La Conspiración de los cocodrilos (10)

ILUSTRACIÓN: DORA TORRALVO.

Sinopsis

Un economista francés, que ha trabajado para la gran banca de inversión, publica un libro en el que cuenta cómo los que él denomina “los amos del mundo” han planificado las últimas crisis económicas globales con la intención de recortar derechos sociales y laborales. El objetivo último de este poder en la sombra no es otro que socavar la capacidad de decisión de los gobiernos democráticos, hasta convertirlos en meros títeres al servicio de las grandes corporaciones. El éxito mediático del libro y el anuncio de una segunda parte, en la que desvelará qué pasos darán estas familias, en los próximos años, provoca que adopten la decisión de acabar con él solicitando la intervención de los servicios secretos de la institución más poderosa de la tierra.

En la entrega anterior…

Odette y Dafnèe se instalan en un modesto hotel de Punta Arenas donde, casualmente, trabaja una joven que podría ponerles en contacto con un pariente de su padre. Mientras, en París, Colin, con la ayuda de Serguéi y de Sophie, planifica cómo salir de Francia llevándose el coche de esta última.

Serguéi, una vez que tiene en su poder la información que guardaba Colin en sus memorias informáticas, en vez de dirigirse a la sede de la TV en la que trabaja, lo hace a la de la embajada de la Federación Rusa en la capital francesa.

23

Odette y Dafnèe dejaron la habitación poco después de las nueve de la mañana. El agotamiento por las muchas horas de viaje, el cambio de hora, y el nerviosismo por vivir una experiencia intensa, seguía teniéndolas trastornadas, aturdidas, como si flotaran en una nube fuera del tiempo y del espacio.

Isidora, la chica de recepción, las saludó afectuosamente nada más verlas bajar la escalera.

—Buenos días señora Odette. Hola Dafnèe. Tengo buenas noticias para usted. El familiar del que les hablé, mi tío, vendrá esta mañana a verlas. Tiene cosas muy buenas que contarles, pero me pidió que no les adelantase nada. (...) Pero antes deben desayunar. Estarán hambrientas. Anoche no cenaron.

—Muchas gracias Isidora. Sí que tenemos hambre, ¿verdad mi amor?

—Pues pasen a la cafetería, y que les aproveche. Hay pan sin brillo, hallullas, marraquetas, y tienen quesillo y jamón; y dulces. Hay de todo para coger fuerzas para un día especial, ya verán.

—Gracias Isidora —respondió Odette mientras pensaba que debería hacer un gran esfuerzo por aprender esas nuevas palabras propias del español de aquella parte del mundo. No recordaba haber oído a sus padres ni hallullas, ni marraquetas, probablemente porque se tratase de dos productos que no se fabricasen ni en Suiza, ni en Francia.

Sentadas en una mesa de madera, compartiendo comedor con otras muchas personas, lugareños todos, fue consciente, por primera vez desde su llegada, de que el taxista les había llevado a un establecimiento popular, escasamente turístico, justo lo que ambas necesitaban.

Mirando a través de las cristaleras de lo que parecía un añadido posterior a la construcción del edificio hotelero, se veía un parquecillo un tanto desangelado, una iglesia o edificio de culto con una cúpula muy pronunciada al otro lado del parque; y, al fondo, el mar, el famoso Estrecho de Magallanes, y el espigón del puerto en el que había atracada una embarcación de color rojo.

El día había amanecido nublado y amenazando agua.

Durante el desayuno aprendieron que hallulla era un panecillo de masa fina y de forma circular, y que marraqueta eran varios panecillos cocidos como una sola pieza pero marcados por profundas hendiduras, para poder separarlos y consumirlos de forma individual. Y que el pan sin brillo era como conocían en aquellas tierras al pan de molde integral.

Odette también  se interesó por los horarios habituales para desayunar, comer o cenar, descubriendo que eran poco más o menos los mismos que en España, lugar en donde solían pasar las vacaciones, por lo que adaptarse a ellos no le resultaría complicado. Se trataba solo de retrasar una o dos horas las comidas principales: el almuerzo o la cena.

No obstante, el camarero, un hombre entrado en años, que antes había sido marino y que hablaba con una entonación que a Odette le costaba seguir, le explicó que la cena, como ella la entendía, era algo anticuado. Ellos, en la cafetería del hotel, la mantenían porque recibían la visita de algunas personas de fuera, pero que en la zona era más común acabar el día con la comida que llamaban «la once».

