Pudo ser Al-Qasim al-Mamun, señor de Algeciras durante el reino de taifa nazarí, el primero que divisara desde la cima de la fortaleza lo que tantos siglos después conocemos como La Almoraima, Los Alcornocales, el Campo de Gibraltar y el Estrecho y el Norte de África. Desde el Neolítico hasta la edad del bronce, muchas civilizaciones pasaron por Castellar Viejo, pero ninguna dejó tanta huella como la conquista musulmana. El origen del actual Castillo de Castellar, uno de los tres núcleos poblacionales de Castellar, municipio situado al sudoeste de la provincia de Cádiz, se remonta al siglo X, pero su fisonomía de calles laberínticas, barbacanas y torres de flanqueo imposibles no cuajó hasta tres o cuatro siglos después. Hoy Castellar es una de las escasas fortalezas habitadas de Europa. Un enclave estratégico desde tiempos remotos que ahora resiste a la invasión del turismo y la turistificación.
En el cerro donde se levanta, a 300 metros sobre el nivel del mar, en medio de los ríos Guadarranque y Hozgarganta, y a la vera de uno de los últimos embalses que construyó el franquismo, apenas viven todo el año unas 50 personas (muchas de ellas mayores) frente a las alrededor de 150 que son propietarias de segundas residencias y apartamentos turísticos. En 2002, el arquitecto y viñetista José María Pérez Peridis remodeló el alcázar que corona el viejo Castellar y lo transformó en uno de los hoteles más encantadores y singulares de Andalucía. Un establecimiento que gestiona la Diputación de Cádiz, a través de Tugasa, desde hace diez años y que abrió las puertas a la recuperación para el turismo del recinto amurallado, considerado Monumento Histórico Artístico en 1963. Lo que no previeron sus últimos habitantes es que "todos los fines de semana esto es una feria".
Rocío y Fernando son unos de los escasos ejemplos de parejas jóvenes que viven en Castellar Viejo. Con una niña pequeña, los padres de Rocío, sevillano y francesa, llegaron a la cima del cerro en el 78. En aquel momento, el pantano recién construido desalojó muchas de las viviendas de la fortaleza y sus residentes se mudaron ladera abajo al nuevo Castellar de la Frontera, donde contaban con nuevas comodidades como saneamiento, agua, luz eléctrica. Sin embargo, aquel enclave medieval se llenó de hippies. "Aquí empezaron a venir muchos extranjeros, y ocupaban en una época las casas, pero los dueños tomaron medidas… Esto cogió un estigma de hippie, venían extranjeros, y a los del pueblo les parecía gente rara, que se bañaban desnudos, tenían una mente mucho más abierta… los hippies eran en realidad niños de papá, pudientes, no todo el mundo podía comprarse una casa en el castillo y retirarse", cuenta Rocío, que regenta una tienda de regalos y complementos en una de las estrechas y blanqueadas calles de la fortaleza gaditana.
Junto a su marido, la vecina cuenta que llega al Castillo "mucho turismo de naturaleza, pero luego hay gente que viene con tacones que no sabe muy bien dónde viene; la gente está en el centro de Algeciras, comiéndose un pastel, y se viene a dar un paseo al Castillo a echar la tarde, es muy accesible a la vez que inaccesible". Aunque la vida diaria se hace abajo, en el pueblo nuevo está el médico, la escuela, el supermercado..., gran parte del tiempo lo pasan en la fortaleza, donde cada vez el turismo hace más difícil la convivencia. Ursula Goldbach, pintora de pañuelos de seda y fotógrafa originaria de Alemania —se quedó en el pueblo embarazada a raíz del accidente de Chernóbil—, es de esa opinión. "No queremos masificación, es algo que no queremos. Si vienen autobuses, no me conviene. Me conviene que el turismo se quede aquí alojado en las casas rurales, en el hotel, eso sí me conviene, es la diferencia con la gente que viene para una hora en autobús. Si quieres visitar el castillo eres muy bien recibido, pero para media hora… vienen como las abejas y no tienen vivencia aquí. Ni es bueno para ellos, ni para nosotros".
