Mientras España se exhibía ante el mundo como una democracia capaz de organizar las Olimpiadas de Barcelona 92 y la Expo de Sevilla, la antigua Yugoslavia caía a plomo desangrándose en el conflicto más cruel librado en Europa desde la II Guerra Mundial.
Todas las heridas dejan cicatrices, pero solo cuando se cierran. Después de viajar dos semanas por algunas ciudades de Croacia y de Bosnia y Herzegovina, y percibir el poso de dolor, de sufrimiento y rabia que dejó el brutal desmembramiento de la antigua Yugoslavia, he comprobado que veintiséis años después las heridas no han cicatrizado. He recorrido lugares en los que aún se aprecia la huella de bombas y proyectiles que masacraron a la población civil, y he preguntado a los interlocutores habituales de un turista curioso: taxistas, camareras, recepcionistas de hoteles, celadores de museos... Casi todos intentaron evitar el tema y, en muchos casos, no quisieron, o no supieron, explicarme qué pasó. Las respuestas de quienes sí lo hicieron están en este relato.
En el aeropuerto de Dubrovnik me espera un chaval con un cartelito con mi nombre. Lo he concertado con el patrono del apartamento que me ha recomendado Booking y es el taxista más joven que he conocido. Después de quince kilómetros silenciosos, en los que un pellizco de impaciencia por llegar me ronda el estómago, la luna llena me ofrece un mar de plata que se asoma por mi ventanilla y alumbra los torreones de las murallas de la ciudad. No puedo evitar un ¡guau! de admiración, y el imberbe conductor me sonríe orgulloso de su pueblo apuntando el pulgar derecho hacia arriba. Aprovecho el gesto de complicidad y me lamento —intentando sonsacarle— de que la ciudad fuese bombardeada por el ejército serbio. Sin mirarme, me responde que él no había nacido cuando eso sucedió. Le doy treinta euros, dos más de los pactados, y me deja en la puerta Ploce. ¡Joder! Pero si estoy en Desembarco del Rey (Capital de los siete reinos en la serie Juego de Tronos).El centro histórico de Dubrovnik es como un joyero de piedra noble con calles que parecen enceradas por las que arrastran sus maletas cientos de turistas que como yo pasean fascinados mientras localizan su alojamiento. Dudo de las indicaciones que tengo para llegar al mío y me acerco a un camarero a preguntarle. Sin tiempo de mostrarle el plano, oigo a mis espaldas gritar ¡Petrouu! El dueño del vozarrón mide casi dos metros y pasa ampliamente de los cien kilos. Sabedor de que me perdería, Strad (me dice que le llame Sergio) ha salido a mí encuentro y me lleva serpenteando por callejuelas y escalinatas hasta el destino. En un español con acento que parece ruso, me dice que estuvo hace años en los astilleros de Cádiz, con el barco que patroneaba, y que le gusta mucho “Essspañía”. Por su edad seguro que vivió la guerra siendo adulto, pero no me da opción de preguntarle porque él lleva la conversación a la botella de vino tinto croata que me ha dejado en el aparador junto a dos tabletas de chocolate y un tibor con flores de tela. Le prometo que no me iré sin probarlo y me da un apretón de manos de esos que te dejan los dedos pegados durante un rato. “Te veo en Cádiz, Sergio”, le digo a modo de despedida.