Este hombre se esforzó por explicarle en qué consistía y por qué se llamaba así, pero Odette, que no terminaba de entender su español tan peculiar, acabó por sonreírle y afirmar con la cabeza, aun cuando no comprendía nada. El camarero le habló de la palabra inglesa eleven, de que esa fue la hora en la que empezó a tomarse esa comida y de que acabó por la tarde, sobre las cinco, y bebiéndose aguardiente, palabra que tenía once letras y que por eso se llamó así.

Semejante batiburrillo de ideas para explicar el origen de esa cena adelantada, acabó desorientándola por completo, por lo que mucho antes de que el hombre acabara su explicación, decidió no prestarle atención y consultarle más tarde a Isidora sobre el particular.

Tras desayunar, madre e hija se aventuraron a dar un corto paseo por los alrededores del hotel, acercándose hasta la cercana avenida 21 de Mayo, paseando hasta descubrir un interesante reloj ubicado en el puerto, cuya maquinaria era visible a través de sus paredes de cristal. A Odette no le pasó desapercibido que aquel monolito de metal y cristal de, posiblemente, tres metros de altura, debería ser una joya local de cierta antigüedad.

También se acercaron a la Plaza de Armas, presidida por un grupo escultórico en bronce, sobre una base de hormigón, homenaje a Magallanes. Una de las figuras del grupo es una estatua de enormes proporciones del indio patagón.

Isidora les había contado que la leyenda decía que quien besaba el dedo gordo del indio volvería a Punta Arenas o se quedaría a vivir en ella. También les dijo que otras personas sostenían que hacerlo daba buena suerte.

Cuando regresaron al hotel, Isidora les señaló el bar y les dijo que su tío Carlos Alberto Ferrière les estaba esperando.

Odette cogió de la mano a Dafnèe en un gesto instintivo para serenarse. Algo le dijo en su interior que estaba a punto de reencontrarse con su pasado, un tiempo no tan lejano en la distancia física como en la mental, en la que parecía perderse en la noche de los tiempos.

Sin dilación, ambas mujeres se dirigieron a la cafetería, deteniéndose en la puerta que la unía a la recepción.

Odette se paró para contemplar a los pocos parroquianos que en ese momento tomaban café. Y, tras un primer vistazo, no tuvo dudas de quién era la persona que le estaba esperando.

Carlos Alberto Ferrière estaba sentado junto a los ventanales, entretenido en hojear unos papeles desparramados en la mesa, delante de él. Vestía un pantalón de loneta azul marino, una camisa blanca y un chaleco azul, de lana, sin mangas, con cuello de pico a través del cual asomaba la camisa que cerraba una corbata de bolo con cordón de cuero trenzado, herretes de plata y cierre o corredera de espinela azul.

Sobre la mesa, en un extremo, había una gorra de pescador griego, de lana, con una preciosa cinta bordada en su visera y un elaborado cordón en su frente.

El hombre, de unos sesenta y tantos años y de escaso pelo de color blanco, se quitó unas estrechas gafas y las dejó colgando sobre su pecho mientras giraba la cabeza en dirección a la puerta. Su mirada y la de Odette se cruzaron y en su cara los profundos surcos que la edad había creado, dibujaron una amplia sonrisa.

Odette abrió los ojos de par en par al contemplar la fotografía que Carlos Alberto le tendió, para que la cogiera, incluso antes de presentarse. Era una imagen en blanco y negro, impresa sobre una cartulina con los bordes amarillentos, en la que ella misma, frente a una tarta con tres velitas, sonreía con cara de niña mala. Detrás, sus padres y una vecina, a la que había olvidado, parecían aplaudir.

—¿Te reconoces Odette? Me la envió tu padre. Fue de las primeras cartas que empezamos a escribirnos. No se atrevió a hacerlo antes no fueran a perjudicarme. Incluso en el remite omitió los apellidos, solo puso su nombre y las dos iniciales.

Odette contempló la vieja fotografía un instante más, y luego se fundió en un abrazo con aquel desconocido, que había guardado las cartas y fotos que su padre le estuvo enviando durante más de cuarenta años, y de las que ella no tenía ni la más remota idea.

—¿Quién eres? Lo siento, lo siento de verdad... siento no conocerte —dijo con un hilo de voz a punto de quebrarse por la emoción.

