El músico y poeta portuense, recién distinguido con el Premio Nacional de las Músicas Actuales y con 35 años de viaje artístico en la mochila, convoca a sus más fieles en un directo íntimo y cercano en la Galileo Galilei madrileña.
Esta noche hemos vuelto a salir de ruta por el camino de Javier Ruibal. Un sendero poético que invita más a volar que a caminar. Un universo en su mochila. Con su guitarra como rosa de los vientos y una botellita de agua para aclarar la garganta, por la que parece que no pasa el tiempo, el poeta y músico portuense ha brindado un directo de casi dos horas en la sala Galileo Galilei de Madrid como si estuviera en el salón de casa, íntimo, cercano y relajado, pero poniendo versos en la boca con todo su carisma que nos han vuelto a transportar a territorios a veces tan remotos como los del amor, la esperanza y la utopía, algunos de los símbolos de su imaginario. Como si bastara un ladrillo de su aldea para enseñarnos el mundo, el de Ruibal cabe entre los 15 kilómetros que separan Tarifa de África, pero también entre los más de 7.000 que separan Cádiz de La Habana. Su universo cabe de aquí al espacio exterior, aunque siempre con tiempo para regresar a los paraísos más cercanos. Su música suena a confín, su quejío es flamenco andalusí y sus versos son tan nuestros como son los sueños.
Comienza casi susurrante con Lejos del mar, hablando de patrias, fronteras, y huidas y venidas. Sube el tono para fabular en Sueño que te sueño, ese canto de gratitud que incluye en su último disco de estudio, Quédate conmigo (2013); e invita a subir al escenario al dúo Fetén Fetén, que prácticamente ya le va a acompañar durante toda la noche. Si hace unos días, en la Luz de Gas de Barcelona, Ruibal apostaba por un formato de cámara, en Madrid ha respaldado su actuación con una pareja de músicos extraordinarios. Jorge Arribas y Diego Galaz, capaces de renovar la música popular con los instrumentos más insólitos, no solo han tenido un gran protagonismo en el concierto —interpretando algunas piezas propias—, sino que han hecho posible que muchos de los temas que ha escogido esta noche Ruibal cobren una nueva dimensión, como por ejemplo La flor de Estambul —casi marciana con los silbidos de un serrucho—, Mi pequeño Budha, y ese Cine Macario que ha cerrado oficialmente el directo antes de los bises.
El camino de Ruibal nos ha transportado, como si nada, de nube en nube, agarrados a esa cola de su Ave del paraíso, a pasear por el Malecón con Habana mía; a cruzar el Estrecho con La canción del contrabandista; a la Barcelona de La bella impaciente; a esa De Málaga malagueñito picassiana; al “rincón de los aromas y los baños de azahar” de Guárdame; a recorrer la alameda y el balneario junto a La reina de África; a la Granada de La rosa azul de Alejandría; y a esa mítica Isla Mujeres, donde el músico, el letrista y el hombre han tomado tierra como si cantara un himno de entrada triunfal. En cambio, con esta última parada se ha despedido de su público y, casi como ha entrado, se ha marchado, no sin antes llevarse la ovación cerrada de sus más fieles.
Resulta llamativo que 35 años después de emprender su periplo por el arte, Ruibal haya recibido ahora el Premio Nacional de las Músicas Actuales. Un galardón que le llega cuando ya hace muchos años que se convirtió en un clásico para una inmensa minoría que lo disfruta y le venera como al creador y artista grande que es. En este directo, junto con el de Barcelona de hace unos días, venía de ser recién investido con este reconocimiento y, lo que es más importante, de cumplir-celebrar tres décadas y media sobre las tablas. En su fallo, el jurado ha concedido el Premio a Javier Ruibal por "su excelencia como compositor, cantante y guitarrista", y por el desarrollo "de un lenguaje propio que ha influenciado a artistas de varias generaciones", valorando, igualmente, "la calidad de su larga trayectoria desde la independencia y coherencia artísticas".
Y el caso es que salió Ruibal al escenario de la Galileo, que es casi lo mismo que decir que salió al escenario de su casa, con su gorra y sus andares de vecino de al lado, a pecho descubierto, y sin más alharaca de artista que su guitarra y sus letras. Con la escopeta cargada de futuro y con la humildad y la honestidad de los grandes que no necesitan más reconocimiento que el de mantenerse fieles a sí mismos. Como si pensara que los reconocimientos en este país tuvieran más que ver con los muertos que con los vivos. Como si no importara más que el viaje y seguir ese camino donde no era maldito antes ni bendito ahora. Bendito desobediente, le canta en su elegía a Enrique Morente, que aprovecha, a su vez, para dedicársela a Pedro, portero de la Galileo, “que estará ahora en otro lugar recibiendo a la gente con el mismo ánimo”.
Solo aludió al contexto actual con varios mensajes entre canciones, pero con más sorna que otra cosa, sin querer sentar cátedra ni politizar lo más mínimo su recital. A años luz de aquellos cantautores de la canción protesta (eran tan comunistas… que cantaría El Niño de Elche) o del artisteo que vende su altavoz al mejor carné. “El otro día me crucé en el Metro con Isabel la Católica y como sigamos yendo hacia atrás, cualquier día lo mismo me encuentro a Don Pelayo”, aludió socarrón. También para censurar el fracaso de las prometidas políticas de acogida de refugiados que huyen de la guerra y la miseria en sus países: “Somos un país muy moderno, pero seguimos siendo un fracaso como pueblo de acogida”. Y, por supuesto, para hablar de la coyuntura catalana, abogando por el amor como nexo universal antes que por el conflicto de identidades y territorios. Porque todas sus canciones, de una manera o de otra, hablan de amor. Y por eso quizás todas sus canciones hablan de ti y de mí; y por eso al final cada metáfora, cada melodía y cada lugar recóndito que sale de su cabeza se te clava en la tuya sin irse ya nunca. Tan sueño como delirio, tan sólido como etéreo. Como ese caminante sobre el mar de nubes que cambia el bastón por el infinito mástil de su guitarra y como ese alguien que siempre tiene quien le escriba.