Cuando una creadora vive y contagia ese permanente estado de excitación, inspiración y misterio en cada una de sus propuestas uno solo puede hincarse de rodillas ante lo absoluto. Eso debió ocurrirle hace ya unos años al maestro Barýshnikov para caer rendido ante ella en Nueva York. Un gesto de reconocimiento a un esfuerzo y a un dominio absoluto que la han convertido en dueña de todos los reinos de la danza española y el baile flamenco. Una trayectoria nutrida por montajes con los que siempre intenta trascender. Ahí quedan obras como Oro viejo, Vinática, Afectos o Bosque ardora, fruto de sus inquietudes y sus obsesiones. Escribía Peter Brook en Más allá del espacio vacío que un punto de vista solo es útil si uno se compromete con él a muerte para defenderlo, aunque como hace Rocío Molina haya que traspasar el umbral de lo humano y aporrear las puertas para bajar al mismísimo infierno. El dramaturgo inglés también alertaba de la necesidad de ser obediente a esa voz interior que murmura: “No te lo tomes tan en serio. Afírmalo con fuerza; abandónalo con ligereza”.

En Caída del cielo, la artista malagueña afronta un discurso de género casi como declaración de guerra, con la mujer como principio y fin de la celebración de la vida, mientras opta por una vis cómica para, otra vez, abofetear estereotipos y cánones preestablecidos en una nueva sesión de autoanálisis. Algunos no entienden eso de la libertad de cátedra y por eso murmuran, molestan irrespetuosos y se largan antes del final (ya podían haberlo hecho una hora antes). Pero con una cosa o con otra que plantee la malagueña, siempre consigue el mismo resultado: hipnotizarnos. Empeña sus dos ovarios en reivindicarse como autora y mujer con derecho a decidir. No hay un subrayado sobre el concepto de partida que se apunte al carro de lo políticamente correcto, hay un compromiso pétreo que sigue a rajatabla en los 32 años que lleva bailando.Porque la Molina, que ahora es artista residente en el Chaillot del Trocadero parisino, donde estrenó esta nueva obra mayor, debió zapatear y contorsionarse ya en el viente de su madre. Su baile de impulsos y hambre solo se entiende en lo innato, en la intuición, aunque su primer contacto con la danza lo experimentase con tan solo tres años. Hay quince minutos en el arranque de este nuevo trabajo, tras la Vuelta de paseo morentiana del preludio, en los que parece habitar en un espacio intrauterino, como aludiendo a aquella antesala al nacimiento. Se arrastra, flota, queda suspendida de una cadera, lame el suelo, repta… hasta que aflora desnuda para dejar nacer a una Venus de Botticelli desde una concha con bata de cola blanca. Ahí empieza todo hasta llegar, a base de claroscuros y brochazos, a convertirse en triunfante Baco velazquiano, engullendo uvas hasta alcanzar el éxtasis rockero-rumbero entre las flores, ya entre el patio de butacas y como símbolo máximo de su plena libertad personal y artística.

Rocío es ángel exterminador por tangos con bastón-katana de Kill Bill en mano. Y es Juana de Arco en la guajira, en la que siendo bruja con escoba, es onanista, falo erecto y fuente de la vida a la que no hay inquisición que queme. Es una mamba negra venenosa y una mantis religiosa en una farruca en tanga en la que acaba mordiendo la manzana prohibida (en forma de bolsa de chips) y riéndose de los machirulos que le dicen lo que no debe hacer. Se vuelve cada vez más destroyer, tanto en los arranques intermitentes de la Leyenda del tiempo, donde ella siempre emerge luminosa, como en la soleá que baila como si su reino no fuera de este mundo. Un ejercicio de estilo de raíz clásica pero que ella exprime a la vanguardia de todo para turbarnos y destrozar todos los esquemas.

El espacio escénico, ideado por Carlos Marquerie, parte del concepto de teatro nō japonés, un cuadrilátero con los cuatro músicos revoloteando como piezas clave por una tabla que la danzaora nunca abandona en más de hora y media, y que llega a colorear con sus pies con sangre de menstruación. Otra provocación, otro tema tabú en el arte que ella exhibe sin pudor alguno y chorreando poesía y silencio. Todo lo que va pintando sobre el escenario aparece proyectado en una pantalla que ejerce de lienzo y sobre la que también suele aparecer el influjo de la luna llena, uno de los recursos escénico menos logrados por obvio. Con sus laberintos de danza-teatro, sus poemas visuales, sus rompecabezas musicales —brilla especialmente el palaciego José Ángel Carmona, al cante y al bajo eléctrico—, sus provocativas formas y maneras de entender su arte, que es de ella y de nadie más, nadie es capaz de intuir qué ocurrirá a la vuelta de la esquina, en cada giro de cabeza, en cada golpe de muñeca o en cada meneo rabioso de cadera. Solo hay una certeza: ella manda.

Lugar:Teatro Villamarta. Día: 28 de febrero de 2018. Aforo: Lleno con las entradas agotadas. Codirección artística; coreografía; dirección musical y baile: Rocío Molina. Codirección artística; dramaturgia; espacio e iluminación: Carlos Marquerie. Composición de música original, guitarra: Eduardo Trassiera. Cante; bajo eléctrico: José Ángel Carmona. Compás; percusiones: José Manuel Ramos ‘Oruco’. Batería; percusiones; electrónica: Pablo Martín Jones. Dirección técnica; iluminación: Antonio Serrano. Sonido: Javier Álvarez. Regiduría: Reyes Pipio. Ayudantía de producción: Magdalena Escoriza. Dirección ejecutiva: Löic Bastos. Diseño de vestuario: Cecilia Molano. Realización de vestuario: López de Santos, Maty, Rafael Solís. Ayuda a entender el suelo: Elena Córdoba. 

Sobre el autor:

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Paco Sánchez Múgica

Periodista, licenciado en Comunicación por la Universidad de Sevilla, experto en Urbanismo en el Instituto de Práctica Empresarial (IPE). Fundador y Director General de ComunicaSur Media, empresa editora de lavozdelsur.es. Antes en Grupo Joly. Soy miembro de número de la Cátedra de Flamencología. Primer premio de la XXIV edición del 'Premio de Periodismo Luis Portero'.

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