El reino cordobés (y andaluz) de la solidaridad

De izquierda a derecha, Emilia, Gloria, María y Pepa. FOTO: R.S.

Emilia, Gloria, Pepa y María viven en el mismo lugar: en el Distrito Sur de Córdoba, en el quinto barrio más pobre de España. Tienen casi la misma edad, rondan la cincuentena, e idénticos trabajos precarios: por horas, sin dar de alta en la Seguridad Social y con exiguos salarios. La que primero se levanta cada día es Gloria, la más alta de las cuatro, la hermana de Pepa. A las 5 de la mañana, Gloria, junto con su marido, limpia los soportales de Gran Capitán, una de las calles más transitadas, elegantes y caras de la capital cordobesa.

A las 9, su marido se queda por la zona limpiando y abrillantando suelos, ella marcha a “limpiar casas por horas”, dice muy orgullosa y muy digna. El mismo oficio que tiene su hermana, que paga cada mes un préstamo de 1.200 euros de una vivienda y la licencia de taxi de su marido donde éste se refugió tras el cierre de una pequeña empresa familiar de distribución de lácteos que se vino abajo cuando estalló la crisis. Se vino abajo la empresa y sus vidas, como una baraja de naipes.

Están sentadas en el comedor social del Centro Social Rey Heredia. A poquísimos metros de la Torre de la Calahorra, una fortaleza islámica que protegía y daba entrada al Puente Romano de Córdoba, situada enfrente de la Mezquita más grande de Occidente, que da fama mundial a la ciudad que un día fue la capital del mundo bajo dominio andalusí y que hoy ostenta el triste título de la ciudad con más paro de Andalucía, que a su vez es la comunidad con más paro de España.

Presidiendo la mesa del comedor, donde han llegado a comer hasta 200 personas en los días más duros de la crisis económica, está sentada una mujer de una ternura indescriptible que se define como “maruja activista”. Emilia, “la del Distrito Sur”, el quinto barrio más empobrecido de España, se levanta cada día a las 7 de la mañana para buscar el pan de su casa, donde precisamente no sobra de nada, salvo las ganas de luchar y la dignidad. "Yo no he bajado la cabeza en la vida, ante nadie", dice ufana.

Antes de salir de casa, deja recogida su casa y marcha a limpiar a la vivienda de una señora acomodada del centro de la ciudad. Entre medias, antes de regresar a poner la olla exprés, o incluso por la tarde, lo compagina con otras casas donde acude a fregar, planchar, cocinar o “lo que se tercie para llevarme un jornal a mi casa”.

Hay meses que en casa de Emilia lo único que entran son sus “600 euritos”. Ahora está más contenta porque su marido está trabajando. Al lado de Emilia está María, que fuma sin parar y empieza la reunión poniendo orden: “No estoy de acuerdo”, dice antes de que empiecen a contar la gesta que llevan dentro de sus corazones y que es un hito de lo mejor que ha dado la crisis económica en Andalucía, si es que ha tenido algo bueno. María, como el resto de sus compañeras, cuida a una señora mayor por las mañanas.

Al contrario que Emilia o Pepa, María no ha sufrido las inclemencias de la crisis en primera persona, pero su bloque de vecinos de El Cerro, una de las barriadas del Distrito Sur, está plagado de historias de sufrimiento provocadas por los recortes, el paro y las medidas económicas neoliberales. "Nombra a mi barriada, que El Cerro existe", me espeta.

A duras penas se pudieron sacar los estudios primarios, pero no les ha temblado el pulso para dirigirse a concejales, alcaldes, delegados del Gobierno o a quien haya hecho falta para defender la dignidad de su barrio. Son capaces de hablarte de deuda pública, desahucios y economía al nivel de cualquier licenciado universitario y mejor que muchos concejales o diputados, que las temen más que a una vara verde. “Nosotras no tenemos estudios, pero no somos incultas”, remarca Emilia, la portavoz de este grupo de lideresas que ha revolucionado su barrio y a la ciudad entera.

