Las aguas son oscuras, silenciosas. La barca parece no moverse. Ninguna señal desvela el horizonte, apenas si alumbra la antorcha que porta su proa. Pero los remos se hunden turbios, abriendo ondas en su cauce. Es el único sonido en esta noche cerrada y sin límites.
Se diría que el tiempo no transcurre, o que acaso su única medida sean los olvidos, que cada vez más, nos van alejando de las costas de la vida.
Lo que recuerdo del lugar de partida es cada vez más brumoso, apenas si retengo mi nombre, Arnold, Arnold… me repito como un eco… No tengo memoria de enfermedad o de las azarosas heridas que me embarcaron en esta lúgubre travesía. Sí quedé impregnado de los olores de la trementina y los barnices, ellos me asoman a un paisaje, como única ventana abierta al pasado. Pinté, obsesivamente, esta isla donde mi alma se había quedado atrapada y agónica, el Cementerio de los Ingleses en Florencia. Los altos cipreses cercados, el dédalo de setos y caminos de tierra húmeda. Las cruces de mármol amontonadas. Ante una de ellas, se detienen mis huellas. La descubro de hojas caídas y aparece la inscripción de tu nombre… ¡María! … Cada pincelada que daba en estos lienzos era como limpiar esa lápida fría alrededor de la cual el mundo desapareció, dejándome aislado en este dolor que traje hasta la muerte. Sólo soy la herida que ahora cruzo. Lo único que queda indeleble son las lágrimas que resbalaban ardientes, ahora igual que cuando cerré los ojos de mi hija… ¡María! …Bajo esta corriente , a veces se me aparece su rostro, aunque fugaz se disuelve en espuma, antes que logre distinguirla claramente…
Las sombras se han ido espesando, la oscuridad no me deja distinguir siquiera, las manos colocadas sobre mi pecho. Antes de que se desmoronen todas las imágenes, las palabras y su sentido, quiero decir que, sin embargo, no me abandona la esperanza. ¿Para qué si no esta barca? ¿Para qué esa antorcha si no es para no perdernos?
El cuadro, que tituló La Isla de los Muertos su marchante, tuvo cinco versiones entre 1880 y 1886. Y lo tuvieron en sus paredes Hitler, Lenin, Freud o Clemenceau.