En lugares recónditos de El Puerto, la miseria, la pobreza y la calle se adueñan de aquellos a los que la vida les golpeó duramente. Paco es una de esas personas sin techo que se buscó una nave abandonada para refugiarse. “Allí llevo durmiendo seis años en el saco de dormir que es gloria bendita”, comenta. A él le encanta “la pintura desde chico” y ha estado siempre “detrás de un volante, repartiendo cervezas, ahora estoy llevando carritos del supermercado, fíjate tú qué cambio, de camiones a carritos”.
A sus 56 años, Paco se enfrenta al día a día como puede, “me quedé parado porque mi jefe se suicidó, estaba viviendo con un familiar lejano, yo cuidaba a su madre, cuando ella murió, me quedé en la calle”, relata sujetando en una mano un vaso de gazpacho y en la otra una bolsa que contiene agua, un bocadillo, un zumo, una magdalena y una pieza de fruta. “Ellos son una familia para mí”, dice Paco con los ojos brillantes. Su rostro cambia cuando ve llegar al grupo de voluntarios de la asociación Calor en la Noche, que lleva cuatro años atendiendo a las personas desprotegidas de El Puerto para que tengan una vida más digna. Su misión no es otra que tenderle la mano a aquellos que lo necesitan. Como Paco hay unas 15 personas que vagan por las calles de la localidad portuense en busca de algo que llevarse a la boca.
“Es una presencia semanal, hemos llegado a atender a más de 30 personas y la inmensa mayoría son gente local, algún voluntario se ha cruzado con un compañero de infancia en alguna ocasión”, lamenta Damien Labrunie, el organizador de las salidas que realizan todos los miércoles para llevar alimentos, mantas, ropa, productos de aseo personal y todo su cariño a los que no tienen hogar.
Chari, Olga, Luis, Rafa, María y el Hermano Porfirio del colegio de La Salle Santa Natalia, donde nace la asociación, comienzan su ruta a partir de las 20:00 horas. Provistos de material de protección y de grandes carros repletos de comida, los seis voluntarios se detienen frente a una puerta deteriorada por la que se asoma Miguel “hecho un pincelito”. Con una camisa y una mascarilla a juego, el portuense de 60 años saluda a los que considera “una familia, mira los pelos de punta”, dice señalando su brazo.
“Si no fuera por ellos, muchas criaturitas no tendrían para comer y no nos vamos a ir a robar, porque si voy a robarte a ti encima te hago daño, pues no, me quedo sin comer”, dice Miguel, que asegura emocionado que “no hay dinero en el mundo para la labor que hacen estos señores, es maravillosa y se arriesgan a todo, a que en la calle haya algún malaje”.
Miguel lleva viviendo siete años “sin luz y sin agua” cobrando la Renta Activa de Inserción (RAI). “He tenido mi empresa y he estado casado 34 años, pero cuando murió mi mujer, después de 17 años luchando con el cáncer de mama, me eché la manta en la cabeza y lo dejé todo para nada”, comenta el que, pese a su situación económica, siempre está dispuesto a echar una mano. “Un día vi a uno que no tenía ni chaquetón y me lo quité de encima y le dije: Toma, para ti”.
Los voluntarios siguen su rumbo después de ofrecer un rato de conversación a Miguel. “Le ponemos hasta los Reyes, ellos hacen su carta”, dice Chari, de 43 años, que después del trabajo se suma a esta iniciativa junto a su hija María. Ambas derrochan solidaridad, se dan a los demás sin esperar nada a cambio y van sacando sonrisas a todos. “Tú no sabes el día de mañana si le puede tocar a alguien cercano y te gustaría que tuvieran esa oportunidad, es un sentimiento que va por dentro”, expresa María, estudiante de Trabajo Social que lleva toda su vida implicada en mejorar la experiencia vital de los que la rodean.
María estudió Integración Social, estuvo trabajando en varios centros de Afanas, se fue a Córdoba a dar clases a los niños de un barrio marginal y es antigua alumna del colegio de la Salle, como Rafa, que estuvo en su misma clase. “Somos personas y cada uno pasamos por unas circunstancias en la vida y a ellos les ha ido un poco peor que a nosotros”, dice el joven, recién graduado en Historia, mientras se dirige a la siguiente parada.
Durante el estado de alarma, la actividad se paralizó, sin embargo, Damien comenta que la crisis sanitaria “ha ayudado a que algunas personas aceptaran trasladarse a otro sitio, afortunadamente hay gente que por fin ha aceptado estar por ejemplo en el albergue de Sol y Vida o entrar a un tratamiento de drogas”. El encargado francés que ya lleva afincado en El Puerto 20 años explica que “lo tienen que pedir ellos, nosotros no podemos sacar a nadie de la calle, nuestra labor es estar ahí por si alguien tiene ganas de pedir ayuda, es estar donde ellos están”.
Al pasar por delante del Ayuntamiento, el grupo se encuentra con Juan Luis. Está preocupado. “No tenemos nada”, dice este sevillano de 60 años con una lista de sus necesidades en la mano. Está en la calle "desde que murió mi madre hace nueve años, buscándome la vida”. El Hermano Porfirio llena un vaso de café y se lo ofrece, después todos los voluntarios lo rodean para escucharle. “La labor que hacen ellos es para darle un Oscar, lo que pasa que no tengo ni Oscar ni Pepe”, bromea Juan Luis, que antes era cocinero y camarero. “Estuve trabajando en Romerijo, en Sevilla, en Rota y en Barcelona, y también he sido peluquero de señoras y de caballeros, y tengo mi curso de marketing y de socorrista”, añade.
Aunque la noche refresca y ya han pasado dos horas, el grupo continúa su actividad con tesón. Por las calles del centro se topan con Ramón, que fantasea con que es jugador de futbol y va a irse a Barcelona, y con Arturo, que circula con su bicicleta llevando a un chihuahua. La palabra “gracias” resuena al final de cada charla. Después, se acercan a dos casas en condiciones nefastas. “¿Te impacta esto?”, pregunta María entre los escombros y completamente a oscuras. En mitad de la escena sobrecogedora irrumpe un hombre pequeño y coge los alimentos sin apenas pronunciar palabra.
La jornada finaliza con la llegada de El Pena, que después de recorrer las mesas de un bar pidiendo limosna se acerca a los voluntarios con la cabeza gacha. El hombre interpreta una canción de flamenco dedicada a las madres en agradecimiento mientras sujeta su vaso de café. Después, se despide para cobijarse debajo de un naranjo entre los cartones que ha recogido.
“No están integrados”, lamenta Damien con tristeza. En la sociedad “al final hay de todo, hay algunas personas que los tienen como vecinos y los invitan una mañana a tomar café y otras que los rechazan”. Sin embargo, los voluntarios coinciden en que en El Puerto se respira solidaridad, “creo que es justo reconocerlo, hay mucha gente que al final los conocen por su nombre”, explica el encargado.
El cante de El Pena ha llegado a los oídos de un vecino, que se levanta de la mesa donde estaba cenando para alcanzar al grupo. El portuense, conmovido por lo que acaba de presenciar, pregunta cómo puede colaborar. “Siempre hay respuesta”, dicen los voluntarios de la asociación, que seguirán dando “calor” a los más necesitados para romper con su invisibilidad.
Comentarios