Las "marujas activistas" en la cocina abierta donde se sirve la comida a los usuarios del comedor social. FOTO: R.S.

Ocupación de un antiguo colegio

“La gente en el Distrito Sur se empezaba a quedar pará y llegaban las órdenes de desahucio”, rememora Emilia. Está contando cómo empezó a afectar la crisis al barrio allá por 2011. La crisis daba pellizcos y ellas, que siempre han formado parte del movimiento vecinal y de los grupos cristianos de base, se unieron a otros colectivos y empezaron a reunirse en unos jardines de la margen izquierda del Guadalquivir a su paso por la capital cordobesa.

“Hablábamos del paro, de los desahucios y de cómo las familias lo iban perdiendo todo”, recuerda Gloria, que a su lado tiene a su hermana Pepa, a quien la crisis le ha cambiado la vida a peor con un mar de deudas que sobrelleva echando todos los días “más horas que un reloj”. Ella limpiando por horas y su marido echando jornadas de 16 horas en el taxi. "Con lo de mi marido pagamos las deudas; con lo que gano yo, comemos", explica su organización económica.

Un buen día, el 4 de octubre de 2013, ante la necesidad de acción y la falta de respuestas de las instituciones, colectivos del barrio y del resto de la ciudad convocaron una manifestación contra el paro. En realidad, la marcha fue la excusa para ocupar el antiguo colegio Rey Heredia, la única escuela que había en Córdoba a principios del siglo XX y que llevaba varios años cerrada mientras la gente presenciaba su deterioro, cuando no la amenaza de demolición, ante la pasividad del exalcalde de la ciudad José Antonio Nieto (PP).

"Marujas, y a mucha honra"

Aquel viernes de 2013, sólo un reducido grupo de gente sabía lo que pasaría al final de la manifestación contra el paro. Entre esa gente estaban ellas, Emilia, Gloria, Pepa y María, quienes se reivindican como “marujas, y a mucha honra”, me planta María con su desparpajo de barrio y toneladas de ternura. “Di que somos marujas, las marujas del Rey Heredia”, insiste Emilia, mientras Gloria y Pepi se mueren de la risa y esperan a poder meter baza en la conversación. "Somos feministas subversivas, dilo, dilo", añade Emilia. Se mueren de la risa.

Volvemos al 4 de octubre de 2013. Unas 500 personas se manifiestan por las calles del centro de la ciudad y se paran delante del Ayuntamiento de Córdoba, mientras unas 10 personas se dirigen hacia el antiguo colegio y le meten una patá a la puerta que la echa abajo. El edificio, propiedad municipal y “comido por la mierda y los jaramagos”, había sido ocupado. "Es del pueblo", gritaron.

“Las alarmas no paraban de sonar”, recuerda Emilia, a la vez que se ríe a carcajadas como si estuviera contando una secuencia de una película de la España profunda de Almodóvar. “La policía no tardó ni cinco minutos en llegar”, apostilla María. ¿Y qué le dijisteis a la policía?, le pregunto. “Pues nada, que estábamos ocupando el colegio”, sentencia Emilia, rotunda e irreverente.

Ocupado el colegio, tocaba arreglarlo: picar paredes, pintar, limpiar y construir el gran sueño: un comedor social para las familias del barrio que peor lo estaban pasando. “Todo ha sido trabajo voluntario”, señalan. El que sabía de albañilería, picó paredes; quien sabía de fontanería, adecentó los baños; quién tenía dinero, ponía recursos a un fondo común; quién tenía libros, levantaba una biblioteca que cinco años después tiene 3.000 títulos en depósito; quien era docente, organizaba clases de inglés y refuerzo para los jóvenes del barrio. Una cadena humana de solidaridad en los tiempos del cólera.

