El 12 de enero de 2010, un terremoto asoló Haití. Cinco minutos antes de que la tierra comenzara a temblar, Yulen estaba charlando con un amigo suyo: “Recuerdo que estábamos emprendiendo un proyecto de radio comunitaria. De pronto la casa se derrumbó literalmente sobre nosotros, no dio tiempo a dar un paso”.
Yulen Lamery es de Haití y lleva cinco años viviendo en Jerez. Aunque es periodista de formación, actualmente es artista y ha expuesto sus pinturas al óleo en varias ocasiones en la ciudad en la que ahora reside. Pero ésta es su segunda vida, también para su hijo Samuel, después de volver a nacer ambos aquel 12 de enero, hace hoy nueve años:
—“Siempre dejé a mi hijo ver muchas películas, y creó que aquello fue lo que le salvó la vida” –bromea.
Samuel estaba en clase cuando comenzó el terremoto. Eran casi las cinco de la tarde y el profesor acababa de anunciar que la clase iba a finalizar cuando empezaron a escuchar un sonido parecido al de un helicóptero y todo empezó a moverse. En cuestión de segundos el techo los sepultó. Samuel quedó atrapado como en una tumba.
Más tarde confesaría a su madre que lo que pensó en aquel momento fue: “Si me permito morir aquí, mi madre morirá también, porque no soportará perderme”. Así que estiró sus dedos todo lo que pudo, palpando el corto espacio de tierra que alcanzaba, y encontró un pequeño trozo de metal. Picó primero delante de su rostro para abrir un pequeño hueco y recuerda que notó la brisa fresca del atardecer rozándole la cara por la pequeña apertura, el alivio de poder volver a respirar.
—“Poco a poco —cuenta Yulen— siguió picando y rascando con mucha paciencia hasta que consiguió liberarse hasta la cintura, pero en ese momento se quedó sin fuerzas”.
La casa de Yulen tras el terremoto.
Un compañero de Samuel, sepultado a su lado, le empezó a empujar con sus pies y le suplicó: “¡Sal! ¡sal y ve a buscar ayuda!”. Así que Samuel, en un último y gran esfuerzo se liberó de su tumba de cemento y salió al exterior, sin pantalones ni zapatos, para encontrar un mar de escombros y desolación.
—“No era fácil para él avanzar, estaba lleno de arañazos, descalzo, y el suelo era inestable y lleno de salientes cortantes. Intentó usar la linterna de su teléfono para ver mejor pero se le cayó de las manos y no pudo recuperarlo —cuenta su madre—. Consiguió llegar a una ventana del colegio que tenía barrotes, pero pudo derribarlos y salir a la calle”.
Una vez en el exterior, Samuel se encaminó a la comisaría de policía para pedir ayuda y un vaso de agua. Después inmediatamente continuó el camino hacia su casa pensando “por favor, que mi madre no estuviera delante de su ordenador…”.
Yulen sonríe y asiente: “Efectivamente no lo estaba y es raro que no lo estuviera, por suerte en el derrumbe caí hacia el hueco de la escalera y por eso fue posible rescatarme, otras personas del edificio murieron en el acto”.
La sonrisa desaparece de su rostro cuando sigue recordando lo que vino después del derrumbe: “Estaba literalmente enterrada, respiraba cemento, me oriné encima del miedo... Fueron como 20 o 30 minutos atrapada, no sabría decirte”.
Cuando consiguió salir encontró su ciudad absolutamente devastada, todo a su alrededor eran escombros y personas escudriñando entre el amasijo de polvo en busca del eco de las voces sepultadas. “No había luz, ni agua. Intenté contactar con una amiga enfermera pero no pude, la carretera era inaccesible. Me reuní con mi hijo y pasamos la noche en el patio de un colegio. Cubrimos nuestras heridas con toallas y con lo que pudimos, pero a la mañana siguiente empezaron a infectarse. No había atención médica, el país no tenía estructura para responder a una situación de esa magnitud. Fue horrible”.
Cuando uno se imagina en ese escenario, emergiendo de entre los escombros como un superviviente, se imagina también el reflejo anaranjado de las luces de las ambulancias en el rostro, a los sanitarios acudiendo deprisa hacia ti, colocando una manta sobre tus hombros, sentándote en una camilla para curar tus heridas, para decirte que todo irá bien, y en esa imagen mental las fuerzas de seguridad acordonan la zona y rescatan a los heridos. Te imaginas un despliegue de personas acudiendo al rescate, la salvación, el descanso… Sin embargo no había nada de esto para ellos al otro lado del suelo aquella segunda vez que nacieron. Sólo los espacios de siempre pero rotos, desarmados, cubiertos de un polvo blanco suspendido en el aire haciendo que todo pareciera un sueño extraño.
Yulen y su hijo Samuel.
Yulen perdió prácticamente todo lo que tenía aquel día. Sufrió graves contracturas cervicales y numerosas heridas por todo el cuerpo que le han dejado algunas cicatrices visibles, otras mucho más profundas que no se pueden ver. Una vez recuperada se dedicó a ayudar a la recuperación de su país trabajando para Protección civil en Haití, en la Organización Mundial para las Migraciones y como agente humanitaria con la ONG World Vision, coordinando uno de los campos de refugiados que se habilitaron tras el terremoto.
¿Qué pasó con el amigo de tu hijo que estaba sepultado junto a él? “Oh, Samuel volvió a buscarle —responde orgullosa de su hijo—, consiguió toda la ayuda que pudo y con martillos pudieron sacarle tras un rato picando. Todos pensaban que no sobreviviría porque tenía una inflamación muy grande en la cabeza, le faltaba una oreja y tenía ladrillos clavados en el pecho. Pero se recuperó”.
No corrieron la misma suerte los otros 70 alumnos que murieron en el colegio aquel día, junto a su profesor. Según las autoridades haitianas el seísmo se cobró la vida de 316.000 personas, dejó 350.000 heridos y más de 1,5 millones de personas se quedaron sin hogar. Casi una década más tarde, Haití sigue recuperándose de aquella catástrofe considerada como una de las más graves de la historia de la humanidad. En este contexto de pobreza, el país ha tenido que soportar posteriores azotes de la naturaleza en los que muchas personas han perdido la vida, como el huracán Mathew o el reciente terremoto ocurrido el pasado mes de octubre.
Pese a todo lo vivido, Yulen sonríe y se emociona cuando piensa en su tierra, a la que sueña con regresar algún día en el futuro. Actualmente está trabajando en una nueva serie de pinturas, que llevará por nombre Raíces, siguiendo la línea de su característico estilo abstracto e incorporando colores vivos: “Necesito expresar la alegría de mi tierra”. Y no puedo evitar recordar aquellos versos de la poeta somalí Warsan Shire que muy sabiamente dice: “Sólo abandonas tu hogar, cuando tu hogar no te permite quedarte”.
Si quieres contribuir a proyectos de desarrollo en Haití puedes hacerlo a través de ONGs como Entreculturas y Save the children.
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