Se tapó con el mantón de manila su joroba, se quito sus gruesas gafas y acercó los ojos al espejo, “cambiaría toda mi obra por un poco de belleza”. Cercada por la soledad en el caótico estudio, la pintora contempló entre lágrimas su silueta contrahecha, “expuesta al chiste” como diría Lorca en la bella elegía que le dedicó.
Tras la muerte de su amigo y maestro Juan Gris, quien le enseñó a cimentar sus trazos desde el cubismo, se hundió en la oscuridad, su fervor místico se convirtió en clausura. De todos conocido era que su casa, ahora en Paris como antes en Madrid, estaba siempre de par en par abierta, como refugio de pecadores, siempre sus luces encendidas para tantos náufragos en la cuidad.
Mal vendía sus cuadros con frecuencia para aliviar alguna necesidad, aquellas pinturas en que se fue dejando la vida y que en su país solo merecieron el escarnio. La geometría cubista de las formas se fue enterrando en la inocencia de los cuerpos. Cuadros con algo de ilustración infantil, por su candidez, sus moldeados contornos, en busca más de la comprensión que de la trasgresión: escolares con piel de muñeco, juguetes y golosinas, un color de infancia ajada, de plumier, de cajón de pupitre, y estampita de santo, madonas de mística cotidiana. Una visión ya convaleciente de las vanguardias entonces en boga. Un gran destello fue La Comulgante, lienzo inquietante que comenzaría y abandonaría en 1914, para retomarlo y presentarlo siete años después en París, dónde la crítica celebró: “Constituye un éxito casi escandaloso, no hay crítico de arte que no celebre en términos entusiastas esta revelación..”
La pintora cántabra que fue alumna de Anglada Camarasa, que asistiera a la cripta del Pombo con su amigo Gómez de la Serna, que compartió piso parisino con el muralista mejicano Rivera, que contó con los consejos de Picasso, quien intentó inculcarle el valor material de su obra para que pudiera vivir de ella, a la que visitaba Paul Claudel, la admiraban André Lothe o Jacques Lipchitz y recibía el aplauso de todos en el París de los ismos… Una década después está a oscuras en un frio estudio cualquiera en el que se ha refugiado, en un grave abandono físico, siempre con la misma ropa astrosa, intentado escapar de la más abismal de las depresiones, agarrándose al clavo ardiente de su fe.
Tú sabes que no oculto el rostro al mundo que me hiere, que acepto los atributos de mi martirio: las carcajadas insolentes, la caricatura punzante, el corazón sediento a una caricia, la incomprensión siempre. Tú sabes, que cada lienzo fue para mi paño de Verónica donde el rostro de la belleza dolorosamente asoma. He cargado con esta cruz que soy yo misma. Una cruz ridícula, en la que estuve clavada a esta sombra grotesca, que sólo cuando me ilumina tu amor se hace hermosa.
Deja de esta última época dos bodegones llenos de fuerza, trazo enérgico de colores tierra y sangre, escarbados en todos los ocres de la pintura española y los combina con blanco purísimo. De aquellos recipientes cubistas brotó al final de su vida la gran pintura viva, donde un cuchillo corta la mirada en dos, la sombra y la luz disputándose la memoria de quien contempla. El alma de la pintura al fin, libre y poderosa, afluyendo a la tradición del arte.
Los árboles abrían sus hojas nuevas a la primavera, en el cementerio parisino de Bagneux, un grupo de familiares y amigos colocan una corona sobre su tumba. Sellada con dos fechas 1881–1932. Detrás de ellos, vagabundos e indigentes a los que María siempre había auxiliado, se persignan. Sus últimas palabras fueron: “Si vivo voy a pintar muchas flores".