Como ella, Rocío y Fernando aseguran: "Sinceramente, creo podíamos tener un mejor turismo, de más calidad; no quiere decir rico, sino que aprecie las cosas. Hoy en día las redes sociales han masificado esto, es una feria, al que antes le gustaba venir a observar y relajarse, ya no viene. Ahora vienen para la foto de Instagram, no a conocer la esencia de esto: a conocer las setas, las plantas..., vienen al postureo". A tal extremo llega el aluvión turístico en tan pocos metros cuadrados que se plantean incluso poner vallas en las barbacanas porque "la gente se sube a echarse fotos en sitios peligrosos, y nos hemos quejado porque el Castillo es peligroso por todos lados, van a tener que vallarlo todo, pero lo que hay es que concienciar que la gente para que no haga eso".
Con un precio por metro cuadrado a la altura de cualquier gran ciudad española, Castellar Viejo es una Torre de Babel repleta de nacionalidades. Pero pocas viven allí. Daneses, australianos, belgas, norteamericanos, británicos... Muchos vienen a pasar temporadas y, mientras alquilan sus casas, casi como monumentos, a turistas de aquí y de allá. "La gente que viene y se queda aquí, y vive el pueblo con cariño, siempre vuelve, y es otro rollo, y es el rollo que a nosotros nos interesa", cuenta Ursula, rodeada de cachivaches en su tiendecita. Y agrega: "Los que pasan un fin de semana, van al pantano, a hacer senderismo… es otra cosa. Estamos trabajando en actividades para que la gente haga cuando está aquí. Ana Sánchez que es pintora viene con un grupo pintando una semana aquí… son las cosas que nos interesan".
A diferencia de esas voces, la de Juan Carlos Fraile es la del vecino del pueblo de abajo que se nutre del turismo de arriba. Madrileño afincado desde hace tres años entre la Costa del Sol y Cádiz, atiende la oficina de atención turística que se encuentra justo a la subida al Castillo, antes de acceder a la fortaleza. Un día laborable entre octubre y marzo suele estar tranquilo, pero "ya luego siempre es temporada alta; a partir de Semana Santa aquí tienes que reservar con mucha antelación para encontrar algo; y eso pasa también en cualquier fin de semana. Este Castillo no tiene temporada baja". Aunque su vida está abajo junto a su mujer y sus hijos, la jornada la pasa ante el imponente monumento medieval habitado.
"En el pueblo hay unas 50 personas viviendo todo el año y hay unas 200 que tienen casas de segunda opción y segunda o tercera residencia. Muchos españoles, pero también hay holandeses, belgas, daneses, ingleses, que tienen aquí sus casas de vacaciones o fines de semana y también como negocio. Por eso tiene mucha vida. Hay muchas nacionalidades y propietarios. De los 50, habrá 15 mayores que viven de siempre, que no salen prácticamente de las casas, y otros que han ido comprando más casas, por ejemplo, ahí en frente, esa señora con los galgos, es norteamericana", señala desde el interior de su punto de información y avituallamiento. Más concretamente, específica que "una casa de 100 metros puede estar en 200.000 euros y, además, no puedes tocar nada de la estructura o la fachada, esto es patrimonio cultural y estás obligado a mantenerlo. Quienes vienen tienen capacidad adquisitiva fuerte y reforman las casas por dentro a su gusto".
Acaba de cruzar una cierva, sopla viento templado en el final del invierno. Las vistas son una joya. El hotel ofrece un mirador desde el que se ve África y una de las reservas de la Biosfera más importantes de Europa y cuenta con una cafetería donde antes había establos. Hay ruta cercana con la mayor concentración de mariposas monarcas. Hay carnes de caza rematadamente sabrosas. Y paseos por las riberas del río que sale de La Jarandilla y baja hasta la cantina abajo. ¿Quién no querría subir al viejo Castellar?