Cándido, El Colgao

Un relato de José María Tello. "Nací con el rostro pálido, sin sangre. Y con cara de pez: la boca abierta, los labios gruesos y prominentes, y los ojos separados...".

Cándido, El Colgao

Nací con el rostro pálido, sin sangre. Y con cara de pez: la boca abierta, los labios gruesos y prominentes, y los ojos separados, con las pupilas fijas en un punto indeterminado. Mi aspecto se avenía bien con mi espíritu, pues siempre viví en un estado permanente de asombro y estupor.

A los cinco años quería con fervor a mi abuelo. Me entusiasmaba ver cómo, contoneándose tanto, conseguía el equilibrio apoyado en su cayado. Él me decía: “Sin el apoyo de mi bastón no habría podido vivir”.

Mi padre, campesino, trabajaba de sol a sol para darnos de comer. Cuando llegó la edad escolar me dijo: ¡Cándido, hijo, tú eres muy listo. No trabajarás en el campo. Vas a estudiar!

Y así, en el colegio tuve una compañera: “La Vane”. Me gustaba mucho. Un día me pidió prestado el portaminas. Se lo dejé. El maestro explicaba la tabla de multiplicar. Al día siguiente me lo requirió de nuevo y se lo entregué. Y así durante varias jornadas. Hasta que un día reclamó: ¡Dame mi portaminas! Ese tono ordenancista sonó distinto. Tragué saliva y se lo di. Una y otra vez, siempre. Entonces, observé, asombrado, que me había enajenado el portaminas. Y acaso, los sentimientos. Mi generosidad se había convertido en costumbre para La Vane, y la costumbre se había transformado en una exigencia, en un derecho suyo.

“La Vane” abusaba de mi pero no supe atajarlo. Su trato, a veces cariñoso, doblegaba mi voluntad. ¿Era un lelo? ¿Me traicionaban los sentimientos? ¿O las dos cosas a la vez?

Toda mi vida era someter mi alma a cambio de afecto, de aceptación. Me di cuenta que vivía más cómodo colgado emocionalmente de otras personas. Necesitaba una percha de la que colgarme para vivir. No me importaba el color: blanca, amarilla, roja o negra; ni el material: de plástico, de madera o metálica; ni su función: para falda, americana, camisa o pantalón. Yo era un ser débil, dependiente; el sentido de mi vida lo adquiría del exterior, de otras personas.

Mi madre me proporcionó la percha más firme que jamás tuviera. Con siete años me llevó a la iglesia del pueblo: un pórtico lleno de estatuas, unos techos altísimos sostenidos por gruesas columnas, unos ventanales de grandes dimensiones con vidrieras de vistosos colores y, al fondo, un escenario con la imagen de un señor. Me dijo que era Dios, crucificado. Que era todo Amor, omnipotente y omnipresente. Lo primero me gustó: ¡Qué mejor que un Ser todo Amor y encima todopoderoso! Era un verdadero perchero de forja. Me elevaba espiritualmente y era de hierro, fuerte, potente. Lo de omnipresente me gustó menos porque me recordaba a los fantasmas que yo veía circular a menudo por mi habitación. Me quedé embobado: una mezcla de misterio y miedo. En mi cabeza musitaba palabras de comunicación con el Ser Invisible. 0, ¿era conmigo mismo?

Conocí al cura y mi madre me hizo monaguillo. El sacerdote empezó a darme clases de latín. Un día, una beata le llevó al cura una cajita bien enlazada llenita de dátiles que dejaron en la sacristía. No pude evitar la tentación: me comí la caja entera. Cuando el cura se dio cuenta, colérico, me echó una maldición: ¡Eres un tragón, ojalá te cagues por las patas abajo! ¡Un ladrón, Dios te va a castigar en la tierra y en el cielo! Me acongojé. Y tuve que resolver el primer gran dilema de mi vida: Si Dios no me quita el hambre, ¿en qué me ayuda? ¿Qué es antes comer o rezar? ¿De qué me sirve rezar si me muero de hambre? Lo resolví con agudeza y con los pocos conocimientos de latín que me había enseñado el cura: “Panis primo, postea religioni”.

Mi padre, que era cinéfilo, tenía una buena colección de películas de vídeo que yo veía. En la adolescencia les quité horas a las tareas del instituto para ver aquellas cintas. Del cine, encerrado en mi habitación, aprendí muchas de las cosas que sé sobre la vida.

Sobre todo a enamorarme platónicamente. Me quedaba embelesado viendo en la pantalla a Annie Girardot en Mourir d’aimer. En el minuto diecisiete decía ella mirando al horizonte: ¡cuántas bocas de amor están unidas, cuántas vidas se cuelgan de otras vidas exhaustas en su entrega palpitante!

