“Hay un lugar ante el que debemos detenernos, resignarnos a una sublime incomprensión y a un respetuoso silencio; y ese lugar es el mundo de las ideas. Porque el mundo de las ideas es la única realidad en este remolino de alucinaciones y espectros llamado mundo real (...)”. En un remoto barrio de Burdeos, en una taberna lúgubre y junto a un circo repleto de trabajadores, mendigos y soldados negros de las tropas coloniales, con apenas las luces tímidas de las lámparas ardientes de carburo, Ivo Andric va al encuentro de un fantasma.
El Nobel de Literatura bosnio viaja a la ciudad en la que el pintor exiliado consumió sus últimos días. Un viejo anciano encorvado, con un abrigo “de corte anticuado”, bastón en mano y un gran sombrero en la cabeza, sin aspavientos, advirtiendo previamente a su interlocutor de su poca elocuencia, acaba de esfumarse después de narrarle lo que aun hoy, doscientos años después, siguen contando sus cuadros. Lo sublime y lo terrible. Esbozando, si acaso, todo lo mucho que se le pasaba por la cabeza, su forma de entender la vida y el arte, como si acaso no hubieran sido ambas cosas para él lo mismo. Leer a Andric es leer a Francisco de Goya, aunque sea en una conversación en 1935 que solo tuvo lugar en la cabeza del escritor y revolucionario de la vieja Yugoslavia.
Coincidiendo con la conmemoración de los 200 años del Museo del Prado, Acantilado acaba de publicar Goya, en una cuidada edición con traducción del serbio de Miguel Rodríguez y una colección como apéndice con las treinta reproducciones de obras del pintor aragonés que alberga el Prado. Especial interés suscitan, a modo de coincidencia a la que no se alude, viajar al submundo de las llamadas pinturas negras del genio aragonés, que en este 2020 también cumplen dos siglos desde su creación original en la Quinta del Sordo, la finca —que ya tenía ese nombre con su anterior propietario— en la que junto al puente de Segovia estuvo Goya recluido, enfermo y huraño, antes de su exilio francés. Allí se dedicó a decorar los muros de la casa con catorce obras murales entre alucinadas, espeluznantes y clarividentes, muchas de las cuales han pasado a la historia como evocadoras radiografías de la íntima gangrena del alma española (véase Duelo a garrotazos o Saturno devorando a su hijo).
Las reflexiones que Andric pone en boca de Goya sobre la condición y la naturaleza humana, el mundo de las ideas, las formas de ser y estar en la creación artística, la soledad del personaje en el retrato, forman parte de la segunda parte de un libro que se inaugura con una intensa biografía del pintor de Fuendetodos. Un itinerario vital y artístico donde se exhiben las contradicciones internas del artista, sus inclinaciones más mundanas, su afición por el toreo —quiso ser torero ‘don Francisco, el de los toros’—, su vida en Roma, su temporada de reposo en Sanlúcar de Barrameda a costa de la Duquesa de Alba, o su derrota cuando debe abandonar, en 1795, la Academia de San Fernando porque para entonces ya estaba completamente sordo, “Las interjecciones con que el torero provoca al toro en el ruedo, ¡je, toro, je! Todo eso había muerto para Goya, sordo a una edad muy temprana. Cuando después de su larga convalecencia en Sanlúcar regresó a Madrid, continuó haciendo retratos para la Corte. Nada sería igual.
La enfermedad lo aislaría de tal manera que su foco ya estaba en los temas oscuros, en los desheredados, en pintar voz a los mudos de la sociedad. Ahí emergieron los Caprichos, algunos de los cuales también se reproducen en esta cuidada edición del trabajo de Andric. Y luego llegarían Los desastres de la Guerra, siempre tan vigentes. Su afrancesamiento y el fallido regreso del hijo pródigo a la Corte cuando ya estaba en caída libre al fondo mismo de sus abismos.
Entre todas las anécdotas, reales o ficticias, que recoge el escritor bosnio hay una muy ilustrativa de lo que simbolizó el genio. Un día escuchó a Rosarito, hija de Leocadia y puede que suya, hablar con un niño que acababa de empezar el colegio y fanfarroneaba de lo mucho que había aprendido ante la pequeña, de apenas cinco años. “¿Sabes quién creo a las personas?”, preguntó el niño. “¿A la gente? Claro que lo sé: el tío Francisco, replicó señalando los retratos del taller de Goya. El niño balbuceó: “Dios… Dios los creó”. La niña le mostraba los retratos y repetía victoriosa: “El tío Francisco, el tío Francisco”. “(...) Y si no hubiera ideas —confiesa Goya a Andric—, si yo no hubiera dispuesto de mis pensamientos, que creaban y sostenían la figura en la que estaba trabajando, todo se habría desmoronada y hundido en la nada de la que todo procede, más mísero que la pintura agrietada y deslucida, y que el lienzo vacío”.
Goya. Ivo Andric. Acantilado. 2019. 96 páginas. 14 euros.