Imagino, en otra realidad, cómo vería la nueva película de El Joker más allá del hype. Sospecho que me hubiera fascinado. Esa Gotham decrépita e infernal para las clases populares (como en los mejores títulos de la colección), esa historia llevada desde lo particular hasta lo global, esa casi ausencia de humor, esa conversión lógica de su protagonista, demasiadas cosas bien hechas para permanecer indemne.
No las tenía todas conmigo. Para mí, hasta la fecha, el mejor Joker era el de Heath Ledger, esa encarnación del mal que un día te convencía de uno de sus orígenes, otro día te comentaba otro y el tercer día te decía uno diferente, y a final comprendías que la maldad es inherente al ser humano y el Joker representaba precisamente eso. La maldad existe, es irrefrenable y a sus aposentos se llega desde múltiples caminos.
El Joker de Todd Phillips y de un excepcional Joaquin Phoenix, sin embargo, propone una génesis del personaje donde el cóctel entre pasado traumático, enfermedad mental e injusticia social se rebela como desencadenante del personaje. Y lo hacen gestionan a paso lento, en una suerte de realismo sucio muy alejado del universo superheróico. Si el Guasón de Ledger existía porque sí, este es indisociable de su contexto.
Y al contexto vamos, porque será éste el que explique el calado de la película. Lo que podría ser una historia personal con tintes apocalípticos es, a día de hoy, una constatación del neoliberalismo imperante. Vivimos en el vía crucis de Arthur Fleck todas las inclemencias de los tiempos que corren, y probablemente de los que vendrán: la ausencia de empatía por el prójimo (que el mismo Arthur reclama en varios momentos de la película), el lastre de la soledad, el abandono de los más desfavorecidos, la espectacularización de las miserias (en forma de late night con un Robert de Niro en un papel que le viene como anillo al dedo), la burocratización de los sentimientos, el autodesignado papel de salvadores por parte de los políticos de turno, la violencia como modus operandis.
Prácticamente no hay trauma por el que pase Arthur que nosotros no hayamos vivido en nuestras carnes o en las del vecino. Por eso le comprendemos, como la muchedumbre que sigue su estela ataviados con máscaras que más que ocultar una identidad, revelan el descontento. Comprendemos su soledad, comprendemos la injusticia, comprendemos su miedo, su abandono, su dolor. Y lo comprendemos porque se han encargado de mimetizarnos durante casi noventa minutos de metraje.
Y en esa sed de venganza, en ese tumulto desorganizado, es donde se revela -y rebela- la lectura política de la cinta. Construye un populismo tenebroso, feroz, incontenible. Mientras que el Bane de Nolan ansiaba subvertir el orden establecido e imponiendo un nuevo estado de las cosas, el Joker lo lleva hasta la anarquía y la violencia. Bane podía ser 15M, el Joker es la clase obrera que terminó votando a Trump.
El fascinante decorado de Gotham no es más que un retrato barroco y exhibicionista de nuestras megalópolis, que ya no son un hogar sino una selva donde solo sobrevive el más fuerte. Nuestra caricatura, en cambio, es la de un pobre diablo que baila sobre el capó de un coche. Y aunque lo sentimos como un vals, bailamos con el demonio a la luz de la luna.
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