Por empezar este periplo por algo relativamente cercano: la barrera militar más larga del mundo está en el Sáhara Occidental. El llamado muro marroquí —berma sahariana— mide más que la distancia que separa Jerez de Bruselas, 2.200 kilómetros. El eruv, un enclave religioso que suele conformarse atando un alambre entre varios postes, sirve para burlar las restricciones que impone el sabbat judío. Para ese día en el que la ortodoxia exige no cargar con nada —ni un cochecito de bebé, ni un libro—, se han ido expandiendo eruvim por todo el mundo —Boston al completo o una pequeña parcela ante una casa de Israel—. Uno de los ejemplos más curiosos está en Sídney, en Bondi Beach, hedonismo de sol y surf navegando con este resquicio frente a los dogmas religiosos.
En Christiania, en cambio, que está más al norte, en el centro mismo de Copenhague (Dinamarca) hay un lema: “Todo el mundo es libre de hacer lo que le plazca mientras no afecte a la libertad de otros de hacer lo que les plazca”. Y les va bien. Son un millar de habitantes en este microestado que enfila ya el medio siglo de vida y que cuenta con moneda propia, leyes, gobierno y unos valores que le convierten en el “experimento urbano más completo de organización libertaria y cooperativa del planeta”.
Hay un piso en el que residen 438 empresas fantasma en Edimburgo, hay un nuevo Ártico que estaba oculto desde hace cientos de miles de años, hay calles-trampa en los mapas para evitar el plagio en las cartografías, hay dos zonas del mundo donde no entra Street View de Google: Hidden Hills (la colina de los muchimillonarios en California) y las chabolas de Wanathamulla, un distrito de Colombo, la capital comercial de Sri Lanka, en el Índico. Hay mundos virtuales que vivir en Second Life y la llamada ciudad de la basura en El Cairo que arroja una tremenda paradoja que nos rompe esquemas y prejuicios.
Hay, en suma, 38 viajes (algunos más, en realidad) a sitios ignotos que se revelan ideales para ser descubiertos en un verano de turismo interior y de salir a la vuelta de la esquina por la maldita pandemia. El comandante de esta expedición es Alastair Bonnett, un geógrafo social nacido en Epping (Reino Unido) que escribía poemas de niño y que temía que las ciudades se tragaran la belleza de los pueblos. Un profesor y escritor (muy divulgativo y cargado de ese irónico sentido del humor británico) que ha acabado dando clases en la Universidad de Newcaste y firmando libros tan magnéticos y sorprendentes (e inquietante a veces) como este Lugares sin mapa.
Christiania, en Copenhague. FOTO: PascalCDP
Esta antítesis de la guía Lonely Planet es en realidad la continuación de Fuera del mapa, ambos editados en España por la exquisita Blackie Books, pero (creo) más bestia que el primero, más imposible de creer en alguna de sus páginas. Pero jura Bonnett que aunque haya microislas, estaciones submarinas y marcadores nucleares que jamás detectarán las cámaras de Google Earth, todo lo que cuenta en estas páginas es real y visitable, aunque esté perdido en alguna parte de un mundo mucho más inabarcable de lo que las nuevas tecnologías (y las aerolíneas de bajo coste) nos habían hecho creer.
Acostumbrados como estábamos a pensar que habíamos llegado al fin del mundo con viajes cada vez más extensos y exóticos —qué caro sale un selfie en Vietnam o en las Maldívas, pensarán algunos—, la pandemia global del coronavirus nos ha puesto los pies en el suelo y nos ha hecho que redescubramos lo que teníamos ante nuestras narices. Y, al tiempo, ahora nos conformamos (y nos entusiasma) con volar con las alas que nos presta Alastair Bonnet en esta nueva entrega de estos destinos antiturísticos haya o no haya tiempos de covid.
Lugares sin mapa. Alastair Bonnett (Blackie Books, 2019). 252 páginas. 21 euros.
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