“Esto era un hervidero de gente, de colectivos, de vida y alegría”, afirma tímidamente Pepa, que acude cada tarde con sus tres compañeras a organizar el comedor social que diariamente da de comer a cerca de 100 familias que acuden con sus fiambreras y se llevan la comida a casa: "Primer plato, segundo, postre y pan", dejan claro. El único requisito para ser beneficiario del comedor social del Centro Social Rey Heredia es pedir ayuda: “Aquí no se piden papeles ninguno, nadie pide comida por gusto”, deja claro Gloria, quien manifiesta que “no compramos a ninguna gran superficie, aquí sólo le compramos a la tienda del barrio que, además, muchas veces nos ponen precios baratitos y nos dan algunas cosas”.

Para poder abrir la cocina, tuvieron que sortear las trampas de María Jesús Botella, concejala de Bienestar Social en el anterior Gobierno municipal con mayoría absoluta del PP, hermana de la exalcaldesa de Madrid y enemiga pública del comedor social. “Nos cortaron el agua arrancando una tubería de la calle y tapándonos con cemento las bocas de agua de los bomberos”, narran indignadas estas cuatro revolucionarias de la dignidad.

No contenta con cerrarles el agua, lo que provocó que Sanidad les precintara la cocina, les puso una multa de 5.000 euros por desobedecer el cierre. Hicieron una recaudación para pagar la multa, de la que finalmente fueron absueltas, y recaudaron más de 10.000 euros.

"Festival de solidaridad y lucha"

“Esto era un festival de solidaridad y de lucha. Para traer el agua desde la fuente, hacíamos cadenas humanas con cubos donde participaban más de 100 personas”, expresa Gloria. “La crisis ha sacao p’afuera a la gente del barrio, que antes vivían p’adentro. Muchos se pensaron que eran ricos porque ganaban 1.700 euros en la construcción”, dice a modo de crónica de una época.

Con la llegada en 2015 del nuevo Gobierno municipal, un bipartito formado por PSOE e IU con el apoyo externo de Ganemos Córdoba, estas revolucionarias de la dignidad, junto con el resto de sus compañeros y compañeras, firmaron un acuerdo de cesión con el Ayuntamiento por el que pasaban a disponer del uso del antiguo colegio, ahora convertido en un centro social.

En el antiguo colegio se reúnen grupos de personas transexuales, el movimiento feminista, ecologistas, las mareas en defensa de la educación, la sanidad o los servicios sociales y hasta grupos de música y teatro que luego participan en las fiestas para recaudar dinero con el que costear el comedor social. "Lo primero que hizo Amparo Pernichi cuando llegó al Ayuntamiento, la delegada de Infraestructuras (IU), fue firmar un decreto para pintarnos el centro", presumen orgullosas después del acoso que sufrieron por parte del PP.

A la orilla izquierda del Guadalquivir, justo enfrente de la Mezquita de Córdoba, ajeno al ruido de los grupos de turistas japoneses que invaden la ciudad, hay un centro social donde se dan clases particulares o de idiomas a niños sin recursos, se organizan talleres en verano para que ningún joven del barrio se quede sin campamento por no tener recursos y hasta existe una emisora de radio "abierta a todos los colectivos de la ciudad". Un icono de la lucha social y vecinal que se ha convertido en un faro ético y en el ejemplo de lo que son capaces de conseguir la gente sencilla cuando se organiza.

“La gente no sabemos el poder que tenemos cuando nos organizamos”, subraya Emilia, a modo de veredicto. “¿Ya hemos acabado el reportaje?”, pregunta María, que está ardiente por encenderse otro cigarrito. “Pues si hemos acabado, vamos a tomarnos algo al bar de enfrente para celebrarlo”, decreta. “Pero poquito tiempo, que tengo que irme a hacer la cena, que mañana a las 5 tengo que estar fregando soportales en Gran Capitán”, sentencia Gloria. Y Pepa, la más tímida de las cuatro, sigue los pasos de sus sus marujas-camaradas.

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