Todavía hoy hay quien cree que está inscrito en nuestra biología el que seamos amos o siervos. Si por fortuna te ha tocado ser de los primeros, además tienes el derecho natural a disponer de otras personas. De la predisposición a la servidumbre que hace posible a su vez que unos ejerzan ese derecho a la propiedad sobre otros habla la película hindú distribuida por Netflix, El tigre blanco. Ramin Bahrani adapta la novela homónima de 2008 de Aravind Adiga y al mismo tiempo dirige este terriblemente pesimista y enérgico drama satírico.
La India ofrece un retrato poliédrico de la capacidad de innovar y emprender, y al mismo tiempo del peso paralizante y opresivo de su tradición y su historia. Una de las potencias emergentes, destinadas a jugar en el siglo XXI un papel relevante en la economía global, mantiene sin embargo a una enorme población en un estado de pobreza y sumisión medieval.
Balram (Ardash Gourav), el protagonista-narrador de El tigre blanco, escribe una carta al Presidente de la República Popular de China, de visita en Delhi, y al mismo tiempo nos cuenta en primera persona su vida desde que nació como Intocable, la casta inferior, en una aldea propiedad de un terrateniente mafioso enriquecido con la independencia del país, hasta llegar a ser un emprendedor de éxito en la jungla urbana de Delhi. Desde pequeño se consideró a sí mismo un tigre blanco, alguien elegido por la fortuna para romper con el estigma que persigue desde nacimiento a los pobres de su país.
La historia de El Tigre Blanco no es exactamente la de alguien que tomando conciencia de lo injusto del sistema de castas decide luchar para cambiarlo, sino la del pícaro que tiene ingenio y malicia suficientes para revertir la situación a su favor, para salir del gallinero y medrar en un mundo de corrupción y falsedad.
El personaje de Balram se corresponde con el protagonista de la novela picaresca nacida en la España barroca y exportada a otros países europeos. No son los buenos sentimientos, la lealtad al amo y la honestidad los que mejorarán la vida del pobre. Servir a amos ricos te da un conocimiento de la sociedad que el pícaro debe aprovechar para medrar.
Aravind Adiga y Ramin Bahrani dan una visión pesimista y desengañada de la emergente democracia hindú, llena de enriquecidos con el trabajo de sus siervos y de políticos dispuestos a venderse al mejor postor. Este estado de cosas no es exclusivo de ese país, pocos están libres de eso, pero allí el sistema de castas estigmatiza a los más pobres y bloquea el llamado ascensor social en el último piso del sótano.
Películas como Atraco perfecto o La naranja mecánica de Kubrick, El club de la lucha de Fincher o distopías como El cuento de la criada parten de un determinismo sociológico que enfrenta a sus protagonistas con una realidad cruel que ahoga sus aspiraciones de una vida digna.
El tigre blanco aporta como atractivo principal la creación del personaje de Balram, pícaro a la vez ingenuo y malvado, afectuoso y cruel, servil hasta la náusea y vengativo. Odia a sus amos pero también se odia a sí mismo por no poder evitar amarlos. Nada que no sea él mismo le importa y al mismo tiempo es imposible no sentir simpatía por él por su condición de víctima.
El tigre blanco es también una historia de crecimiento y maduración, la que recorre Balram para aclararse y decidir si es capaz de ser su propio amo, si es capaz de desprenderse de sus heredadas ataduras de servidumbre y odiar a su amo bueno, Ashok (Rajkummar Rao).
El tono irónico y humorístico, con brochazos de humor negro, un rasgo compartido también por la picaresca clásica, está siempre presente, incluso en los momentos más dramáticos, pero la sonrisa queda pronto congelada por la desesperante realidad. La energía desplegada en la puesta en escena, brillante y saltarina característica del cine más comercial hindú, se corresponde con la perenne sonrisa del héroe. A Balram, el criado que siempre sonríe, incluso en las circunstancias más humillantes, la sonrisa se le irá empañando poco a poco, para quedarse en un rictus de tristeza que se contagia igualmente al espectador. La tristeza que produce lo que parece no tener remedio.
La comparación con la oscarizada película coreana de Bong Joon-ho, Parásitos, tiene sentido. Ambas recurren a la sátira y el género picaresco para exponer el abismo insalvable que separa las clases sociales, la relación amo-siervo. Comparten el punto de vista del pobre en países con sistemas democráticos y economías en crecimiento pero con enormes desigualdades y una mano de obra muy barata rehén del capitalismo deslocalizado. Mientras El tigre blanco recurre al costumbrismo y cierto matiz antropológico, Parásitos se deja llevar por lo surrealista con un sesgo gore.
El tigre blanco habla con mucha elocuencia de la India y de sus gentes, de la injusticia y la desigualdad de su sistema social y de la pulsión de supervivencia del pobre, pero también nos recuerda que el liberalismo económico a ultranza de las grandes empresas occidentales busca una mano de obra barata y sumisa en esos países. Por su parte la historia personal de Balram nos engancha por la vitalidad y ambigüedad moral del personaje, por la brillantez de la puesta en escena y el desarrollo del argumento, pero sobre todo porque nos enfrenta a lo atávico de las relaciones de poder y sumisión.
Ficha técnica
El tigre blanco (The White Tiger) India, 2021 (131 min.) Dirección: Ramin Bahrani. Guion: Ramin Bahrani sobre la novela de Aravind Adiga. Cinematografía: Paolo Carnera. Música: Danny Bensi, Saunder Jurriaans. Producción: distribuida por Netflix. Reparto: Ardash Gourav, Priyanka Chopra, Rajkummar Rao, Perrie Kapernaros, Abhishek Khandekar, Nalneesh Neel, Aaron Wan...
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