—Llámame primo. Mi padre lo era del tuyo. Soy Carlos Alberto Ferrière, hijo del hermano de tu abuelo, de Carlos Ferrière. Nosotros nunca nos fuimos de Magallanes, ni quisimos cambiarnos el apellido. Eso nos distanció del abuelo Alberto y de tu propio padre durante unos años, pero gracias a Dios, volvemos a encontrarnos. Tras la tragedia que vivió este país con la llegada de los militares en 1973, y después de la muerte de tu abuelo, tu padre escribió a Iquique, a la vieja dirección, pero nadie le contestó. No sabía que el viejo Alberto había sido de aquellos que fueron detenidos e internados en el Regimiento de Telecomunicaciones, para luego ser trasladados al campo de prisioneros de Pisagua del que nunca más salió.  De eso fue de lo que huyó a tiempo tu padre, evitando que tu madre o tú misma fuerais juguetes de aquellos salvajes. Por eso has vivido todos estos años lejos de tus raíces. Y poco más tarde nos escribió a nosotros, su familia del sur. Desde entonces, hasta su muerte, de la que me enteré por tu hermana, mantuvimos el contacto.

Odette no pudo contener la emoción y rompió a llorar. Dafnèe, que no estaba entendiendo nada, le siguió y los parroquianos se volvieron para ver qué pasaba en aquella mesa.

—No se preocupen. Es de alegría. Un reencuentro de familia tras más de cuarenta años de ausencia —se justificó Carlos Alberto.

—Sí, sí. Es cierto. Dice la verdad —se apresuró a decir Odette con voz rota, secándose los ojos y abrazando a su primo.

Los pocos clientes que había en ese momento en la cafetería prorrumpieron en vivas y aplausos emocionados, e Isidora corrió desde su mesa en la recepción para contemplar una escena que sería la comidilla del barrio en los próximos días.

Con los ánimos más serenos, Carlos Alberto y Odette intercambiaron confidencias. De ese modo el chileno conoció que el regreso de aquella rama de la familia, que vivía en Europa, era obligado por las circunstancias. Una nueva huida, en este caso hacia el pasado, para volver a dar esquinazo a la muerte

—No te preocupes. Aquí naciste. Esta es también tu tierra y nosotros tu familia. Te ayudaremos en todo lo que podamos. Y en cuanto tu marido se pueda reunir con vosotras, buscaremos una salida para que podáis quedaros a vivir acá con plenos derechos.

—Muchas gracias, muchas gracias —repetía Odette sin parar— Jamás imaginé que pudiera ser tan sencillo encontraros.

—¿Crees en Dios nuestro Señor? —le preguntó de improviso Carlos Alberto.

Odette se quedó muda un instante. No esperaba una pregunta así. Él captó la indecisión y volvió a tomar la palabra.

—No importa si no crees. Da igual. Era solo para decirte que los caminos del Señor son inescrutables. ¡Oh profundidad de las riquezas, de la sabiduría y del conocimiento de Dios! ¡Cuán incomprensibles son sus juicios e inescrutables sus caminos! Así está escrito.

—Tú si eres católico, ¿verdad? Yo no sé si lo soy o no. Estoy bautizada, mi padre me intentó inculcar esas enseñanzas, pero después...

—No importa, no importa. Nosotros, tu familia, pertenecemos a una pequeña comunidad de la parroquia de San Miguel. Entre todos nos ayudamos. Y ahora ellos te van a ayudar a ti, seas o no creyente. Estoy seguro de ello.

—Gracias. Me gustaría conoceros a todos.

—Claro. No sé si dará tiempo a prepararlo este fin de semana... ¡El próximo!, mejor el próximo. Así podrán estar todos. Haremos un asado en el patio de casa. Además, la semana que viene mejorará este tiempo primaveral en el que estamos y se recuperarán un poco las temperaturas, que estos días están siendo bastante frescas. Dicen que la máxima será de 11 grados. No está mal para esta época del año acá, al sur del paralelo 50.

—Cuando podáis. No tenemos prisa. Todo lo contrario, tengo la sensación de que vamos a tener todo el tiempo del mundo. Desde que hemos llegado parece que las horas van con otro ritmo, mucho más lentas.

—¡Ah! Querida prima, ¿puedo llamarte así? (...) Es que ya estáis captando las vibraciones de esta tierra. Son diferentes a las de Europa. Acá todo se siente más profundamente y la vida pasa más lenta. Venid las dos... —dijo cogiendo el teléfono móvil que estaba encima de la mesa, semioculto por las viejas cartas que había llevado consigo —vamos a hacernos una foto, para que os vean el resto de la familia hoy mismo.

