La autopista es una serpiente de asfalto que vomita autos, sus ojos brillantes lo descubren cobijado en un túnel… Al fin lo despierta el chorro de luz, le grita un gringo, esta aturdido, no entiende nada. El cerco de la linterna se ensancha, recorre ahora los cartones que cubren su cuerpo, el rostro mugriento que deslumbrado oculta con sus brazos llenos de arañazos de la sarna. Insisten en una pregunta que no entiende. Le deben estar pidiendo papeles. Desde que empezó la gran depresión se habían convertido en rutinarias este tipo de detenciones.
Los rasgos mexicanos eran causa, primero de ser despedido del empleo, luego de la detención por vagancia y tercero de la deportación. Me cazaron en la oscuridad. No entiendo su lengua que suena como pelea de zorros entre los maizales. Ahora soy poco más que una osamenta tirada entre los vivos. Allí las cosas estaban cabronas, no podía ni mantener a mis hijas ni a mi mujer…esa… esa… ¡Ave María de la Inmaculada Concepción!… Perdónanos meros pedazos de carne pecadora… La virgencita no me abandonó en el túnel, es la única que me acompañó… Le desnudaron, le fumigaron, le uniformaron con un número, tomaron sus huellas y le hicieron fotos de frente y de los dos perfiles. En sus ropas piojosas encontraron un contrato de trabajo arrugado: Martin Ramírez González, natural de Tepatitlán. Jalisco. Una equis por firma y el sello de compañía de ferrocarriles estadounidenses estampada en El Paso, a 7 de septiembre de 1925. Se negó a hablar. Lo creyeron mudo y le llevaron a Stockton, el manicomio más antiguo de California.
Allí permaneció hacinado, diez personas por celda y un cubo para los excrementos. Meses más tardes el tribunal médico, lo catalogó como depresivo crónico y esquizofrénico incurable. Rubricaron este informe clínico siete doctores de los cuales ninguno hablaba castellano. Intentó fugarse tres veces, los perros rastrearon su rastro. Nunca logró llegar muy lejos, quizás porque nunca supo a dónde huía. Conoció las celdas de aislamiento, las duchas frías, las inyecciones que lo inmovilizaban, pasó los recuentos a paso de porra y silbato, tres veces al día durante dieciséis años.
Una mañana, atónito, vio por la ventanilla enrejada de la ambulancia, como iba alejándose de aquellos muros oscuros, de aquellas alambradas. Oscurecía cuando lo bajaron en el patio del Hospital Estatal de DeWitt. Edificio especializado en patologías psíquicas incurables, retrasos mentales profundos y tuberculosis terminales. En la galería que le asignaron tenía el último camastro de la fila, junto a una pared. Vuelto hacia ella, regresaban las pesadillas con autopistas sin salida, y trenes que se perdían en túneles negros, como culebras en sus nidos… hasta que bañado en sudor se despertaba, antes que prendieran las lámparas del techo y comenzaran las jornadas rutinarias del encierro: Recuento, limpieza, desayuno…más tarde buscaba un rayo de sol en el que sentarse y se perdía por sus cavilaciones. Tierra dura la que me tocó arar, su pellejo estaba duro como el de un viejo, yo la abría y a la mañana siguiente como que se cicatrizaba de puro seca… Todo el horizonte era aquella tierra seca con apenas matos ralos, cogí malos años de sequia. María Santa Ana me miraba y me decía “¿Qué comeremos Martín?”, y yo miraba al cielo y preguntaba, ¿Qué comeremos virgencita?, y esperaba la lluvia, pero ni una mala nube se asomaba hasta aquellos cerros. Se ve que hasta de Dios andábamos olvidados.
Comenzó a trazar las líneas del arado, con unas cerillas usadas en un trozo de papel. Fue el comienzo. A partir de entonces se pasaba el tiempo, además de buscando colillas, recogiendo material para dibujar: recetas médicas, periódicos, servilletas, todo lo pegaba con los materiales que él podía fabricar, avena mezclada con saliva o hasta con sus propias flemas. Convirtió el hueco entre dos camas en su estudio. Fumaba y dibujaba en cuclillas, incansablemente, hasta que apagaban las luces del pabellón. Aquellos papeles eran la tierra virginal dónde se vaciaba de sí mismo, sus sueños, sus visiones, los rieles de su historia… dibujos que contenían de modo proverbial todo lo callado durante años de reclusión. Yo araba, salía el sol y araba, se iba el sol y araba a tientas, había días en que ni el sol salía de tanto tener los ojos metidos en la tierra. Un gusano parecía uno. Un gusano de su propia hambre. Royendo su propia vida, escarbando una galería hacia su muerte. El sol picaba en la espalda encorvada, como pica la sarna, y los piojos, y las pulgas y chinches, y las ladillas, todos los bichos que uno coge en el túnel por el que se llega aquí.
Por la mañana los encargados de la limpieza barrían todos aquellos papeles, con asco, suponiéndolos contagiados de tuberculosis. Por lo que Martín Ramírez comenzó a ocultarlos bajo la colchoneta o enrollándolos a su cuerpo, tratando de salvar cuanto podía. Día tras día, fue perfeccionando su técnica, algún celador le regalaba lápices, otro betún y papel de embalaje, algunos colores los seguía fabricando con pulpa de frutas. Con aquellos rudimentarios elementos comenzó a tomar forma y movilidad todo un mundo. El de los caminos y largos túneles que cruzaban su vida. Su obsesión llamó la atención de un psiquiatra del centro, Tarmo Pasto, éste mostró sus dibujos a algunos artistas y galeristas cercanos.
Tres años después sus pinturas se colgaban en el Mills College de San Francisco, lugar que ya había celebrado exposiciones de Van Gogh, Picasso, Chagall o Matisse. Su nombre comenzó a escucharse en los cócteles de artistas consagrados, “combina la descripción figurativa con un espacio abstracto”. En las columnas de críticos con firmas prestigiosas, “produce un sentido de profundidad y distancia sin utilizar las convenciones tradicionales de la perspectiva”. En los despachos de galeristas, “sus precios alcanzan un millón de dólares”. En las universidades donde se hacían tesis sobre el “arte psicótico” o “artistas outsiders”. A partir de entonces sus cuadros viajaron por el mundo. Martín Ramírez apenas salió en su vida de los Altos de Jalisco y de dos manicomios en California. A los veintisiete años de estar recluido, recibió la única visita que tuvo, la de un sobrino. Este le preguntó si le encargaba algo para su mujer.
Por primera y última vez desde que lo internaron se le oyó hablar: “Dile a Anita que allá nos vamos a ver, en el Valle de Josafat”. Lugar del Juicio Final. En 1963, a la edad de 67 años, Ramírez murió de un edema pulmonar. Recluido, como había pasado los últimos treinta dos años de su vida. Pude ver de nuevo las lomas, las tuve delante, y los trenes que al alejarse entre humo se hacían de juguete, al pintar me escapaba de este lugar donde viven los muertos, de estas fosas donde la vida nos fue olvidando. Nadie nos trae flores, ni nos reza, ni nos enciende velas, porque ya no somos muertos recientes, nos fuimos pudriendo en la memoria de los otros, cada vez más polvo, cada vez más nada. Una década después, en el V Congreso Mundial de Psiquiatría. Se presentó una ponencia sobre el caso de Ramírez en la que, por primera vez, se puso en duda que hubiera sido realmente un esquizofrénico. El Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía de Madrid expuso su obra en 2010.