Un baile al son de la literatura

Reseña de 'Duelo entre palabras', novela que acaba de publicar Luis Enrique Ibáñez Cepeda en Pábilo

Cubierta de 'Duelo entre palabras'.

La dignidad es una construcción humana, como la ironía, como la literatura. Lo que puede ser digno en una cultura, puede no serlo en otra. La maldad también. Esa capacidad de los humanos de regodearse en el mal o de diseccionar la realidad hasta encontrar un cauce de interpretación original, y hasta ordinario, parece exclusivo de la especie a la que pertenecemos. Y es curioso que no haya una raza que se salve. Debe ser que todos tenemos el mismo origen divino (o lo que sea).

Para muchas personas no hay más vida que la literatura, de la misma manera que para algunos médicos solo hay vida en sus recetas, o para algunos jueces y fiscales solo hay vida en sus sentencias o en sus peticiones de condena. Todo lo demás no existe. Todo lo demás pasa en ese sitio imaginario que debe ser el mundo.

Pero la vida, esa vida inventada que viven los ciudadanos del planeta, es a veces una carrera de obstáculos, o un baile al que solo los elegidos son invitados. Y cuando en la fiesta solo son posible las palabras, cuando todo lo demás es un imposible o casi, entonces puede que se crezcan la desidia o hasta la realidad. Duelo entre palabras, la novela que acaba de publicar en Pábilo editorial Luis Enrique Ibáñez Cepeda, es sin duda eso, una fiesta de la palabra, un baile para personal selecto en el que se controla muy seriamente el derecho de admisión, y un lance, una lucha casi a muerte por la vida, entre un ser desvalido que se acostumbró a abandonarse y a recrearse en los yogures y zumos caducados, y un joven que ofrece felicidad -incluida la sexual- por un módico precio, al alcance incluso de los desheredados.

Tiene la virtud Ibáñez de reírse, aunque sea muy disimuladamente de todo, de poner en evidencia nuestra forma de creer y de pensar, de arremeter “dulcemente” contra ese extraño engendro que llamamos la cultura oficial y el intelectualismo de guardia permanente, capaz de salvar el mundo lo mismo desde un tratado filosófico que lingüístico, que desde una tertulia en la radio o en la televisión. Intentar todo ese proceso de hacer visible cómo realmente somos en esencia es quizás el trasfondo más íntimo y secreto de la literatura, aunque en la modernidad pudiera parecer otra cosa. Iba a decir todo lo tontos que realmente somos, pero en fin, no he querido herir sensibilidades, porque seguramente “tonto”, en este duelo diario de las imbecilidades posiblemente ya ni es ni correcto ni adecuado.

Y eso, en esta etapa tan chic de nuestra historia, de paro en mayúsculas, de desinformación y pandemias, es sin duda un atrevimiento y una fortuna. Si alguien, en estos tiempos de velocímetros y audiencias, es capaz de levantar un relato tal como si fuera una sátira para cuestionar la validez del lenguaje, de sus juegos, de todas las majaderías y glorias sobre las que se han construido los supuestos valores de nuestra sociedad, de poner en solfa cuánta hipocresía hay en mucho de lo que nos rodea, es que el autor tiene seguramente el valor de los viejos héroes legendarios. Y si eso además se cuenta con soltura y elegancia en poco más de cien páginas, alejándose de esos patrones del márquetin actual que exigen novelas con buenos lomos que hagan bulto en los supermercados, el mérito es doble, pero no solo para quien escribe, sino también para la empresa que edita.

Duelo entre palabras es una novela muy recomendable. Puede que no esté en las amañadas listas de superventas, ni que alcance las honores de los premios que copan las portadas de los medios de comunicación, pero tengan por seguro que estarán ante pura literatura, la que se escribe con libertad y sin más consideraciones que la de crear una realidad posible y casi tocable con la piel de los ojos. Lean y disfruten de las dos primeras páginas.

