La Semana Santa tiene el embrujo de la noche, el fuego y la leyenda, que unidos a la música, a las flores, a los grandes iconos de la historia sagrada de Occidente, al incienso y a la rica escenografía de nuestros rincones y monumentos —por donde transcurre la ceremonia— conforman un espectáculo abierto y multisensorial, en la tradición ancestral de la mayoría de las fiestas de primavera-mayo-San Juan.
Se cumple en ella un rito central de muerte y resurrección, incardinado además en el momento del año donde finaliza el invierno y aparece renovada la primavera, con su promesa de nueva vida.
Su valor como gran espectáculo es definitivo a la hora de intentar comprender el fenómeno. Las lecturas reduccionistas que pueden hacerse desde una ortodoxia ultracatólica, que a menudo desprecia el florido ritual como carente de espiritualidad profunda, y las lecturas desde un laicismo radical pero chato que sólo ve en ello una forma más de la alienación religiosa, ambas lecturas coinciden en cercenar la enorme riqueza poliédrica del juego de los símbolos sacros, encadenados con una rica sensorialidad, y ubicados en el renacimiento primaveral.
La Semana Santa refleja —en nuestra sociedad católica— los profundos anhelos y angustias humanas, y mediante todo ese espectáculo multisensorial se generan emociones reales, de dolor, compasión, fe y esperanza, aunque se produzcan dibujadas en un barroco espejo imaginario... Y las emociones reales atraviesan todas las fronteras ideológicas, porque surgen en esa fiesta sensorial colectiva y total.
Y en las emociones reales de la fiesta crecen vínculos de identidad comunitaria, de hermandad, de barrio, de pueblo, que nos protegen un poco de tanto desamparo anónimo globalizador. La Semana Santa es, pues, en nuestro país, uno de los grandes espectáculos de la vida, a la que sólo le sobra la romería —también transversal— de políticos maquillados haciéndose fotos delante de los pasos, algo tan lejos de la humildad evangélica, y tan cerca de la vanidad y la soberbia.