En este pasado 18 de agosto han coincidido dos efemérides de desaparición, las de Sonia Iglesias y María Teresa Fernández, ocurridas hace diez y veinte años, respectivamente. Dos mujeres jóvenes: María Teresa, justo en el estreno de su mayoría de edad; Sonia, justo cuando se disponía a iniciar una nueva etapa vital, en pleno proceso de separación de su pareja y padre de su único hijo.
Sonia en Pontevedra, María Teresa en Motril. Norte y Sur. Y un destino sobrevenido —un golpe envuelto en sombras, un elaborado silencio para borrar cualquier posible rastro— les aparta a una y otra del devenir soñado. Les roba la vida. Impunemente. En uno y otro caso, haber hay sospechosos que consiguen salvaguardar su impunidad a falta de pruebas concluyentes. Y así, en términos criminológicos, el paso del tiempo tiende a ahuyentar la verdad.
En el lado humano, la ausencia de María Teresa y la de Sonia, tienen en común el tormento de la incertidumbre, la tenaza que aprieta a sus seres queridos con preguntas sobre quién les hizo desaparecer y por qué, sobre si hubo un final irreversible y cómo. El pulso constante entre la esperanza y la desolación del no saber. El tiempo que no pasa y que empuja una y otra vez al kilómetro cero. La ausencia es un no-lugar. Un desierto donde el horizonte se revela una y otra vez mero espejismo.
Pero cuando el tiempo convencional se mide en décadas —una, en el caso de Sonia, dos en el de María Teresa—, ¿qué hondura tiene para quienes lo sufren en primera persona? El sistema métrico de las ausencias está por descubrir y solo cuando nos toca de cerca nos aproxima a la realidad que viven las familias de personas desaparecidas. Supervivientes con causa, la más hermosa que quepa imaginar : la de rendir el tributo de la memoria a los seres queridos desaparecidos. Un te buscaré mientras viva que es la razón para seguir viviendo de dos familias, en el Norte gallego y en el Sur andaluz. Por Sonia y por María Teresa.