En la costa croata amanece a las cinco y media a mitad de junio y a las ocho ya salgo dispuesto a sudarme los dos kilómetros de muralla, con torres y bastiones del siglo X, que fortifican la antigua república de Ragusa, joya del Adriático, como definen a Dubrovnik en todos los folletos turísticos. Ese armazón de piedra ha protegido a esta república marinera, enclave cultural y artístico, durante siglos y ahí sigue. Siempre mantuvo su estatus de puerto comercial que compitió con Venecia y, en los tiempos modernos, de ciudad desmilitarizada. Por eso el día 24 de octubre de 1991, cuando el ejército federal yugoslavo comenzó el ataque por mar y aire bombardeando su centro histórico, los habitantes de Dubrovnik —declarada patrimonio de la humanidad por la UNESCO desde 1979— asistieron perplejos, y sin posibilidad de defensa, a la destrucción de su ciudad.Nives atiende la terraza del restaurante Arka situado en una zona muy concurrida de la ciudad, al pie de la escalinata donde se rodaron algunos planos de una escena mítica de Juego de Tronos: ésa que cierra la quinta temporada en la que la reina Cercei Lannister cumple su penitencia caminando desnuda mientras el pueblo la ultraja y agrede por haber mantenido relaciones con su hermano Jaime. La camarera ronda los cincuenta y fue testigo de la barbarie: “de pronto”, me cuenta, “empezaron a caer proyectiles y bombas desde los helicópteros y desde el mar y a los pocos días ya no teníamos suministros y era difícil conseguir agua…”. Nives pestañea intentando aclarar el brillo que asoma a sus ojos azules y me sonríe pidiéndome que, si me ha gustado la comida y su atención, la puntúe en Tripadvisor. No me resisto a pedirle que nos hagamos una foto, a lo que accede. Por el beso no le pregunto y directamente le doy dos.
Cuando la ciudad lleva tres horas despierta y centenares de turistas, empuñando sus palos selfies, asoman por sus murallas en fila como una colonia de hormigas, me dispongo a iniciar mi ruta en coche hacia Mostar después de dos días de intensas emociones en Dubrovnik y la certeza de que volveré. Calculo que tardaré dos horas en llegar, pero me equivoco en las previsiones, pues no he considerado que debo pasar varios controles de aduanas: Croacia, Bosnia; Bosnia, Croacia; y otra vez Bosnia. Es la consecuencia de tener que salvar esa lengua de apenas 20 kilómetros de costa, en las proximidades de la ciudad de Neum —en el cantón Herzegovina-Neretva— que corta el mapa de Croacia y proporciona una salida hacia el Adriático a Bosnia y Herzegovina. Tampoco sabía de la exuberante presencia del río Neretva en mi camino, abriéndose paso entre montañas a través de un pasillo de bosques, rocas y agua, cuyos reflejos de cristal me obligan a disparar la Nikon desde cualquier rellano de la carretera en el que consigo detener el Golf de Avis. Ciento treinta kilómetros y casi tres horas después, ya diviso los minaretes puntiagudos, como agujas, de las mezquitas de la ciudad vieja de Mostar. A mi derecha, delante de unos bloques de viviendas, surge un mar de lápidas blancas que contrastan con el amarillo de las fachadas y la ropa tendida en las terrazas. No es el primer cementerio que me encuentro. Los he visto también por el camino entre casitas de campo, huertos y frutales. Y luego veré otro en una plaza junto a la calle Bajatova, muy cerca del Muzej Herzegovine. Todas las tumbas son de hombres muy jóvenes, casi de la misma edad y fechas de defunción, entre 1993 y 1994. Sus rostros, desgarrados por el tiempo y por tantas miradas de pena, desesperación y luto, están pintados en las lápidas o incrustados tras una tapa de cristal.
