En el año 2009, el aula de mayores de la Universidad de Cádiz publicaba un ensayo titulado El arte de no envejecer o el aprendizaje en la ancianidad, escrito por el catedrático emérito en Teoría de la Literatura de dicha Universidad José Antonio Hernández Guerrero. Definía, entonces, Hernández Guerrero la ancianidad como “una época que por ser el resumen, el resultado y el fruto de toda la vida, puede ser, también, la más gratificante y la más fecunda”. La primera referencia histórica sobre la vejez la encontramos en un texto egipcio de Ptah-Hotep escrito alrededor del 2450 a. de C. que dice: “La vejez es la peor de las desgracias que puede afligir a un hombre”. Y desde ese prisma ha llegado hasta nuestra época en una sociedad que desdeña al anciano, que lo aparta de la vida diaria y lo arrincona. La vejez está llena de connotaciones negativas.
Por eso llama la atención el título del nuevo poemario de Tirso Priscilo Vallecillos (Motril, 1972), Viejos, publicado por Huerga y Fierro Editores. A priori Viejos parece el título de una ofensa, casi un insulto, y quizás un reto a adentrarnos en la lectura. Y es que abrir un libro de Tirso siempre es una incitación, una llamada que recordamos todos los que leímos Subway, ese libro maravillosamente artístico en el que tras abrir su portada nos encontrábamos un mapa de metro en el que cada poema era una estación y cada línea una fase de nuestra existencia. O aquella contraportada de Cartografía urbana del deseo en la que el propio autor aparecía semidesnudo “porque es imposible hablar del deseo estando vestido”.
Ya en la cita de Claudio Coelho elegida para abrir el poemario, “La vejez es un premio que casi nadie celebra”, descubrimos que no estamos ante una ofensa sino ante un homenaje. Efectivamente, vivir es, a veces, un hecho anecdótico, una circunstancia de suerte y en el primer poema que sirve de prefacio al libro Tirso nos lleva ante la denuncia, la vejez “apesta a jóvenes ingratos”. Y resulta que estamos ante leitmotiv de la obra, que no es más que un agradecimiento a los mayores y a sus mayores.
La primera parte, Kanreki, está llena de referencias al tiempo que se esfuma. Aclara su autor que Kanreki es una fiesta en la que los japoneses al cumplir sesenta años celebran el final de un ciclo y el comienzo de otro y para ello visten de color rojo como símbolo de juventud. La agónica vida de un cigarro desvela el paralelismo de la vida que se consume: “El tiempo está en todas partes / el fuego solo es circunstancial”, nos dice el poeta. Es una primera parte llena de historias contadas a través de personajes: Vieja-paisaje, Ancianos-mansión, Anciana-dignidad, La solterona, El viejo terremoto… Tirso Priscilo escoge arquetipos a la vez que crea otros que le sirven para reivindicar la dignidad social de aquellos a quienes se desdeña.
En la segunda parte, titulada La escalera, el autor nos sitúa en el primer peldaño en el que dos poemas sirven de dedicatoria a sus hermanos, pero también sirve como espacio de transición a los poemas más emotivos, las dedicados a madre y padre respectivamente:
“La niña que cuenta su historia ahora es anciana
y tú la escuchas mientras conduces
dice: “Qué túnel tan hermoso
si hay una guerra ven aquí a protegerte”.
En este preciso instante a ti sólo te preocupa
el chaparrón que te cae por dentro”.
Especialmente duro es el poema Silencio, un tratado sobre el pánico a la pérdida de la madre, a la orfandad.
Tirso Priscilo Vallecillos cierra esta parte con Padre, donde aparecen los poemas más descarnados, los más viscerales. Tirso, filólogo de profesión y asesor de formación, es un estudioso de la técnica, un meticuloso escritor que trabaja infatigablemente cada detalle, sin embargo parece dejar a un lado aquí al estudioso para sacar partido a su parte más visceral, más doliente, “No sé si ahora entienden por qué la herida / siempre tiene que estar abierta”. O, “Una noche soñé que tenía a mi padre delante / y sólo me dio tiempo a escribir este poema”.
Aun así, la poesía de Tirso no pierde su esencia, su estilo nos hace reflexionar, no abandona nunca el aforismo que tan brillantemente cultivó en Homo Pokemon y en algunos poemas descubrimos su propia deformación profesional al llevarnos en el poema a través de una especie de descubrimiento guiado que inicia con la invitación a una situación concreta que poco a poco se va desvelando hasta el resultado final del proceso reflexivo. Y es que los poemas de Tirso Priscilo entran por la cabeza para quedarse alojados en un lugar del alma.
Como colofón de este poemario aparecen los dos poemas que forman parte de “Agere gratias”, en la que el poeta ejerce una acción de gracias a los que fueron y ya no están y a quienes siguen siendo.
Y es que como dice Hernández Guerrero en El arte de no envejecer: “El mero traslado físico de las palabras a la mente del lector puede ser una aportación tan exigua, tan escasamente provechosa, como el transporte de un libro de una estantería a otra. Los libros pueden adornar una habitación y las palabras pueden decorar un discurso pero, si no están convertidos en sustancia propia, si no aumentan nuestra capacidad de interpretación de la realidad cotidiana, si no enriquecen nuestros recursos para resolver los problemas de la supervivencia y la potencia de nuestras luces para iluminar los conflictos de la convivencia, pueden llegar a ser, incluso, unos serios obstáculos para el bienestar humano posible”.
Es por ello que estoy convencido de que este libro, de que este poemario, de Tirso Priscilo Vallecillos, es mucho más que un libro; es un acto de justicia, un modo de interpretar la vejez de una forma favorable, una forma de aprender a ser más humanos. Convivan este Viejos con Tirso y disfruten de una vejez saludable que puede comenzar ahora.
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