Odette se dispuso a posar con su hija, pero en el último instante dudó.

—No quiero que subas esta foto a Facebook ni ninguna otra red social, por favor.

—No pensaba en ello cuando... No, no, no te preocupes. No la subiré a ningún sitio. Es más, no voy a mandársela a nadie para que no puedan hacerlo.

—Te lo agradezco, lo último que necesitamos es que quienes nos han obligado a salir de Francia se enteren de que estamos aquí.

—¡Claro!, ¡Claro! No te preocupes. Por cierto, Dafnèe habla muy poco de español, ¿verdad?

—Sí. Yo le he enseñado algunas cosas y en el colegio también, pero no habla mucho. No lo necesario para relacionarse con otras niñas, por ejemplo.

—Bueno, pues eso no es problema. El padre Emilio da clases de francés a los jóvenes en un salón de la junta de vecinos. Ella podría asistir a sus clases... bueno, ya veríamos cómo, pero es lo primero que se me ocurre para que vaya aprendiendo español y se vaya integrando, ¿no te parece?

24

Serguéi Vasílievich esperó al agregado cultural sentado cómodamente en una de las dos robustas sillas de madera, con tapizado de piel negro, dispuestas enfrente de la mesa de trabajo de su secretaria.

Un instante después entró un hombre joven, de la edad de Vasílievich, de pelo moreno, corto, con flequillo recto; vestido con un elegante traje azul, camisa celeste y corbata roja, de seda.

—Buenos días moy drug (mi amigo). No te esperaba tan pronto. ¿Ya has avanzado en ese reportaje del que hablamos? —le dijo a modo de saludo, invitándole a pasar a un despacho contiguo, amplio, con un gran ventanal, frente al cual se encontraba un sofá de madera y cuero de dos plazas, una mesa baja de madera maciza y otros muebles acordes con una decoración clásica, un tanto recargada.

—Sí, he avanzado algo en ese trabajo, pero no he venido por ese tema.

—Cuéntame primero qué hemos averiguado del asunto que te encargamos y después me dices lo que te ha traído hasta aquí   —insistió el agregado cultural.

Serguéi Vasílievich no pudo reprimir una ligera mueca de disgusto, pero no le quedó más opción que obedecer el deseo de su interlocutor. A él se debía, incluso, por encima de sus jefes en RT televisión.

—Solamente he dado algunos pasos preliminares, pero lo averiguado en ellos confirma las sospechas que teníamos.  La reconstrucción de Notre Dame se utilizará para que Emmanuel Macron ponga en marcha el polémico proyecto turístico de Françoise Hollande, que llevaba guardado en un cajón del Elíseo casi tres años.

—De modo que siguen adelante en su intento de transformar la Isla de la Cité en una isla monumento, trasladando el Palacio de Justicia y reorganizando el resto de edificios oficiales...

—Eso parece, al menos. El incendio les ha abierto las puertas a trabajar de forma, digamos, diferente a como sería lo normal, y yo diría incluso que lo legal. Como sabes, son pocos los particulares que tienen propiedades en la isla, pero un proceso de expropiación duraría, tal vez, décadas. Macron quiere hacerlo todo en el plazo de cinco años, para que ese supercomplejo turístico esté operativo para las Olimpiadas de 2024. En estas semanas he sabido que el intento de acallar cualquier atisbo, no ya de atentado, sino de intención en el fuego, tiene como único objetivo impedir que la autoridad judicial entre en el tema con una larga investigación, que ponga plazo a lo que se quiere hacer deprisa y corriendo, incluso saltándose la legislación en materia de concursos públicos.

—Es curioso que en vez de rescatar de la Unesco a Audrey Azoulay y ponerla al frente de este proyecto, hayan elegido a un general del Ejército.

—Sí señor. Esa fue una de las decisiones del famoso consejo de ministros del 17 de abril, el nombramiento del exjefe del Estado Mayor, el general Jean-Louis Georgelin para dirigir, por encargo expreso de Macron, los trabajos que habrán de ponerse en marcha. La otra decisión curiosa fue la de ordenar que se silencien todas las voces que puedan hablar de ataque premeditado, como fue el de la Iglesia de San Sulpicio del 17 de marzo.