En el Hotel- Restaurante Kriva Ćuprija me recibe Azra. Es como una mágica aparición por su belleza, por una sonrisa que te envuelve y te hace sentir que la conoces desde siempre, y porque se dirige a mí en un perfecto español, con lo que no sabe que le espera el interrogatorio de un turista muy insistente. De hecho, sin perder un minuto, la emplazo a charlar cuando termine su jornada, a lo que accede de inmediato anticipándome que me contará la historia de su madre. Luego me aconseja que me dé un primer paseo y dentro de una hora, si me apetece, me puede ofrecer un almuerzo ligero y refrescante. Amén. Suelto el equipaje y me voy derecho al Stari Most (el puente viejo). Me bajo hasta su orilla tras sortear puestos y tenderetes en los que pregonan todo tipo de artesanía en tela, cerámica, madera y cobre. Sobre todo, cobre.La ciudad vieja de Mostar es un gran zoco. Me pierdo adrede por sus calles y voy bajando por cuestas y escaleras dejando a ambos lados kioscos de refrescos y helados, alguna que otra pizzería y restaurantes de comida tradicional. Cuando gano la orilla del Neretva, un gigante de piedra, un Polifemo majestuoso se aparece ante mi coronado por un joven que salta al vacío desde sus 24 metros de altura. El impacto rompe la lámina azul de agua, que lo engulle por unos segundos y de la que emerge agradeciendo brazos en alto los aplausos de los turistas. El salto desde el puente es una atracción de Mostar que se transmite entre generaciones. Me subo a cruzarlo y me quedo un rato asomado imaginando el vacío que dejó su destrucción el 9 de noviembre de 1993 a las 10:15 horas, cuando la artillería croata decidió volarlo desde el monte Hum, donde ahora se ubica una inmensa cruz blanca que me recuerda a la del Valle de los Caídos. Es un lugar estratégico desde el que se divisa el aeropuerto y el campo de futbol.
El refrescante almuerzo de Azra resultó ser una comilona, y eso que habíamos pactado dejar el plato típico, el más contundente, para la cena: el tradicional Riba ispad sacâ, a base de carne de ternera, o pescado, con patatas asadas y verduras, horneado con ceniza bajo una campana de hierro. Después de acabar el refrigerio con un café turco, servido en un cacito de cobre, le pregunto dónde se conservan con más dramatismo las huellas de la guerra en Mostar. Me señala en el plano el Bulevar (ese es su nombre, si más) al final del cual está la Plaza de España, inaugurada por el rey Juan Carlos, en marzo de 2012, según reza en un monolito que rinde homenaje a las fuerzas españolas con ocasión del veinte aniversario de su llegada a la ciudad en misión de paz. Azra me comenta que ese Bulevar, más que el Stari Most, es la verdadera línea que divide a las comunidades croatas y musulmanas. Voy caminando en medio de un calor que no desmerece el que dejé en Jerez. La mayoría de edificios a ambos lados están acribillados por proyectiles. Otros solo son imponentes esqueletos de bloques de viviendas, ahora revestidos de una vegetación espontánea que se asoma por lo que un día fueran terrazas y ventanales, como si la fuerza de la naturaleza quisiera tejer sobre los horadados muros un jardín vertical que humanizara el rastro de la muerte. En una pared solitaria y firme en medio de la ruina, la mirada de una mujer, pintada por un artista anónimo sobre una ráfaga de balas, observa el paisaje años después de la batalla.Cuando se visita Mostar se vuelve una y otra vez al Stari Most. Desde que el arquitecto otomano Mimar Hajredin finalizara su construcción en el año 1566, el puente había resistido toda suerte de desgracias, guerras y terremotos sin que nadie hubiera conseguido destruirlo. Le he disparado fotos desde todos los ángulos y con las distintas luces del día, y he visitado un museo en el que una exposición y un documental recrean su destrucción y su posterior reconstrucción. En el año 1998, la UNESCO, el Banco Mundial y el municipio de Mostar hicieron un llamamiento a favor de su recuperación, al que respondieron Croacia (responsable de su destrucción), Francia, Italia, Países Bajos y Turquía. En abril de 2004, el puente viejo fue nuevamente abierto en medio de un inmenso castillo de fuegos artificiales, de grandes actuaciones musicales, de aplausos y de lágrimas. Un comité internacional de expertos veló por la calidad de los trabajos, en los que participaron buzos especialistas llegados de Hungría para rescatar del fondo del Neretva todos los bloques de piedra caliza supervivientes —de los 456 que formaban este prodigio arquitectónico— para volver a colocarlos en su lugar.
En abril de 2004, el puente viejo de Mostar fue nuevamente abierto en medio de un inmenso castillo de fuegos artificiales, de grandes actuaciones musicales, de aplausos y de lágrimas.