Se despertó en mí el gusanillo romántico y retomé mi antigua creencia religiosa en los milagros: ¡El amor para toda la vida! ¡Lo que Dios une que no lo separe el hombre! Desde entonces rechacé las perchas ocasionales y recicladas de las tintorerías y las tiendas. Solo quería perchas que tuvieran en su barra inferior fieltro o satén. A partir de ese momento decidí orientarme únicamente hacia lo excelso; ir por la vida volando.

Siempre me había gustado la belleza natural. La belleza sublime me acobardaba, me intimidaba. Y Annie no era un bellezón pero tenía un poder de atracción sobre mí ilimitado. ¡Esos ojos vueltos hacia mí, que solo a mí me miraban!, creaban una conexión interior llena de ensoñaciones. Disfrutaba observando lo redondita que era su cara, sus caderas, sus muslos… en fin, toda su anatomía. Me recordaba a una chica del pueblo “La Tanqueta”, también fuerte y ahombrada, y de personalidad plomiza.

Yo era un joven poco cultivado, huraño y retraído; que vivía de sueños y delirios, y que entretenía mi tiempo en juegos solitarios. Lo normal dada mi edad y condición. ¡Me pasaba más tiempo colgado de mi propia percha, que en el yo sustancial!

Conocí mujer a mis treinta y ocho años con una fuerza salvaje. Fue a “La Termostato”, una divorciada. Amiga con derecho a roce. Puro fuego. Era rubia, y descubrí, ¡idiota!, que algunas rubias tienen su molletito castaño. ¡No acabo de entender por qué! Lo cierto es que internet, que todo lo sabe, me corroboró el dato. Una revista científica de la Universidad de Harvard indicaba que el setenta y ocho por ciento de las rubias tienen el pubis moreno, pero tampoco explicaban por qué. Y también observé, varias semanas después, porque soy lento en comprender las cosas, que las mujeres tienen en sus armarios muchas perchas con más ropa que los hombres.

Un día en que yo estaba especialmente distraído, me mandó al supermercado a comprar los mandaos y cuando llegué los ordené entre la pequeña alacena, la nevera y el cuarto de baño. De pronto, ella me espetó:

- ¿Estás tonto o qué? ¡Calzonazos! ¡Has puesto el papel higiénico en la nevera!

Me puse triste. Ella reaccionó cariñosa:

- ¡Qué papanatas eres! Ven, anda, dame un beso.

Yo, mientras tanto, le regalaba vestidos, joyas, perfumes, y, de vez en cuando, le arrimaba algún dinerillo. Ella, astuta como una serpiente, me decía «cariño» y ejercía sobre mí un poder de embrujo. “La- Termostato” conocía todos los mecanismos de dominio de la historia de la humanidad. Solo poseía un defecto: Estaba siempre con un copazo y un pitillo entre las manos y, cuando meaba, nunca tiraba de la cisterna. Pero les aseguro que fue, en ese tiempo, en el único que sí mereció la pena el intercambio de bienes y servicios.

Como el hambre apretaba y la calderilla disminuía, me marché a Francia a hacer la vendimia. Un día tomé café en París con mi amigo François-Marie Arouet, alias Voltaire, un escritorzuelo de tres al cuarto, que había publicado un libro que se llamaba Cándido o el optimismo. Lo leí por ser mi tocayo el protagonista del libro.

        Hay quien vive colgado de las apariencias: lo acabas de conocer y ya te está diciendo los estudios superiores que tiene, el puesto dirigente que ocupa en el Ayuntamiento, los numerosos viajes que ha realizado o el chalet que tiene en no sé qué parte de la costa. Yo ante estos seres tan poderosos me achicaba y no veía en mí nada que valiera la pena. Muchas personas se cuelgan de cosas, de muchas cosas, de infinidad de cosas; yo no. Me gusta más colgarme de palabras.

Y, por eso, me aprendí de memoria algunas citas de mi amigo que, a modo de mantras, me hacían entender mejor la vida. Mucho después lo llamaron autoayuda. Me gustaba citarlas:

“Cuando uno no tiene lo que ha menester en un mundo, lo busca en el otro”.

 “¡Ay! Es el amor: el amor, el consolador del género humano, el conservador del universo, el alma de todos los seres sensibles, el tierno amor”.

“El primero que comparó a la mujer con una flor fue un poeta; el segundo un imbécil”.

“¿Qué es el optimismo? Es la manía de sustentar que todo está bien cuando uno está muy mal”.

“Los que creen que el dinero lo hace todo, suelen hacer cualquier cosa por dinero”.

