Si alguien quiere conocer cómo se desarrollaban las sociedades fenicias en la península ibérica, en esos años en los que los cartagineses van asumiendo su control por el sur, probablemente tendrán que utilizar esta novela de Antonio Sánchez Illescas como libro de cabecera. La acción parte del año 345 antes de Cristo en Gadir. Para situarnos en el contexto histórico: Tiro, la metrópolis que había fundado la ciudad de Gadir, junto con una red de posesiones esparcidas por todo el mediterráneo, había caído en manos de los persas.
El rey Nabucodonosor, en el año 574 antes de Cristo, la había conquistado. A consecuencia de ello, los restos de ese imperio comercial de los cananeos los asume bajo su liderazgo la importante colonia de Cartago. Tras ese hito histórico, lo persas también pretenden expandirse y Gadir es una ciudad tentadora para completar sus planes por su fortaleza militar, comercial y religiosa. No obstante, años más tarde, en el 332 antes de Cristo, Tiro sería tomada de nuevo, pero esta vez por Alejandro Magno.
En la época en que se desarrolla la trama el templo consagrado a Melqart, también denominado de Hércules, cercano a Gadir, es un centro de peregrinación multicultural donde se guardan grandes tesoros, sin apenas custodia militar. Ese enclave sagrado se entiende protegido por los dioses y cualquier robo de sus pertenencias se consideraba un sacrilegio castigado severamente por estas divinidades. A ese santuario acuden personas de todo el orbe conocido a efectuar sus ofrendas. Riquezas que son muy codiciadas y que bastarían para financiar un gran levantamiento bélico. Ese es el motivo y el detonante del conflicto.
Illescas nos da una visión perfecta de la organización política de la ciudad de Gadir, donde el componente religioso lo empapa y lo domina casi todo. La sociedad es tremendamente creyente y su movilización gira alrededor de sus devotas convicciones. El control político y el militar está subordinado, en gran parte, al control religioso. Si hay que dar un golpe militar es vital neutralizar el poder de los sacerdotes y de las sacerdotisas, cambiarlos de bando y, así, modificar sus ritos para manejarlos entre bambalinas a favor de los intereses de los poderosos que están al servicio de las potencias de la época.
El argumento está bien construido y se despliega a un ritmo pausado, pero ameno e interesante, donde las tramas paralelas se entrecruzan para dotarle de dinamismo. El autor administra muy bien las dosis de intriga, con una buena utilización estratégica de la elipsis, que provoca que el lector se conecte y se enganche en todo momento a la lectura. Uno de los pasajes destacados del libro es la batalla naval, descrita, al contrario del resto del texto, con una cadencia frenética, lo que provoca una aceleración vertiginosa del corazón. Esto último proporciona un mayor énfasis al clímax de la narración y a su desenlace. El conflicto que se plantea está muy bien dosificado y los protagonistas superan los múltiples obstáculos con grandes dificultades, pero con determinación, lo cual dota de cercanía a la vida real de los personajes y pone al lector en alerta permanente y en tensión. Igualmente, la novela no está construida con artificios; al contrario, ofrece una gran dosis de verosimilitud, asentada en valores contemporáneos, sin ser moralizante, respetando el supuesto modo de vida del momento.
En definitiva, es una novela histórica esencial. Y, fundamentalmente, cumple con la máxima que preconizó Umberto Eco: “La tarea de una novela es enseñar deleitando y lo que enseña es a reconocer las insidias del mundo”.