Cae la noche en Mostar y un horizonte de minaretes iluminados me presenta otra ciudad distinta, en la que un run-run de agua sucumbe a la música que anima las terrazas. En una de ellas converso con Azra y su amigo Miran. Ambos han estudiado —ella Turismo, él Arquitectura— en Madrid. Lo que saben de la guerra ha salido fundamentalmente de la memoria de sus padres. El joven arquitecto recuerda la mezcla de etnias que convivían en todas las ciudades de la antigua Yugoslavia y afirma que en Mostar, como en el resto de ciudades, “fueron los serbios locales quienes secundaron las acciones del ejército yugoslavo, yendo contra la comunidad bosníaca musulmana y provocando el derramamiento de sangre entre hermanos y vecinos”. Dice que “hubo muchas muertes” y recuerda “la matanza de Srebrenica”. Y luego, “vino el enfrentamiento entre bosnios de origen croata y musulmán”. Miran tiene claro que estos últimos “se llevaron la peor parte en todas las ciudades”.
La madre de Azra, Sefika, tiene 51 años de los que más de 20 ha vivido en Madrid. En el mes de mayo de 1993 trabajaba como química para el ejército bosnio y fue testigo de los enfrentamientos entre la Republica de Bosnia y Herzegovina y la comunidad croata de Bosnia, que contaba con el apoyo del ejército de la república de Croacia, que se empleó con gran dureza bombardeando Mostar. Mi madre, relata Azra, “no dejó de vestir su uniforme militar. Ella sabía que la buscaban y consiguió esconderse en una casa en la zona croata de la ciudad, pero la encontraron y recluyeron en un campo de prisioneros. Hoy no recuerda cuánto tiempo estuvo allí, pero no ha olvidado la voz del oficial croata que, un segundo antes de que la fusilaran contra un muro, dio la orden al pelotón de bajar las armas”. Tras librase de la muerte, prosigue Azra, “aprovechó un descuido de sus captores para escaparse introduciéndose en una ambulancia de Cruz Roja Española que estaba aparcada en las inmediaciones del campo de prisioneros. Consiguió huir y llegar hasta su casa, sin embargo, en ese momento, la vivienda fue destruida por una bomba que le atravesó la pierna derecha con la metralla, en la que aún conserva restos, y le seccionó un trozo de hueso del cráneo”.La dureza de esta historia no impide que el testimonio de Azra fluya con serenidad y, mientras yo me aseguro de que sus palabras se están grabando en mi móvil, ella bromea con lo prodigioso de su nacimiento: “Mi madre no sabía que estaba embarazada y cuando la trataron de las heridas le suministraron anestésicos y medicamentos de todo tipo y por eso que yo naciera normal me parece algo extraordinario”. La Cruz Roja Española se ocupó de atender a Sefika, pero poco podían hacer por salvar su vida con los medios sanitarios disponibles en Mostar en ese momento, con lo que hubo de ser evacuada a Madrid donde en el mes de diciembre nació Azra. Ahora madre e hija han vuelto a Mostar, donde la joven graduada en Turismo por la Universidad Complutense sueña con tener su propio negocio de hostelería. “Mi madre tiene una apariencia normal” comenta, haciendo un gesto por el que intuyo de quién ha heredado ella su belleza, “aunque las heridas le dejaron secuelas que le imposibilitan volver a trabajar”.
No puedo abandonar Mostar sin una última mirada al Stari Most y a las torres Halebija y Tara, añadidas en el siglo XVIII, que flanquean sus extremos. A ciento cuarenta kilómetros, subiendo el Neretva, me espera Sarajevo, la llamada Jerusalén de Europa, en la que musulmanes, ortodoxos, católicos y judíos conviven desde hace siglos, y en la que se escribieron algunos de los capítulos más crueles de la guerra en Bosnia y también algunas de sus páginas más heroicas.