Ni eventos tan multitudinarios como la Expo ’92 habían conocido una Sevilla tan concurrida como la que se diluyó en un par de días hace tan solo tres meses. Pasear a casi cualquier hora del día por el centro de la capital andaluza era como entrar al rodaje de un anuncio de Benetton: gente de todas partes del mundo, de todas las razas y de todas las edades. Gente por todos lados. La que probablemente sea la ciudad con la idiosincrasia más marcada de toda España estaba en su mayor duda existencial en décadas: ¿aprovechar el enorme tirón de un turismo fuera de control o conservar lo que nos hace únicos en España y el mundo?
Catedral y Giralda de Sevilla. FOTO: LUZ MARÍA CASTROQuienes vivimos aquí sabemos de sobra que estaba ganando por goleada la primera opción. Los negocios locales con cierta tradición, han pasado a manos de multinacionales o bancos. Las bodegas y bares frecuentados por vecinos de toda la vida, estaban cada vez más llenos de turistas. Los paseos por la Avenida o la Plaza Virgen de los Reyes eran una yincana esquivando jóvenes norteuropeos de piel pálida en patinete eléctrico. Y de repente, de la noche a la mañana, todo eso se acabó. Al menos de momento.
Patio de Banderas en Sevilla. FOTO: LUZ MARÍA CASTROPocos sevillanos y residentes en el casco antiguo serán los que la primera semana del estado de alarma no grabaron vídeos del fantasmal centro neurálgico cuando salían a hacer la compra o pasear al perro. En parte por la novedad, en parte por el enorme contraste que suponía con lo que la ciudad, y más concretamente su parte histórica, estaba viviendo estos dos o tres últimos años. Aunque con el paso de fases se ha recuperado cierta normalidad, poco se parece todavía la foto de la entrada a los Reales Alcázares a la de hace cuatro meses, cuando las colas de turistas esperando subían y llegaban hasta el barrio de Santa Cruz. Tampoco eres atropellado por un vehículo de movilidad personal, alias patinete. Igualmente, puedes ir de una a otra punta de la Avenida por el lado de los locales comerciales sin rodear terrazas atestadas de veladores. Ni siquiera una pareja de jóvenes franceses te solicita ahora que les tomes una foto con la Giralda de fondo o les indiques dónde está el callejón del Agua. Es la Sevilla vaciada, una especie de castigo-regalo patrocinado por Covid-19 que ha disminuido el ritmo de vida del centro.
Avenida de la Constitución de Sevilla. FOTO: LUZ MARÍA CASTROLa Sevilla posterior al estado de alarma ha dejado de ser un destino habitual para los extranjeros y se ha convertido en un reclamo para los sevillanos. Ahora, las cada vez más numerosas terrazas, las ocupan familias de la ciudad que meriendan tranquilamente y ya no tienen que disputarse esas mesas con guiris que buscan cenar a las 7 de la tarde. En la calle Arfe, las escasas salidas de tono a modo de gritos en mitad de las noches de fin de semana, han pasado a ser completamente locales, y al menos ahora comprendemos los exabruptos. Los restaurantes de la entrada a Sierpes por la Plaza de San Francisco, que eran territorio foráneo cien por cien, son copados por sevillanísimas familias con madres que llevan bolsos de Purificación García y padres con jersey de Spagnolo. Y ojo, ya no habrá que dar el nombre en La Brunilda y volver dos horas después, cuando te toque mesa porque delante de ti hubiese un montón de gente de idiomas y culturas distintas que solo tienen en común echarle un vistazo a TripAdvisor antes de elegir sitio para comer.
Plaza de San Francisco de Sevilla. FOTO: LUZ MARÍA CASTROPero la Sevilla vaciada no son todo pros para los sevillanos, y no me refiero a la evidente repercusión en los empleos del sector hostelero de la ciudad. Zonas como la Alfalfa y la calle Pérez Galdós, que tanto ruido (nunca mejor dicho) levantaron en su día, cobraban vida propia los jueves y viernes noche gracias, sobre todo, a los estudiantes extranjeros. Es innegable obviar el resurgir de decenas de pequeñas bodegas y bares típicos escondidos entre las callejuelas del centro gracias a que saliesen guiris de cada bloque, de cada pequeño hotel urbano, de cualquier parte entre el Arco de la Macarena y el Hotel Alfonso XIII, entre la Puerta de la Carne y el Paseo Colón. Puede ser algo relacionado con el síndrome de Estocolmo, pero casi formaba parte del paisaje de la ciudad pasear por la calle Placentines y pararte para que una alemana acabase la foto. O tardar 25 minutos en los 500 metros desde el Patio de Banderas hasta los Jardines de Murillo porque llevabas delante a 16 chinos y un guía turístico con auriculares.
Avenida de la Constitución de Sevilla. FOTO: LUZ MARÍA CASTROUna de las calles que mejor mediría la diferencia entre el antes y el ahora es Mateos Gago, pero el Ayuntamiento la tiene en obras para que así, cuando vuelva el turismo, los veladores ocupen algo más que las aceras que ya monopolizaban. La Avenida de la Constitución es el centro del centro, y el lugar más idóneo para asomarte y comprobar que muchos aviones tienen que llegar a San Pablo y muchos AVE a Santa Justa para que la ciudad que empieza a despertarse de la pesadilla se parezca a la que trasnochaba entre turistas que pagaban la factura. Tal vez sean necesarios varios meses y hasta algún año para volver a oír las ruedas de las maletas cada dos por tres por el empedrado de las calles del casco histórico. Lo que puede ser una oportunidad para que sevillanos y el resto de andaluces se planteen ver los Alcázares o la Catedral sin esperas interminables. Para que la gente de aquí llene esas calles que antes lucían abarrotadas de turistas. Para hacer que la Sevilla vaciada deje de serlo.
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