La galaxia de Rayuela, ahora que se cumplen 60 años de su publicación, para ordenar el cosmos: "Andábamos sin buscarnos pero sabiendo que andábamos para encontrarnos". Cuerpos celestes que orbitan en torno a la poderosísima fuente de radiación que es el cuerpo en llamas de Paula Comitre, un bello sol de dentro a afuera. La piel del pandero es el sol y es la luna. Las dos bailaoras-bailarinas son placas tectónicas que entrechocan, renacen, se recomponen, reptan anfibias, rompen los órdenes y cánones establecidos. En el principio fue el caos.
El incesante aleteo del abanico negro es un insecto que revoletea por todo el territorio del escenario. Ese inicio me ha recordado a aquel episodio metafísico tan famoso de Breaking bad —muchos dejaron a partir de aquí de ver la serie— en el que una mosca servía de alegoría para simbolizar todos esos pensamientos que atormentaban a los personajes de la trama. La luz cruda de quirófano ilumina el telón que ordena la escena. En el espacio vacío de la tabla aparecen dos partículas bailaoras, positiva y negativa, que como en la física cuántica, parecen destruirse si se tocan.
La teoría bailaora del todo que despliega la sevillana Paula Comitre remite a la Ley de Lavoisier: su energía no se crea, ni se destruye, no tiene principio, ni tiene final, por lo que aspira a ser eterna. Y la bailaora no llega a los 30 y ha abierto al flamenco la Academia de las Bellas Artes de Francia, donde tiene residencia hasta junio. Poca broma.
En la todopoderosa luz que irradia este astro reina de la nueva danza flamenca, todo es color, carne, tierra y sangre en la colombiana, en los tangos trianeros de Vallejo y el Titi, y en los verdiales… rotos de súbito cuando cae la bata de cola del cielo y todo se torna oscuro. Todo el elenco guiado por un faro y su poderoso haz de luz en mitad de la negrura del cosmos.
En el agujero negro del montaje, la vidalita marchenera es aciaga y la petenera se vuelve nihilista en el remate con esa declamación frenética de los versos de Milanés: “La vida no vale nada…”. Pero ya recordaba Nietzsche que el nihilista prefiere creer en la nada a no creer en nada. Tanto parece que cree la sevillana Paula Comitre, tanta fe pone en su meteórica carrera, en ese tortuoso camino de la artista que ahora empieza a transitar a la velocidad de la luz, que lo hace con un lenguaje dancístico propio, insólitamente depurado para tan corto bagaje, con un estilo fresco y descarado como no recordábamos, pero con un reguero de influencias que son evidentes y que claramente exhibe orgullosa y agradecida.
De hecho, una de las cosas que más me han llamado la atención de Alegorías (El límite y sus mapas), que ha presentado en el 27 Festival de Jerez, tras su estreno en París y su paso por la Bienal de Sevilla, está en su programa de mano. Visión externa: David Coria. No es casual que la bailaora y coreógrafa haya querido encomendar ese encargo a uno de sus maestros y que, además, se refleje en los créditos. Su primer espectáculo propio de gran formato hay que sobrevolarlo, verlo desde fuera con cierto desapego antes de caer rendido en esta telaraña conceptual repleta de emociones y desgarros.
Una vista aérea que acaso permita descifrar de forma panorámica este Big-Bang —esa Gran Explosión que teóricamente fue principio del universo— que allí acontece. Porque una vez que entras en ese magma es difícil salir, aunque ni entiendas ni quieras entender qué nos dice exactamente esa sucesión de movimientos orgánicos, de silencios cuánticos, de curvas y zapateados estratosféricos.
Un mapa mudo de geografía bailaora lleno de descubrimientos, donde alguien tiene que dar perspectiva a cómo es posible lo imposible en el cuerpo de la barcelonesa Lorena Nogal, o a cómo un cantaor de Utrera puede ser el mismísimo Louis Armstrong, cantar por seguiriyas con una voz de dos siglos, y conectar el cruce de caminos mestizo en las idas y en las vueltas que es lo flamenco.
Alguien debe desentrañar el misterio de esa energía que libera Comitre cuando dialoga con la percusión, con la guitarra, o con el murmurar del cantaor cruzando ese territorio ora hostil, ora cálido de la escena.
Un espectáculo cosmogónico donde al caos siempre le sucede el orden, y viceversa, y donde esta bailaora maravilla, capaz de llegar a todo, sobrepasa sus propios límites y lograr salir indemne… o eso parece. Y, feliz, uno se suma a la ovación final con la gozosa sensación de que lo mejor de Paula Comitre es lo que aún está por llegar.