar un ritmo laboral tan exigente, las vacaciones son ligeramente más largas que en otros oficios: "Cerramos de mediados de julio a mediados de septiembre, entre esas fechas no hacemos los molletes, paramos".

La mayor, Lidia, comenzó a colaborar, aprender, a los 16 años. Hace 21 de aquello. La menor, Rocío, tiene ahora 25 años y es una excepción entre los miembros de su generación que prefieren trabajos menos sacrificados en lo físico, más administrativos, dentro o fuera de Puerto Serrano.

Un cliente, por encima de los 50 años, recuerda "ir de niño y que todo fuera exactamente igual que ahora"

Afortunadamente para ellas, al otro lado del inexistente mostrador también hay relevo generacional. Son muchos los policheros que rememoran las colas para comprar y las visitas tempraneras para llevarse unos molletes con calma en los escasos momentos de poca gente. Siempre a través del mismo recorrido de azulejos hasta el mismo lugar, al pie del fuego.

"Recuerdo ir de niño y que todo fuera exactamente igual que ahora", ilustra José Campos Romero, empresario local ya superados los 50 años. Ahora también va su hija, Ana Belén. Es un ejemplo entre muchos. La familia Morato es la que fabrica el pan pero el disfrute también pasa de una quinta a la siguiente.

La producción de las piezas redondas, como la compra, está llena de sencillez. "No hay nada que explicar. Es el pan de siempre, un mollete. Eso sí, antes amasábamos cada uno y ahora lo hacen máquinas porque con las cantidades que vendemos ya resulta imposible a mano". Es la única intervención mecánica en el proceso, afirma Juan Jesús Morato.

El resto consiste en preparar la masa, encender el horno -a 275 grados tiene que estar para cocer en el punto exacto- meter y sacar con pala. Despachar y cobrar. Varios establecimientos de la localidad -como la Panadería Paco que hace otra variedad de mollete muy buscada y aplaudida, llamada "de agua"- también vende el producto de este obrador familiar.

La querencia por los molletes de La Molletería hace tiempo que saltó el término municipal de Puerto Serrano. Sus más de 7.000 habitantes se han visto obligados a compartir uno de sus tesoros (fresas y aceite de oliva merecen capítulos propios) con residentes de otras zonas.

Padre e hijas en la sala en la que también hacen y venden el pan cada madrugada.  JUAN CARLOS TORO

"Nos piden muchos molletes de Huelva, de Málaga, Sevilla, Sanlúcar, también desde Barcelona y en unas cantidades bastante importantes. El último gran encargo de estos días ha sido de Almonte, de un bar que pidió mil", detalla el padre.

La facilidad que ofrece el producto para ser congelado y conservar todas sus propiedades, todo su sabor, durante mucho tiempo y muchos kilómetros permite este tipo de pedidos que se han hecho constantes: "Además de los grandes encargos, hay muchos pedidos diarios de ventas de alrededor, de varias provincias, que se los llevan para los desayunos".

Seguro que son exquisitos en cualquier lugar y circunstancia pero ninguna combinación supera el sabor de comprarlo antes del amanecer tras una visita a ese pasillo iluminado por el fondo rojo flamante.

Imposible superar el encanto de verlos y olerlos recién sacados de un horno casi centenario con más vitalidad que nunca gracias a dos jóvenes de Puerto Serrano, panaderas de cuarta generación, que apenas suman medio siglo de vida entre las dos.