Le agradecí a mi amigo “Voltaire” su gentileza, le elogié hipócritamente su libro y me volví a España.

Un día, muy temprano, acompañé a mi hermana al hospital para una analítica. Me habían educado en la cortesía y la urbanidad y yo me colgaba de la percha de la elegancia. Siempre he sentido verdadero placer en dejar paso a una persona delante de una puerta o permitir avanzar a un coche en un cruce. Estando en la sala de espera, me puse en cola ante la máquina expendedora de café. Yo estaba detrás, hacia la derecha, de dos mujeres distraídas que cascaban lo suyo. Por la izquierda, se coló sigiloso un hombre, como un lobo solitario acostumbrado a morder, ávido de café. Como soy un poco palurdo me quedé con la boca abierta. Cuando me di cuenta el colega ya estaba sentado cómodamente en su silla saboreando su café.  Me sentí tan mal que llegué a pensar que tenía una avería en mi personalidad: Me faltaba carácter y me dejaba engañar fácilmente. “Frente a los enteraillos nunca seas un papafrita”, me aconsejaba siempre mi padre. Era un sabio consejo, pero yo nunca supe aplicarlo.

Yo soy muy de amigos y de bares. Como nací con frío y era un blandengue he estado necesitado toda mi vida de calor humano y, por eso, me enganchaba emocionalmente, cual percha simbólica, a los amigos. Me costó mucho tiempo descubrir, porque mis dotes de observación no son los de Sherlock Holmes, que hacía el primo en asuntos económicos.

Vino a dar un curso al pueblo el Instituto Económico de Formación y Fomento de Gorrones (IEFFG), fundación cultural vinculada a una Entidad Bancaria. Se apuntaron todos los políticos, los avispados del pueblo y yo. El leitmotiv de todo el curso fue “el pardillo nace y el competente se hace”.

En el ostentoso Salón de Estudios de aquella Entidad Bancaria mi mente quedó confusa. Hasta entonces me habían enseñado a guiar mi conducta por valores y actitudes. Creía que el mundo era bueno, que se regía por la nobleza y los buenos sentimientos. Allí aprendí que lo que dominaba eran los intereses y me hice un experto en estrategias económicas cotidianas de expoliación. Eran técnicas de escaquearse a la hora de pagar en los bares. Las enumeré gradualmente según el grado de astucia e inteligencia que requerían:

  • La más simple la practicaba “El Tancredo”: Se paralizaba y se ponía de lado. Se hacía el loco hasta el último momento. Tenía una paciencia infinita hasta que yo pagaba. Pobre de mí, ¡qué estúpido!
  • “La Ballenata”, aquella chica de mi juventud que decía: «tengo la boca como un zapato» para que algún chico la invitara. Yo la convidaba y ella ni un maldito baile. ¡Tierra trágame, qué papanatas!
  • Los hay espabilados, con la cara de cemento armado como aquel compañero, “El Tolosabe”, al que invitas siete veces a desayunar y nunca saca la cartera. ¡Qué gorda la tenía, la cartera! ¡Qué lila!
  • ¡Qué elegancia, que finura! “El Palmera”, diligente, se levantaba a orinar cuando llegaba la hora de pagar y como era prostático tardaba mucho en volver. ¿Quién pagaba? Ya lo habrán adivinado. ¡Qué memo!
  • “La LlaveInglesa” solo llevaba su tarjeta de crédito en el bolsillo. O, lo que es lo mismo, jamás llevaba efectivo para pagar las cañas. ¿Era pobre? ¡Nunca se supo! ¡Qué gilipollas!
  • “Er Molienda”: Cuando preveía varias consumiciones porque la tarde era larga, detectaba por el tipo de local el más barato y se adelantaba generoso para pagar rápidamente. En los más caros se abstenía. ¡No me digan ustedes que no era un lince! ¡Ante tanta inteligencia me quitaba el sombrero y me humillaba!
  • Con todo la más lista era “La Micona”: Se adjudicaba pagar la última ronda de cervezas puesto que para aquel entonces ya muchos se habrían ido y la cuenta sería mucho más reducida. 

Nunca aprendí a neutralizar estas estrategias de los gorrones. En mi alma se juntaban mil formas de hacer el idiota que otro día les ampliaré. Como verán soy un hombre del montón, un poco alelado. Solo deduje una moraleja que nunca supe incorporar a mi conducta: “El verdadero hombre inteligente es el que aparenta ser tonto, delante de un tonto que aparenta ser inteligente”.

Toda la vida aprendiendo a vivir colgado y aún sigo suspendido, suspendiendo. Cuando me muera aún no habré terminado la carrera. Eso sí, habré aprobado la asignatura de convertirme en un hombre elegante.

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