De Granada al siglo XXI, García Lorca o el flamenco: descifradas las claves del 'Romance de la guardia civil'

'Federico García Lorca o la concepción moderna del flamenco', de Manuel Bernal Romero, realiza un detallado estudio de las aportaciones del poeta granadino al flamenco

Manuel Bernal Romero, junto a Manuel Curao, en la presentación de 'Federico García Lorca o la concepción moderna del flamenco'.
Manuel Bernal Romero, junto a Manuel Curao, en la presentación de 'Federico García Lorca o la concepción moderna del flamenco'.

1922 fue sin duda el año que el flamenco, o el cante gitano o cante jondo, que era realmente como entonces se llamaba, adquirió una nueva dimensión, si no en lo artístico, que esa es otra cuestión, en lo intelectual, en lo literario: el Concurso de Cante Jondo de Granada significó justamente para el flamenco pasar de ser denostado por los intelectuales, por los escritores y pintores, a convertirse para muchos de ellos en un referente artístico. Y esa es sin duda la aportación más importante de aquel certamen que, aunque fue muy cuestionado en su momento, ha llegado hasta el siglo XXI como un referente esencial de lo que habría de ser el flamenco.

En aquel certamen, que se dijo que se había organizado más para la intelectualidad que para las clases populares, hubo –además de Manuel de Falla y otras personas notables- dos jóvenes que harían de altavoz para cuanto habría de pasar en la plaza del Aljibe de Granada: Federico García Lorca y Edgar Neville. El libro Federico García Lorca o la concepción moderna del flamenco (Editorial Verbum) abunda sobre todo en la figura del primero, sin que eso deba quitar mérito a su buen amigo Edgardo, que no solo escribiría ensayos sobre el mismo, sino que también dejaría para la posteridad el fabuloso documental Misterio y duende del flamenco, que tal como Federico, seguiría los viejos planteamientos del concurso granadino, aunque cuando lo dirigió, usara el nombre de “flamenco”, que en el veintidós, no era del gusto ni de Falla ni de ninguno de ellos. En ese año, flamenco era lo malo, las interpretaciones que no se hacían por derecho, aquellas que habían ido maleando con la profesionalización y con las “operas flamencas”, que por entonces llenaban teatros y plazas de toros.

Portada del libro, de Miguel Parra.
Portada del libro, de Miguel Parra.

El festival de Granada vino para intentar poner un poco de orden en todo aquello, para restablecer el flamenco a su sitio, suponiendo dos cosas que ciertamente serían erróneas. La primera que el cante jondo era una música popular y la segunda que el buen cante y el buen baile estaba en las gañanías, en las fraguas, en… en aquellos intérpretes que no se habían “dulcificado” al convertirlo en profesión.

Fuera eso verdad o no, lo cierto es que todo aquello sirvió para que Federico, que apenas tenía veintitrés años, y que no conocía más cante en directo que el que le cantaban sus tatas gitanas cuando era un niño, aportaría a esta manifestación artística una concepción que en ese momento era impensable. Y ese recorrido es el que hace este libro de Manuel Bernal Romero: Federico García Lorca o la concepción moderna del flamenco.

Federico o el respeto para el flamenco

Con su primera conferencia, muy de la mano del gran músico que ya era Manuel de Falla y bajo el título de Primitivo Canto Andaluz, Federico bordeaba todas las formas de llamar a este arte y en las que nunca se pusieron de acuerdo los organizadores del concurso de Granada. Lorca escribió también un poemario excepcional, de difícil lectura flamencamente hablando, pero que se llamó Poema del cante jondo, y que al publicarlo diez años más tarde, dedicó al cantaor Manuel Torre, el Niño de Jerez, que habría de convertirse para él en su gran cantaor de cabecera, en el tronco de faraón, en el portador de los sonidos negros del cante, del duende, como después lo llamaríamos casi todos. A ese poemario seguiría quizás la obra poética más conocida y más interpretada de Federico: el Romancero gitano, o el romancero andaluz, que sería quizás el nombre que hubiera querido ponerle un poeta que identificaba “gitano” con “andaluz”, una obra que incluso antes de ser publicada, estuvo en boca de las recitadoras que llevaban el cante, la copla y la poesía al mundo de los escenarios. Una de las últimas quizás fuera Lola Flores, que siguió haciéndolo incluso en los últimos años de su vida.

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Juan Murube e Ismael de Begoña, cante y toque, respectivamente.

Pero Federico siguió insistiendo: había entendido la dimensión universal del flamenco. Y había entendido también –a pesar de las reticencias- que el llevarlo a los escenarios, el hacerlo materia de conferencias, en divulgar todo lo que había aprendido y comprendido del flamenco por el mundo, era la única manera de hacerlo vivir, de darle el sitio que había de tener, que no debía ser solo de lupanares, prostíbulos, gañanías y fiestas de señoritos, para convertirse en bandera de expresión del sufrimiento de un pueblo o de unas personas, que ese realmente había sido posiblemente su gran aprendizaje a partir de los textos de aquel periodista anarquista y amigos de gitanos y gente “poco respetable” (y entiendan el adjetivo sin valor negativo) que había sido Guillermo Núñez del Prado, que casi veinte años antes había publicado el libro de retratos flamencos: Cantaores andaluces, historias y tragedias. Con ese propósito y a lo largo de la década de los treinta, Federico impartiría conferencias sobre flamenco e España y América, desde Buenos Aires hasta los Estados Unidos. Conferencias en las que terminaría incluso definiendo un concepto tan abstracto como el duende, que no sería un concepto propio, pero al que sin duda le aportará la dimensión mágica y literaria y que desde entonces forma parte de esa dimensión mágica de este modo de expresión que los gitanos tuvieron el don de expandir por allá donde su carácter nómada les llevara.

Y en medio de todo este vendaval de éxito (Federico fue sin duda el autor más popular del 27) llegarían las noches del 27, las visitas a Sevilla, sus encuentros con la Malena y la asistencia a tertulias en las que se hablaba o a las que Torre aportaba el cante. Y así hasta desembocar en 1933 en su participación fundamental en el espectáculo Las calles de Cádiz, con el que Encarnación López, la Argentinita, novia de Ignacio Sánchez Mejías y gran amiga de Federico, volvería a los escenarios, con un espectáculo en el que se fusionaron la música clásica, con el permiso y la aportación fundamental de Manuel de Falla, pero también del cante y baile gitanos más auténticos, recogidos por Ignacio, Rafael Alberti y María Teresa León, pateándose los arrabales gaditanos de la capital, de Jerez y los Puertos, buscando sus expresiones más genuinas. El espectáculo fue una aportación excepcional: unía vanguardia en la escenografía y la puesta en escena, además de originalidad y autenticidad flamencas.

El significado del 'Romance de la guardia civil'

Incluye además el libro un hallazgo que por sí solo valdría la pena para hacerlo importante, cual es la explicación del “Romance de la guardia civil”, tan mal interpretado tantas veces. Situándolo y datándolo en los ajusticiamientos de los obreros anarquistas que se dijeron falsamente vinculados a La Mano Negra y que terminarían con un buen número de hombres pasados a garrote vil en la jerezana plaza del Mercado a finales del siglo XIX, sin duda una de las historias más negras que soportaron los gañanes y obreros gaditanos durante mucho tiempo.  En la edición no solo se data y se comparan los hechos con el contenido del romance, sino que además se explica cómo Federico llega a conocer los sucesos.

Sobre el autor:

A. T. Jurado

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