La suscripción popular libró a sus despojos de alguna de las seis fosas comunes que tenía el cementerio de Fuencarral. Hasta una de sus anónimas bocas le arrastró una tuberculosis, enfermedad que en sí certifica su adscripción romántica, cuando tenía 38 años de edad.
En un semanario costumbrista fechado en 1848, se le describe como “un joven retirado del bullicio, amante de la soledad, lejos de toda concurrencia, aislado por su carácter y sus enfermedades, pobre, olvidado y aun desdeñoso de todo favor, y ajeno en fin á las pandillas y compadrazgos que suelen ser entre nosotros la base de las reputaciones.” El resto del retrato nos lo puede aportar Mesonero Romanos en una sátira que el propio pintor madrileño ilustraría: “La fachada de un romántico debe ser ogiva [sic], piramidal y emblemática” recurriendo más adelante al tópicos de las mejillas lívidas, labios mortecinos, ojos grandes y negros de mirar sombrío.
Lo paradójico es que Alenza satirizó aquello que reflejaba su vida, pintando los célebres cuadritos de Los Románticos, suicidas tan trágicos como famélicos, parecía pintarse a sí mismo, romántico prototípico: viviendo en la miseria, enfermizo, solitario y atormentado.
No es extraño que quien ataca lo moderno de su época acabe siendo lo único moderno al pasar la historia sus páginas, como escribe Antoine Compagnon, “los antimodernos son más contemporáneos y cercanos a nosotros, porque estaban más desengañados”. La adscripción romántica de Alenza no fue una pose estética sino el fracaso íntimo del artista en la sociedad de su tiempo. Más que de Hugo o de las penas del joven Werther, la caústica amargura de Alenza era una herencia emponzoñada de tan vieja, la misma que mató a su contemporáneo Larra, ese mal endémico del que ya supo Quevedo.
Cruzó una época desoladora, que ilustra bien el recorrido de su pintura. De cartelones históricos, que se irían perdiendo, cada vez más patinosos, por dependencias de la administración, a las pequeñas pinturas, como el magistral retrato de Peña, conserje de la Academia, o los suicidas románticos. De los dibujos costumbristas con puntas de ironía, a estos amargos caprichos, bajo la sombra tutelar de Goya, que guarda el Metropolitan de Nueva York. En resumen del academicismo yerto a un romanticismo enfermizo, truncado por el esputo y la tos, como lo fue el nuestro.
Leonardo Alenza cruzó la segunda etapa del absolutismo fernandino, conoció la barbarie de la guerra, la brutalidad de la represión y el cinismo de la censura, la indiferencia y la envidia, curriculum este inexcusable para todo artista español.