DUELO ENTRE PALABRAS

Me gusta el juego. Jugué a ir al médico para quitarme un grano que tenía en la espalda y me quedé paralítico. No, no tuvo la culpa el médico por el simple hecho de llegar con la punta de su herramienta hasta el nervio de la columna; ni tampoco la enfermera, que sujetaba mi espalda con una violencia extraña; no, de verdad que no. Y, además, no era de mi parálisis de lo que quería hablar, tampoco es para tanto; quizás, si mi mujer y su suegra no me hubieran insistido tanto en la necesidad -eso sí, por mi propio bien- de que me extirparan el granito de los cojones... pero, en fin, tampoco les voy a echar en cara nada; ellas lo hicieron con la mejor intención del mundo, lo que pasa es que, a veces, las cosas no ocurren como uno espera. De lo que yo quería hablar era de un tipo que conocí hace una tiempo, indefinido como yo, y que me parece una de las personas más ineptas de este jodido planeta -y no estoy exagerando- en el que, unos más y otros menos, todos bregamos por no se sabe bien qué objetivos de conocimiento general.

Al muchacho en cuestión lo conocí a través de un anuncio de comercio sexual que habitualmente cualquiera puede encontrar  en los periódicos. Contacté con él para que me realizara  uno de esos servicios que ellos normalmente califican de trabajo "C", es decir, dos horas de estancia, placer absoluto y discreción garantizada. En cuanto llegó, se lió rápidamente con su faena -iba a decir la manta la cabeza, pero no- sin importarle para nada mi aspecto pobre y difuso de viejecita impedida. Ni que decir tiene que mi falta de dinamismo impedía totalmente cualquier posibilidad de goce del individuo, pero a él, verdadero profesional, este pequeño matiz  parecía no importarle nada en absoluto. También debo aclarar, para ser honesto y no dármelas de lo que evidentemente no soy, que aquella labor apenas duró dos minutos.

Tampoco son mis asuntos sexuales los que marcan el hilo conductor de este relato absurdo y, en todo caso, ese morbo barriobajero del que tanto disfrutan ustedes será dosificado prudentemente, como marcan los cánones de la literatura bien hecha, esa que ustedes tanto detestan. Además, si siguiera insistiendo por ahí, esto que ahora comienza se convertiría en una novelita sucieja de humor negro y escatológico, cuando mis verdaderas intenciones apuntan hacia cimas mucho más altas y bellas: las relaciones, siempre complejas, entre el Ser, el Lenguaje y esta sociedad tan gilipollas, habitada inopinadamente por multitud de individuos imbéciles.

El caso es que hice valer el dinero que había pagado por dos horas de faena y, una vez acabado nuestro maravilloso acto de amor, le ofrecí tontamente una taza de café; él aceptó y, con una confianza boba, para nada concedida, comenzó a hablar: en ese mismo momento supe que la había cagado.

Bebió ansiosamente su café, como si necesitara estimular el interior de su cuerpo después de un trance que aunque breve no habría dejado de resultarle sumamente desagradable, yo no se lo reprocho. Cuando la última gota de café llegó hasta su primera infancia, dejó la taza en mi humilde mesa y, mirándome directamente a los ojos, me preguntó de forma infantilmente descarada que cómo había llegado a ese estado tan lamentable, se refería, obviamente, a mi parálisis. Después de reflexionar durante unos breves, pero prolíferos  segundos, decidí que no estaba dispuesto a relatarle a un perfecto extraño la odisea vital de mi querido y añorado forúnculo. Aún no lo conocía bien y, por tanto, no podía estar seguro de cuáles serían sus reacciones... ustedes comprenderán que lo que yo jamás habría resistido era una carcajada a destiempo. Así que decidí inventar una historia corta y verosímil, pero acorde con mi verdadera valía.

Tras devolver con creces su mirada, me acomodé lentamente en el respaldo de piel de mi cariñosa silla de ruedas, y con tranquilidad insultante le narré una historia extraordinaria que terminaría obligándome a aceptar, inexorablemente, el reto a duelo que me lanzó patéticamente un triste marido engañado. Sí, ya entiendo que  arriesgué bastante al traer, cogido por los pelos, el concepto de "duelo" a mi historia, en los tiempos que corren, a ver a qué gilipollas de hoy se le ocurre retar a alguien que se lo haya hecho con su mujer, ya no quedan hombres como los de antes... pero aquel sujeto tenía la suficiente cara de pardillo como para intentar cualquier cosa. Y, francamente, yo siempre he disfrutado inventando historias para la gente.

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