Y se hizo el silencio en el Coto y entró Jerez. Lejos de querer ser una frase poética, verdaderamente eso fue lo que ocurrió, el miércoles 24 de mayo, cuando la Hermandad de Jerez llegó a Doñana.
Mi compañero Paco M., periodista y yo, que soy entusiasta de la fotografía, iniciábamos una aventura de cuatro días para buscar la espiritualidad en el camino del Rocío, y si eso ya de por sí fuera un proyecto “poco” ambicioso, pretendíamos conseguir además, capturarla en voces e imágenes.
No fue fácil ese primer día: contratiempos de todo tipo y cierto estrés laboral aún nos perseguían. Cruzamos el Guadalquivir por separado, como mandan las autoridades. Paco en su vehículo 4x4 en una barcaza y yo a pie en la de la Armada. Llegamos a Malandar, y una vez allí, no me encontraba a gusto con las ópticas que iba utilizando, y las imágenes que captaba con ellas no me elevaban un palmo del suelo.
Después del paso de caballistas, carriolas y vehículos de otras poblaciones de la provincia, por fin, el silencio reinaba en la naturaleza y comenzábamos a escuchar el grito silente del Creador. Mis amigos los milanos negros nos contemplaban con la serenidad de haber visto pasar muchos otros Rocíos, y en nosotros reinaba por primera vez la paz. Esa paz que viene de lo alto. La disfrutamos una hora o quizás dos, ¡qué más da si en el paraíso no se mide el tiempo! El Coto se detuvo e inmediatamente comprendimos el por qué: el banderín de Jerez marcaba un orden cuasi militar, un orden armonioso, que en silencio, casi pidiendo permiso al Parque de Doñana, se adentraba en él. Y de repente, todo cobró sentido: nuestra búsqueda, nuestro trabajo y nuestro reto. Empezábamos a contemplar y a vivir otro camino. No era solo el orden en la formación ecuestre y la elegancia en su pasar, era ese saber ser y estar de la Hermandad de Jerez.
Llegaron los primeros saludos y con ellos las primeras alegrías. Algunos romeros eran conocidos nuestros de otros caminos, los de la vida, y de otras arenas más duras. Y entendimos por fin que los catavinos se reunieran y los mejores cantes clamaran una fe festiva y gozosa para reiniciar un camino que nos llevaría cada mañana, a las doce al rezo del Ángelus, y en la oscura noche marismeña al Rosario, hasta llegar a la aldea.
Los días transcurrieron con rapidez y el sábado nos despertó la bendita y necesaria lluvia. Quiso limpiarnos del polvo para llegar los pies de la Virgen del Rocío. Una vez en la aldea pudimos sentir esa devoción a nuestra Madre del Cielo, de tantos rocieros que la miran y le rezan detrás de la reja, derramando lágrimas sobre sus mejillas, pidiéndoles que les alivie del peso de esa pesada mochila de sufrimientos y sin sabores de la vida.
Y éste es el verdadero camino del Rocío, un camino de fraternidad, donde reina la alegría y la generosidad. En cada paso, entre las arenas, siempre encuentras una mano amiga y un testimonio de fe. Y cuando llegas a la aldea una voz te susurra al oído las mismas palabras que Cristo proclamó desde la cruz. “Ahí tienes a tu Madre” (Jn. 19,27).
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