Injusticia. Es la palabra más repetida a lo largo de la mañana de este jueves en una calle de la barriada de Olivar de Rivero, en Jerez, en la que tiene lugar un desahucio. Lejos quedan los tiempos en los que los desalojos provocaban alarma social y apoyo multitudinario. Ahora ocurren sin más, con apenas unos cuantos vecinos mirando, tras enterarse por casualidad el día antes.
El desahucio de Daniel y Sonia es peculiar. E injusto, insisten ellos mismos y todo el que conoce la historia. Ellos no han dejado de pagar cuotas hipotecarias, ni han ocupado una casa ajena y ahora son expulsados. Simplemente, confiaron en un familiar que dejó de pagar su hipoteca, arrastrando con eso a la vivienda de la pareja, con la que se avaló la compra de otro piso.
Hace medio siglo, en la década de los años 70 del siglo pasado, los padres de Daniel compraron unos terrenos en lo que hoy es el Olivar de Rivero donde, poco a poco, construyeron su casa con sus propias manos, y con las de familiares que los ayudaron. En la misma calle residen tíos, primos, hermanos... que adquirieron las fincas colindantes. “Salíamos del colegio y nos veníamos a echar una mano”, recuerda Adrián, el hermano mayor de Daniel.
Desde entonces —“toda la vida”— esta familia ha residido en el número 35 de la calle Flor de mayo, que a mediodía de este jueves luce muy distinta a como ha estado los últimos 50 años. Con puertas antiokupas, alarma instalada y numerosos destrozos, provocados por unos propietarios desalojados por unos impagos que les son ajenos.
El padre de Daniel decidió hace casi dos décadas avalar a otro de sus hijos en la compra de un piso junto a su mujer. Después de que esta pareja se separara, ella se quedó residiendo en el inmueble avalado, dejando de pagar la hipoteca. “Él le daba dinero pero ella se lo gastaba en otras cosas y empezó a crecer la deuda”, explican los familiares de Daniel, que no supieron nada hasta hace relativamente poco.
El banco, ante los impagos, denunció ante el Juzgado y se inició el procedimiento de desahucio, en principio previsto para ambas viviendas a finales de enero, pero se acabó posponiendo tras alcanzar un acuerdo. A Sonia y Daniel llegaron a proponerle que abonaran un alquiler social que les permitiera seguir en su casa, pero finalmente no se dio, y no saben por qué. La expareja del hermano de Daniel sí que sigue residiendo en el piso que generó la deuda, lo que se explican menos todavía.
“A mí, que llevo toda mi vida trabajando, mira cómo tengo las manos —las muestra—, me dicen que no reúno requisitos para un alquiler social, pero a ella sí”, se queja Sonia, en referencia a su excuñada. “Él nos decía —por su cuñado, el hermano de Daniel— que no íbamos a tener problemas, pero al final ella se queda y nosotros nos vamos”, agrega a las puertas de la que, en pocos minutos, dejará de ser su casa. Mientras, va guardando herramientas y la poca ropa que queda dentro en su coche, aparcado cerca.
In extremis, los desahuciados han encontrado una casa en alquiler por 600 euros. Sonia trabaja como limpiadora, en estos momentos cubriendo una baja, pero cuando se incorpore a quien sustituye estará contratada cinco horas diarias. Daniel cobra un subsidio por la discapacidad que tiene reconocida. “Estoy con depresión, he tenido hasta intentos de suicidio”, confiesa. Cuando las condiciones laborales cambien, no saben cómo afrontarán el alquiler y todos los gastos.
A las 11:30 horas estaba prevista la llegada de la comitiva que ejecuta el desahucio, compuesta por la comisión judicial, personal del banco que promueve el embargo —en este caso, La Caixa—, cerrajeros y el instalador de la alarma, pero no fue hasta media hora más tarde cuando hicieron acto de presencia. Para entonces, se habían enfriado los ánimos, porque la marcha ha sido muy dura. Y traumática, como todo desahucio.
“Que no me echan, aquí no van a entrar”, proclamaba Daniel, más de una hora antes de la prevista para el desahucio. Finalmente, optó por no estar presente en el momento clave. En pocos minutos, la entrada a su casa fue asegurada con una puerta antiokupas, de acero blindado, acompañada de una alarma conectada con la Policía para alertar en caso de intento de intromisión.
El panorama en el interior de la casa es desolador. Sonia apura los últimos minutos antes de la llegada de la comisión judicial para rescatar objetos de valor, desde un termo eléctrico, a una lavadora o un foco del cuarto de baño. Daniel, muy nervioso, no acepta el triste destino que les espera, y golpea persianas, puertas y todo lo que se le ponga a su paso. Apenas los muebles de la cocina resisten en su sitio. En el suelo hay desde herramientas a bolsas de basura con las últimas pertenencias o trozos de cartón. Poco queda del que hasta ahora era su hogar.
“Qué pena”, repiten una y otra vez, en la puerta, los vecinos que se acercan a apoyarlos, que los conocen “de toda la vida”. “Es que no tienen corazón, prefieren tenerla cerrada a que se quede esta familia”, dice una mujer cuando se entera de la historia, apenada. “Todas somos Sonia”, responde otra, cuando la comisión judicial pregunta por la propietaria. “¿Cuando entren okupas también vais a venir a echarlos?”, les pregunta una vecina, indignada.
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