La productora y plataforma televisiva Netflix ha conseguido de unos años a esta parte que los documentales basados en hechos reales -docudramas, docurealitys, llámenlos como quieran- cobren una relevancia inusitada en sus estrenos y se hagan tan esperados como las series que vienen precedidas de gran fama en otros países o las películas más aclamadas. Además de la incuestionable razón del interés despertado por el tema que abordan -por lo general de índole criminal, casos nunca esclarecidos, que el espectador vivió con intensidad en algún momento de su vida o de los que ha oído hablar-, está la cuestión de la factura técnica, por lo general impecable y más cercana a los modos narrativos del cine que de la televisión. A ello se suma la ventaja de poder ver de una tacada todos los episodios sin esperar a la emisión semanal que hasta hace bien poco caracterizaba a este tipo de productos en la parrilla televisiva.
Otra cuestión bien diferente y muy debatida en los medios de comunicación y las redes sociales es el de la supuesta toma de partido de sus realizadores. Y aquí es donde me gustaría discrepar. Un documental de este tipo no debería nunca tomar partido, sino presentar los hechos tal como ocurrieron, mostrando tantos puntos o ángulos de vista como sea posible, confrontando opiniones, investigando, volviendo al lugar de los hechos y recreándolos, invitando a todos los que pudieran saber algo a decir lo que saben... Eso es, en mi opinión, lo que han hecho tanto los autores de La desaparición de Madeleine McCann como los de El caso Alcàsser. Ninguno de los dos busca arrojar una solución sobre el caso -faltaría más, no les compete- sino contar la evolución de los mismos desde el primer crujido de una familia a punto de romperse hasta el estado actual de la situación. En el caso de la niña desaparecida en El Algarve se pasa de las sospechas hacia un vecino inglés por su generoso afán colaborador al que se tilda de pederesta, a la acusación hacia los padres respaldada por el comisario portugués al frente de la investigación, para desembocar en una supuesta red organizada dedicada al tráfico de niños.
Un momento del telediario informando del caso.
Esos giros del punto de mira se van mostrando de modo natural, tal como los propios hechos fueron descartando unas teorías y alumbrando otras. Aparecen numerosos testimonios y recreaciones que nos hacen dudar de unos para luego creer en otros, personajes que no conocíamos y van completando el puzzle siempre incompleto de una desaparición o de un triple crimen como en el caso de la localidad valenciana. Si en el caso de la niña inglesa tenemos a unos padres pudientes, con muchos contactos, que consiguen implicar a un primer ministro, al Papa, a millonarios solidarios, y van quemando sus cartuchos con las diferentes empresas de detectives y bufetes de abogados que contratan -entre ellas la barcelonesa Método 3-, en la muerte de las tres niñas de Alcàsser tenemos a unas familias humildes y un ambiente de la España negra más profunda, y sobre todo a un padre que se aferró a los medios de comunicación como un clavo ardiendo que acabó quemándose. El documental le muestra desde un plano casi cenital en su puesto de trabajo -unos colchones difuminados que se intuyen detrás-, desmejorado, incapaz de creer en nada más allá de su teoría conspiratoria. Lo mismo ocurre con el criminólogo Juan Ignacio Blanco, demacrado y presentado en la oscuridad con cierto aire de "mad doctor" de película de serie b. No creo que eso sea tomar partido. No son ahora los malos de la película, los que se llenaron los bolsillos con sus apariciones televisivas ni su dudosa fundación, son dos seres perdidos en su propio universo, descreídos de todo salvo de una verdad que parece ser lo único que les alienta a vivir. El documental lo deja ahí: el espectador puede pensar que están locos, que se les ha ido la cabeza, que la verdad nunca saldrá a la luz, que es imposible que todo lo hiciera "El Rubio", que resulta imposible que a Antonio Anglés no se le haya encontrado o que se escapara de una forma tan rocambolesca...
Hay pasajes en El caso Alcàsser que no tienen desperdicio como los programas que se emitieron en directo cuando aparecieron los cadáveres. Paco Lobatón no se esconde y reconoce que algunos testimonios se debieron obviar. Nieves Herrero no da la cara y sale todavía peor parada de lo que ya estaba. Tampoco los extractos que se ofrecen del juicio, con el testimonio de los forenses contradiciendo el de Frontela. Al acabar uno tiene la sensación de que en todo, en cualquier mínimo detalle -una alfombra, unos bocadillos, un colchón, un autostop, unos pelos...- hay una duda permanente que nunca se conseguirá resolver. Creo que es lo único que nos tratan de enseñar estos documentales, recurriendo a un montaje eficaz y adictivo que nos embarcan al mismo ojo del huracán, de la desgracia en mayúsculas.
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