La matria en la Antigüedad aludía a la tierra de nacimiento y sentimiento. Una alcoba propia donde construimos sangre e identidad, pero también una casa de espíritus donde algunos, hombres casi siempre, no dejan que muera lo viejo para que nazca lo nuevo. España en muchos puntos de Latinoamérica sigue siendo la madre-patria. Y puede que matria, como una madre, no haya más que una. Una Argónida, un Macondo, Comala... un sitio al que regresar. Esta propuesta que ha brotado en el escenario del Villamarta, en la quinta jornada de este extraño 25 Festival de Jerez entre mascarillas y aplausos a media entrada, simboliza y reflexiona en torno a una matria que se mece entre la valleinclanesca En España se premia todo lo malo y la machadiana Lo mejor de España es su pueblo. La primera, con marchas y bajo palio; la segunda, con fiestera exuberancia. Pero al final es esa la que tenemos y, aunque a veces pareciera romperse, aunque a veces nos decepcione, acabamos rendidos a sus encantos.
Del pregón del miedo —de plena actualidad— a la charanga y la pandereta; del arranque trillero repleto de memoria y evidentes sombras de la historia reciente de España al éxtasis en la fiesta por mariana y tangos de Triana, una forma como otra cualquiera de exorcizar los demonios. Entre medias, una estampa cañí con clarines al fondo, una música a veces perturbadora, una ciénaga repleta de claroscuros que devuelven reflejos cóncavos y convexos. Unos bailaores que parecen romperse o que se baten cuerpo a cuerpo, en duelo a garrotazos. Una ronda de fandangos cipotudos, haciendo necesaria autocrítica. Con tensión en los pasos a dos, con agitación en los números corales. Una siniestra bata de cola con piernas que impiden avanzar, como un bicho sacado de la alucinada mente de Cronenberg. Unas cantiñas que transforman en clavel blanco a la bailaora, como hecha de espuma de mar. Una sucesión de inagotables recursos que nos hacen pedir más, y sedientos queremos beber de esa bota inagotable de la que beben los artistas de la función.
Y como colofón a todo esto, por si fuera poco, como síntesis de esta hora y media de sacudida, de derroche escénico, los dos fandangos que rematan y sirven de cordón umbilical entre lo que vemos y el concepto del espectáculo, plagado de referencias metatextuales, de simbología que nos exige a cada fundido a negro. A solas en el proscenio, Lagos canta a Coria una adaptación de una vieja letra de los años 30, en la que, acorde al sentido del mensaje final, pone a la manera unamuniana “madre” donde antes decía “padre”: “Tiene el tesoro mayor, todo aquel al que le vive su mare, yo como tengo a la mía, reina en mi corazón tó los días la alegría”.
El sevillano David Coria, que ya había dado muestras de su talento y personalidad con sus anteriores montajes con compañía propia, parece haber encontrado en otro David, de apellido Lagos, la horma que hace que sus botas encajen como un guante y su ingenio crezca. Unos pies para seguir caminando con pasos de gigante hacia el firmamento de la danza española. Y una cabeza para descorchar ideas brillantes a partir de una necesaria renovadora visión, una habitación propia, de lo que ha ido aprendiendo cerca de otros maestros contemporáneos como Estévez y Paños o Rocío Molina —sus sombras son alargadas en la obra—.
Una estética con ética a partir de hacer fácil lo casi imposible, y una carga social y política en sus montajes que no cae en lo panfletario. Porque tan dura es en este trabajo la crítica directa a la España deforme, esperpéntica y marcadamente machista y patriarcal como contagioso y luminoso el reverso alegre y festivo que exhibe pensando y bailando un país donde el flamenco es una de sus más valoradas y apreciadas señas de identidad en el exterior.
Por otra parte, la conexión del bailaor sevillano con el cantaor jerezano no es en absoluto de extrañar, si tenemos en cuenta que Lagos es uno de esos actores que, protagonista o secundario, siempre hacen grande cualquier guion, capaces de registros al alcance de muy pocos y de adaptarse a las exigencias de los más caprichosos directores —después de tantos años a la vera del enfant terrible Galván andará curado de espanto, en el buen sentido—. Destacar en este montaje alguno de sus cantes sería quedarse cortos porque el propio montaje parte de su último disco, Hodierno, una suerte de ruido y furia posmoderna con raíz de flamenco mineral donde también es primordial el aporte electrónico de Artomático (alias de Daniel M. Pantiga), el saxo de Juan Jiménez y, por descontado, la orquesta en las seis cuerdas de su hermano Alfredo Lagos, siempre metrónomo exacto, masterchef del toque.
Brilla y vibra el cante en la soleá apolá, en la malagueña chaconiana o en los loops de la mariana, pero es que es falso: no es solo su voz. Es su presencia, su ausencia, su movimiento felino y cómo fija con la mirada y sus ecos a los bailaores, cuerpo de baile que parece a veces a sus órdenes, otras a las de los pies de Coria, y otras, figuras anárquicas que gozan o agonizan en el ruedo ibérico. En todo caso, Flor Oz, Paula Comitre, Marta Gálvez y Rafael Ramírez también merecen mención, con esos rostros cubiertos con velo blanco, muy Magritte, o ese temblor de la fiesta de pintura negra que escenifican sin caer en manidos clichés. Nos lleva a las cinco de la tarde sin el recurso fácil de Lorca; habla de la guerra cultural, de las tres culturas, con solo el saxo de Jiménez y el juego en una tierra de labor o en una albufera (¿llueve agua, arena o grano?). Porque si los creadores de ¡Fandango! aseguran que este trabajo reflexiona sobre los tópicos patrios, sus lugares escénicos, dancísticos, musicales y teatrales no pueden ser menos comunes para escenificarlos.
Tanto es así que la previsible patria, cuyo himno nacional tararean brazo en alto, la convierten en matria donde generosamente acaba aflorando la fiesta colectiva de taberna o patio de vecinos, el sentimiento de comunidad, y la postal final que homenajea el amor puro a la madre. Un territorio donde hay muchos instantes en los que lo de menos son los protagonistas. Lo mejor es el todo. Lo mejor de España es el pueblo. Bajo la escenografía desnuda, solo el movimiento, la música envolvente (también la electrónica con sus clímax inquietantes), las letras de Lagos y la magia del diseño de luces de Gloria Montesinos —aplauso con letras de neón— construyen un hondo universo simbólico pintado por David Coria, a modo de sketches of Spain, que te agarra sin tregua. Que te mete en esa trinchera infinita que a veces parece España o que te embriaga por su forma de vivir y sentir.