“Miraba el mar. Miraba el mar y pensaba en cuantos cuerpos escupiría, cuántos cuerpos negros lograrían llegar a la orilla esputados por las olas como si el océano fuera una boca humana que escupiera pipas de sandía”.
Así comienza uno de los capítulos de Las luces de Hannover, la primera novela del poeta Abraham Guerrero Tenorio, que obtuvo por ella el Premio de Novela instituido por la Universidad de Sevilla y que lleva el nombre querido y añorado Rafael de Cózar. Reproduzco esas palabras porque, en estas fechas, se cumple el décimo aniversario de la tragedia de Lampedusa, en Italia, la isla de Orlando a cuyas orillas murieron no menos de 500 inmigrantes.
Hoy, cuando nuevas almadías de la desesperación siguen llegando a las puertas de Europa y a esa misma isla, esta novela se me antoja como la botella que un náufrago lanza al mar. Y ese naufragio corresponde a la generación de Abraham Guerrero Tenorio (1987, Arcos de la Frontera, Cádiz). Licenciado en Filología Hispánica, ejerce –cuando puede-- como profesor de español como lengua extranjera. En 2014 residió un año en Alemania, en Hannover precisamente, un viaje en el que fue depurando su primer libro de versos, Los días perros, que en 2018 publicó La isla de Siltolá. Ganador del concurso Ucopoética, incluido en la antología Nudos, publicada por Bandàparte Editores y premio Adonais de poesía, en 2020, con un desnudo libro titulado Toda la violencia, que se hizo acreedor al premio Ojo Crítico, al año siguiente y en el que escribe:
Los ricos,
los creadores del país,
aquellos que llenaron
nuestra mirada y nuestra piel
de falsos sueños
y metas alcanzables,
ahora nos sueltan los lobos
Traigo a colación esos versos porque lleva una cita de mi admirada Isabel Pérez Montalbán y porque, en cierta medida, complementan al párrafo de su novela que acabo de citar. Este libro no habla sobre migraciones, pero habla de migraciones; migraciones interiores y exteriores en un tiempo en el que, foráneos o no, a todos aquellos que no somos poderosos hemos sido exiliados del paraíso.
Abraham Guerrero, según la crítica y cualquiera que lo lea, es uno de los autores destacados de su generación. Y, a pesar de que esta primera novela suya está cargado de guiños poéticos, desde José Hierro a Ben Clark, no es una novela poética, lo que es sumamente de agradecer. Está escrita con la pulsión del fabulador, como un rompecabezas de relatos breves que entretejen finalmente una narración sólida, homogénea, con una firme unidad que tras su aparente dispersión sobrecoge y sorprende: estas vidas cruzadas, como las de Raymond Carver, terminan pareciéndose más a los personajes que el Gijón agrupa en La Colmena de Camilo José Cela o a la memoria fragmentada que Mario Denevi nos regaló en Rosaura a las diez, Borges y Cortázar, aparte.
“Es curioso –escribe Abraham Guerrero— cómo la vida de algunas personas viene a descarrilarse con la de otras”.
A pesar de que el libro fue inicialmente concebido como una colección de relatos, no lo es. Teselas de mosaico, más bien. En la narración, aparece un secuestro, el fantasma del suicidio, la inmigración –él mismo fue inmigrante—, el telón de fondo del barrio de Steintor, en Hannover, y de sus bares de mala muerte, de las minas de coltán, de la infidelidad, del acoso, de África en el mapamundi de la explotación.
En esencia, puede ser un thriller, pero más próximo al universo de Patricia Highsmith que al estilo de Dashiell Hammett, aunque algunos personajes como el Gordo Griego parezcan entresacados de las páginas de El halcón maltés. El misterio, la culpabilidad, “los ritmos del relato y de sus intrigas, junto con una aguda capacidad para describirnos paisajes, personajes, historias”, en palabras de Hermenegildo Verdugo.
“Las luces de Hannover, literariamente, es un juego —describió Abraham Guerrero a Pedro Sevilla, en una entrevista inefable—. Es un libro que ha ido gestándose poco a poco. Los dos primeros relatos del libro los escribí en 2014, cuando vivía precisamente en esa ciudad, y poco a poco fueron surgiendo nuevas ideas de otros relatos que se conectaban unos con otros. En esa conexión me interesaba vivir en el límite entre la novela y el relato. Ese juego que he practicado se ha concretado aún más con el premio que ha recibido, pues es un premio de novela breve. No sé cómo recibirán los lectores el libro, si como un libro de relatos o como una novela, en todo caso, si se plantean esa cuestión, habré cumplido uno de los objetivos. Otro de los impulsos que tuve conforme iba escribiéndola en estos espacios de tiempo era el de crear algo en el que nada se sepa, y en el que el hecho que desencadena los acontecimientos no tenga voz, sino que sean otros los personajes que ofrezcan su propia visión sobre ese desencadenante. Así nace formalmente, en cuanto a argumento, la causa principal de la trama puede considerarse la desaparición misteriosa de uno de los personajes principales, Anatole”.
Aunque su estilo como autor transita del verso a la prosa, hay algunas constantes que le identifican en una y en otra faceta: la vida cotidiana y la violencia. Esta última, no sólo presente en la evidencia de la misma, sino en esas otras sutiles formas que le encarnan como, él mismo lo dice, el capitalismo, ese sistema al que, según Federico García Lorca hace un siglo, habría que cortar el cuello antes de que él lo hiciera con nosotros.
Abraham Guerrero cita, en su Adonais, al sociólogo pacifista Johan Galtung, quien afirmaba que “la violencia es como un iceberg en el cual la violencia visible es sólo una parte del conflicto, existiendo otras violencias más invisibles”.
En esta novela, volvemos a encontrarnos cara a cara con ella, con la del amor, con la de la muerte, la muerte física y la de las utopías. En los ochenta, cuando él nació, se hablaba del desencanto. Ahora, del desconcierto. En el centro de la diana, la juventud sin brújula en un tiempo borrascoso. Frente a ello, Abraham Guerrero escribe –y así lo ha dicho—por rebeldía. Porque la literatura siempre será una pedrada contra los escaparates del sistema. Pero, también, como él mismo afirma, “la literatura es el lugar idóneo para refugiarse”. Y esta novela es un excelente refugio. "Una novela engañosa —alerta sabiamente Juan Bonilla—, disfrazada de género, que demuestra que todos andamos secuestrados por algo".