En el nombre del padre

Ana Morales, una de las bailaora más sugerentes y atrevidas del presente y del futuro de la danza, invita a una profunda regresión en 'Sin permiso', un poema que ahonda en la pérdida y en los recuerdos con una redondez con poca comparación en la escena actual

Ana Morales y Juan José Amador, en una escena de 'Sin permiso'. FOTOS: MANU GARCÍA

Sin permiso (canciones para el silencio) te deja sin palabras. Exhausto y conmocionado por un poema que fondea en la pérdida irreparable. Una sacudida de hora y veinte minutos con una redondez con escaso parangón en la danza actual. Una sesión hipnótica en la que al salir del flashback al que nos induce Ana Morales tenemos la sensación de haber vuelto al presente tras una profunda regresión. Volvemos de un intenso viaje por las habitaciones de la memoria, por lo más profundo de un alma que se desnuda sin pudor en escena. Ha sido una magnética bailaora-bailarina, nacida en Barcelona pero con raíces andaluzas, una de las más sugerentes y atrevidas de la escena actual, la que, en clave introspectiva, ha construido una arquitectura de sueños, recuerdos, miedos, llagas, venas abiertas, sometimiento, nostalgia, empoderamiento, viento y sangre, que nos deja boquiabiertos.

Su ambigüedad es parte de su encanto, como lo es su atmósfera inquietante, onírica. Y al final, es inevitable caer rendido en esta tela de araña. Esa red que teje con paciencia, con precisión cirujana, mientras se coloca con resistencia su bata de cola o deja en ropa interior a su pareja de baile, José Manuel Álvarez, para enfundarse con decisión su traje de chaqueta y bailar una seguiriya como acorralada, repleta de matices y contratiempos. Silencios que angustian. Y cómo baila Ana. Y cuánto. Valiente y sincera. Empieza recordando Juan José Amador —una vez más, excelente— a una Serneta espectral. La piedra que al cabo de mucho tiempo su centro vino a encontrar. Ya nos advierte. En una escena iluminada entre el tenebrismo de Caravaggio y un alucinado Lynch, Ana al desnudo.

Morales y 'Cano', en pleno espectáculo. FOTO: MANU GARCÍA

Rescatando, dice, unas memorias de su padre fallecido, pero rescatándose a sí misma, burlándose de sus demonios al son de una rumbera negra Tomasa y lamiendo sus heridas para que respiren y cicatricen. Parece en ese primer cuarto de hora que a la cosa le sobra performance y eso nos impacienta. Pero es la forma de penetrar en nuestra consciencia, de ir haciéndonos suyo con un trabajo largamente pensado y madurado en diferentes residencias artísticas nacionales e internacionales, entre ellas en el propio Festival de Jerez. Ayuda el mantra electrónico de Daniel Suárez, que es gota china en muchos momentos de la función. Nunca chirría, nunca sobra, aunque pudiera parecerlo. Síndrome de Estocolmo.

En el nombre del padre
Ana Morales en un momento de su espectáculo 'Sin Permiso', en la pasada edición del Festival de Jerez. FOTO: MANU GARCÍA
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Ana Morales en 'Sin permiso', en el pasado Festival de Jerez. FOTO: MANU GARCÍA

Cómo hiere Amador por serrana, acompañándose a sí mismo al toque, y qué baile masticado lentamente con esta danzaora que antes ha mantenido un tenso diálogo corporal con la guitarra de Juan Antonio Suárez ‘Cano’, siempre provocándonos y ofreciendo otras texturas. Hay persecución, hay entrega, hay aflicción y sensualidad entre Morales y Álvarez, bajo la petenera en camino del cantaor sevillano. Hay un trabajo físico portentoso y hay una puesta en escena inteligente que es parca en recursos, pero abundante en discurso. La luz marca los climas sobre un fondo de atlas de la memoria, de isla mínima. El heteropatriarcado juega al fútbol con su bata de lunares, mientras ella rememora en un rincón la banda sonora de aquella Andalucía soñada, la que sonaba en las casetes de Lole y Manuel que su padre le enseñó a amar. Amador, más Manuel que Juan José, susurrante, punzante, entona Y tu mirá. En cuclillas, hay veces que Ana le escucha atenta. Otras, baila sola por sevillanas.

El cantaor y el bailaor se transfiguran a veces como en dos visiones del mismo progenitor en dos espacio-tiempo diferentes. Ella en el centro. Rodeada por dos sombras, dos recuerdos borrosos. En vez de en mi almohada, lloraré sobre mi tumba… Susurra ese Luz de luna de Chavela la garganta quebrada de Amador. Enfundándose el simbólico abrigo del padre y resonando la karimba como una salida del trance. Hora y veinte minutos más tarde, que pueden no ser nada o ser toda una vida, Ana Morales, caminando por un desfiladero, por sus propios abismos que ya son nuestros, nos hace salir de este laberinto de emociones. Ahora vais a despertar, nos invita con su cuerpo. En el aire, los versos de Julio Mariscal, si sé que vivo es porque te recuerdo. O porque te bailo. Y con un chasquido de dedos nos devuelve a la realidad. O no.

Compañía Ana Morales.

'Sin permiso. Canciones para el silencio'. (*****)

Dirección escénica y artística: Ana Morales, Guillermo Weickert. Coreografía: Ana Morales y José Manuel Álvarez. Colaboración coreográfica: David Coria. Baile: Ana Morales y José Manuel Álvarez. Cante: Juan José Amador. Guitarra: José Antonio Suárez ‘Cano’. Batería y música electrónica: Daniel Suárez. Regidor: Jorge Limosnita. Creador Sonido y técnico: Kike Seco. Creación de Luces: Olga García. Colaboración: Michio Woirgart, Sabio e Ivan Bavcevic. Escenografía: Francisco Munzón. Día: 1 de marzo de 2019. Lugar: Teatro Villamarta. Aforo: Lleno.