Un día después de que la crítica sevillana ajusticiara sin paliativos la antología del flamenco heterodoxo de un exflamenco como Niño de Elche, cuya provocación cumplió con su cometido —que hablen mal pero que hablen—, llegaba al improvisado, y caluroso, café cantante del Teatro Alameda una nueva revisión de lo jondo de la mano de David Lagos, un flamenco consagrado en lo suyo y un portento vocal y creativo enfrascado siempre en conocer, recuperar y reinventar por derecho el cante que le da de comer y que, entre otras cosas, le ha permitido ser galardonado con una Lámpara Minera o acompañar por medio mundo a artistas de la dimensión única de Israel Galván. Hodierno, un latinajo en desuso que alude a la actualidad, es el nombre del proyecto musical que ha presentado en el marco de la Bienal sevillana, un campo de minas sin vallar donde no parece que el criterio programático y el rumbo del certamen estén a la altura de los presupuestos públicos que maneja cada dos años.
Bajo las bases electrónicas de Artomático, alias del productor Daniel Muñoz, Lagos ha estado acompañado en esta nueva aventura, más posmoderna que moderna, más distópica que utópica, por la guitarra de recursos ilimitados de su hermano Alfredo, y por el saxo (y el tudel) de Juan Jiménez. Casi con un machete en la boca para abrirse paso entre el, a menudo, ensordecedor ruido, el cantaor jerezano tira de rabia y furia para colocar al cante en su sitio. Ajeno al efectismo y con discurso propio para, una vez más, hablarnos de fatigas y de la condición humana. La experimentación invita a reflexionar sobre el ruido que rodea y soporta actualmente el arte, y el flamenco en particular, una permanente tensión entre lo que debería de ser y lo que es, o un desafío entre crear en libertad (con lo cara que es) o sometido al imperio de las modas, la mercadotecnia y el taquillaje. De todo eso hay en la función.
Pero quizás la verdad, esa cosa, quede patente en esa aparición fulgurante de Emilio Caracafé, moronero y fronterizo, para rescatar junto al bueno de David una mariana con más de cien años, recreada originalmente por Garrido de Jerez. O la verdad se encuentre en las notas a solas, en la más pulcra intimidad de Alfredo Lagos. O quizás la verdad sea esa pelea inicial en el prehistórico romance de la monja, donde los ecos de El Negro de El Puerto aparecen más modernos que nunca, más frescos que nunca al rescate de una tradición oral en serio peligro de extinción. O en la malagueña de un Chacón 2.0, atravesado por el incesante paso del tiempo que manejamos los humanos, diminutas partículas en un universo que camina a millones de años luz hasta su destrucción. Yo me estoy muriendo, yo no tengo a nadie, se queja en la liviana del desalivio, otra metáfora sonora del individualismo imperante y una pieza abrumadora. Épica y asfixiante. Premeditadamente acelerada con un tictac de fondo. Todo es cuestión de tiempo, y este dictará sentencia sobre qué perdura y qué cae en el olvido. “Los relojes asesinan el tiempo”, escribía Faulkner en El ruido y la furia, y “solo al detenerse el reloj vuelve el tiempo a la vida”. Que yo me estoy muriendo, yo no tengo a nadie…
Uno de los momentos álgidos del recital, en todo caso, encierra una gran verdad de plena actualidad raspada a palo seco por David Lagos. No tenemos la certeza pero intuimos que la letra pueda ser suya. El pregón del miedo es una adaptación del de Macandé traído a un presente perturbador, donde hay miedo a mover un dedo y hay miedo a preguntar. Nos vienen vendiendo miedo / compramos mucho miedo, entona Lagos, completando un relato donde quizás no se explique bien que esos artistas no están tanto en el escenario para entablar sereno diálogo musical, sino más bien como incómodos artivistas de un presente desconcertante y de un futuro plagado de inquietantes incertidumbres. Por eso a veces todo suena tan sucio, por eso a veces las grabaciones con los ecos de Lagos engullen al propio cantaor en directo, o por eso cambian las estructuras, los moldes, los acordes, centellean las luces para cegarnos… hasta llegar al clímax de una ceremonia de la confusión que vivimos (y sufrimos) en el primer mundo en esta época un tanto siniestra. Confusión, verbigracia, en forma de etiquetas, discursos de odio o noticias falsas propagadas a la velocidad de la luz.