Huérfana y mujer hecha a sí misma, la protagonista desgrana con detalle sus inquietudes, revelaciones y su coqueteo con el peligro de ser descubierta.
Graham Swift responde al perfil del escritor silencioso que labra su carrera sin mucho ruido ni obediencia al mercado editorial. Diez novelas en casi 40 años de trayectoria —las dos primeras inéditas en español— no es un bagaje demasiado ostentoso para un narrador que fue celebrado en su día por la revista Granta como uno de los jóvenes valores de las letras británicas junto a los Ishiguro, Barnes, Lodge, Amis y otros. A la larga ha demostrado ser el menos popular de todos ellos, pero para el que esto suscribe quizá el más valioso. Dotado de una amplia versatilidad narrativa que le ha llevado a explorar los territorios de la infancia y la adolescencia —El país del agua—, la muerte —Últimos tragos— e incluso la novela policiaca —La luz del día—, Swift viene a ser nuestro Antonio Orejudo de las islas, un autor que nunca defrauda aunque se haga esperar.
Tras la extraña excepción que supuso Ojalá estuvieras aquí —editada por Galaxia Gutenberg—, Anagrama vuelve a hacerse con los derechos de Swift en nuestro país apostando por una novela corta pero embriagadora. El domingo de las madres, que alude al día en que el servicio doméstico de la clase pudiente británica podía disfrutar en compañía de su familia, recrea el particular disfrute que del mismo realiza una empleada de hogar, que mantiene desde años atrás una relación íntima con un joven casadero de una mansión cercana a su lugar de trabajo. Huérfana y mujer hecha a sí misma gracias a la lectura y a su inmensa sed de conocimientos, la protagonista desgrana con detalle sus inquietudes, revelaciones y su coqueteo con el peligro de ser descubierta al producirse una tragedia familiar que altera el discurso de los acontecimientos.
Con asombrosa economía de recursos narrativos y usando las palabras precisas, Swift nos mete de lleno en un universo con sus propias normas que nos hará recordar series entrañables como Arriba y abajo u otra magistral novela de su coetáneo Ishiguro —Los restos del día—, y pulsar como si fueran nuestras las emociones de la protagonista, futura escritora cuya transición social se revela con pasmosa naturalidad. La recreación de ambientes, el lenguaje y el decoro típico de la época en la que se sitúa la acción están admirablemente descritos, y vuelven a refrendar al autor de Mañana como uno de esos novelistas a los que siempre hay que encontrar un hueco.