El fuerte viento alborota las hojas de una gran huerta ubicada en El Colorado, en Conil. La tierra mece a un sinfín de verduras y frutas que pronto acabarán en el estómago de alguien. Del campo, a la mesa. Aquí no hay truco. Juan Luis Alba Pérez, chiclanero de 45 años, se planta todos los días a las 5.00 horas en los terrenos para realizar las labores de cultivo junto a su padre, Manuel Alba, de 74 años, que no falta ni una mañana.
Su pasión por este mundo despertó cuando tenía 21 años. Hasta el momento, había trabajado de albañil o electricista pero nunca entre semillas. “Tuve un problema de espalda que me dejó sin trabajar y me acerqué a mi padre, él tenía un pequeño huerto y me encantó todo lo que hacía”, cuenta con los pies entre flores.
Hace ocho años puso en marcha un proyecto de vida al que bautizó Malasjiierbas en honor a esas especies que parecen estar olvidadas. “Es una forma de reivindicar las plantas silvestres que pisamos. Todo el mundo las llama malas hierbas y dice que hay que echarles veneno. Cuando yo era chico mi padre tenía animales y, para él, esto era un tesoro”, explica Juan Luis que recuerda “lo importante que son estas hierbas para la biodiversidad”.
El chiclanero recorre el huerto mientras explica las bases de su siembra. A su alrededor hay zanahorias, brócolis y apios que han crecido de forma natural. “Cuantos más bichos haya, mejor. Aquí no utilizamos ningún tipo de producto químico, trabajamos con abonos orgánicos. Mi padre hace 50 años no echaba nada, era todo a base de estiércol. Lo demás es un invento del ser humano”, comenta este fiel defensor de las rotaciones de cultivo y de la mezcla de plantas.
Ese conjunto de especies se retroalimentan para que todo fluya de forma natural, “como en el Amazonas, donde nadie echa veneno”. Juan Luis identifica al instante las plantas medicinales y aromáticas que conviven con las hortalizas. Granelas, lavanda o salvias se unen a algunas flores comestibles. “Con ella preparamos crema de caléndula, además son un albergue estupendo para las arañas o las avispas. Aquí hacemos todo lo contrario a lo que hace el sistema, que lo mata todo”, dice adentrándose en el campo.
De pronto, se detiene frente a una especie que llama la atención por su llamativo color morado. Es la primera variedad de brócoli rojo que existió. “Soy un enamorado de las semillas antiguas”, confiesa rodeado de rúcula y pimientos. Ha llegado a recoger más de ochenta variedades de tomate antiguo y cuenta con puerros y berenjenas extraídas de esas semillas, de las cuales el 70% ya se han perdido.
“La planta más resistente es la variedad que lleva aquí 200 años criándose. Por desgracia, Monsanto y las multinacionales nos están intentando despegar de las semillas. ¿Por qué? Porque si tú tienes semillas, tiene tienes el poder de sembrar, y si no la tienes, hay que ir a comprar a un invernadero donde venden el pack, la planta y los insumos con las porquerías que conllevan”, sostiene.
"Las multinacionales nos intentan despegar de las semillas"
Según detalla, el coste de las semillas es cada vez más caros, en cambio, a una semilla antigua, “le sacas semillas todos los años”. Para él, lo importante no es el aspecto de las verduras sino la forma en la que han sido cultivadas. “A mis consumidores no les importa que una hoja de lechuga esté fea, en el sistema si el tomate no está perfecto, no te lo compran”, comenta.
“Mira qué hermosa”, dice Elena Facini, de 35 años, natural de Andújar, en Jaén, pero residente en El Palmar. Se refiere a una remolacha que acaba de recolectar en una caja donde se distinguen puerros, limones y bimi. Ella es una de las voluntarias que van una vez a la semana al huerto para “aprender de la sabiduría de Juanlu y de su padre”. Además, se llevan los ingredientes de su próximo almuerzo.
A Débora Montes, de 36 años, también le encanta pasar la mañana rodeada de plantas. Nacida en Villamartín, siempre busca tiempo para estar en contacto con el campo. “Siempre he visto a mi abuelo y a mi padre”, dice la voluntaria, que asegura que no hay día en el que no se vaya sabiendo algo nuevo. “He probado plantas que tenemos en casa y que no sabía que se comían”, expresa sujetando un recipiente cargado.
A su lado se encuentra Ornela Bisalvo, de 38 años, argentina que disfruta respirando aire puro. En Malasjierbas, además de conocer a personas con sus mismas inquietudes, “comemos verdura de verdad, sana”. Para ella, “es un lujo estar cerca de una tierra que no tiene químicos y que lo único que tiene es mucho cariño”.
La producción en este huerto tiene diferentes salidas. Su destino final son las cajas que demandan vecinos de la zona, en su mayoría extranjeros, y varios herbolarios y restaurantes que confían en la labor de Juan Luis. Entre ellos menciona a El Escondite en Conil, o a La judería o La Vinográfica en Vejer, que las usan no solo en los fogones sino también en la coctelería.
El chiclanero prepara las cajas pero también ofrece la opción de que las personas recolecten sus propias hortalizas y, después, abonen el precio. En Conil, pese a que es una zona donde prima la agricultura. solo conoce dos huertos ecológicos similares al suyo. Y todos están “desbordados”.
Según comparte, la demanda ha crecido desde la pandemia. “No tenemos verduras para tantos clientes, es brutal, he tenido que decir que no a varios restaurantes porque la parcela no da más y mis riñones tampoco”, comenta mientras corta un boniato peruano, ideal para las cremas.
"Estamos desbordados"
Él nota que cada vez hay más interés por el consumo de hortalizas ecológicas. “Aquí estoy todo el día sembrando sin parar”, añade desde los terrenos, una hectárea y media donde produce “20.000 kilos al año”.
Malasjiierbas apuesta por un estilo de vida saludable, por ello, además de la venta, organiza talleres y catas para divulgar este mundo. En verano realizan catas de tomates en una bodega ecológica y enseñan las plantas comestibles existentes o a crear biopreparados, es decir, insecticidas y fungicidas naturales que no contaminan.
“Esto es el cambio. Si no volvemos a lo que hacían nuestros abuelos, mal vamos”, expresa el chiclanero que tiene en mente proyectos “más potentes” para la formación y la sensibilización. Por un lado, intenta reunir productos de otros trabajadores del sector, como miel o huevos, con el fin de que las familias puedan hacer toda la compra en la huerta. Por otro, “me gustaría introducir la parte educativa, concienciar a los niños desde pequeños”.
El viento no cesa, y la energía de este chiclanero por poner en valor la obtención de alimentos utilizando sustancias y procesos naturales, tampoco.