—Ya sabes Vasílievich. Hay que ahondar en el tema del ataque terrorista. Tenemos que seguir esa pista hasta llegar a los autores, si es preciso. Los chicos del SVR están por ahí... las redes están echadas, falta por saber si habrá peces que pescar. Cualquier cosa que te pueda servir en tu trabajo te será comunicada, de eso no te preocupes.

—Lo sé, lo sé. No tengo dudas sobre eso.

—Bien. Muy bien. ¿Qué era eso que te traía por aquí? Puedes contármelo. Soy todo oídos.

Serguéi se levantó del sofá y sacó del bolsillo de su pantalón un pendrive.

—¿Conoces el caso del economista?

—¡Claro! Operación Byrne creo que le han llamado los de La Entidad. Hay dos o tres italianos que están volviendo locos a los franceses. Estamos siguiendo el asunto con interés, pero sin inmiscuirnos. Nadie nos ha traído algo que demuestre que las teorías de ese economista sean algo más que chifladuras.

—Pues este pendrive contiene toda la información que maneja ese hombre...

—¡Joder! ¡Joder! ¡Qué bueno Vasílievich! ¿Cómo cojones te has hecho con eso? —dijo  el agregado cultural cogiendo el pendrive y levantándose para dirigirse a su mesa de trabajo.

—El señor Byrne está en mi casa.

—¡No me jodas! ¿Has dado refugio a un pederasta? ¡Ten cuidado con eso! Debería irse lo antes posible. Te puede traer problemas con la justicia francesa algo así. Y eso es lo que menos necesitamos en este momento...

—Ese hombre no es un pederasta.

—¡Eso ya lo sé! Era de suponer que inventaran cualquier barbaridad para quitarlo de la circulación. Pero lo han acusado de ese delito. La acusación, por lo que sé, está bien sustentada en la mierda que esos italianos le han metido en su ordenador, y han enviado por ahí haciéndose pasar por él. Eso, a efectos legales, va a ir para adelante, de modo que no te puede salpicar Vasílievich. Deshazte de ese hombre cuanto antes.

—No te preocupes. Se va mañana mismo. Ya está todo resuelto. Por cierto, creo que le debo un favor a cambio de esta información...—Y me vas a pedir que te ayude a hacérselo, claro...

—Efectivamente.

—Dime, y si está en mi mano, no hay problema.

—Byrne quiere llegar a España y desde allí huir a Sudamérica. Piensa que lo puede hacer de alguna manera que no me ha dicho, pero creo que no lo logrará. Me gustaría que, si fuera posible, alguno de los nuestros, o de los españoles amigos que tenemos en Andalucía, le echase un cable con un pasaporte nuevo o algo por el estilo.

—Eso está hecho. Si consigue llegar a Cádiz, si lo logra, hay un abogado español que podría ayudarle. Este personaje se mueve a base de euros. Le da igual que sean traficantes de armas, de hachís o pederastas buscando salir de España. Luego te digo cómo contactar con él y qué debe llevarle para que sepa que es un recomendado nuestro. Bueno, es hora de ver que hay en este juguetito que me has traído...

El agregado cultural encendió el ordenador portátil e introdujo el pendrive, colocándolo a un lado de la mesa para poder seguir hablando mientras su contenido se volcaba en su disco duro.

—¿Has copiado estas carpetas? —le preguntó a Vasílievich.

—No, no...

—Pues mal hecho amigo, porque esta memoria no va a salir de este edificio.

—No me importa. He visto lo que contiene y a mí, salvo que digáis lo contrario, no me interesa particularmente este tema.

—No, no. Bajo ningún concepto debes mezclarte en este asunto. El otro, el que llevas en este momento, nos interesa mucho más. Hay que averiguar que facción es la que está atacando a las iglesias cristianas. Los datos que tenemos hablan de casi mil ataques. Ese puede ser un problema que estalle dentro de muy poco y nadie está trabajando en ese asunto... ¿De modo que tu exiliado pederasta se va mañana?

—Sí. Así es. Lo que no sé es si conseguirá salir de Francia.

—Sí, sí. Por lo que nosotros sabemos saldrá, saldrá de Francia sin problemas. Lo que no sé es cuánto vivirá una vez que salga.

—¡Pobre hombre!

—¡A quién se le ocurre meterse donde se ha metido!

En cuanto Serguéi abandonó su despacho, el agregado cultural se centró en su ordenador portátil y pasó dos horas consultando su contenido.

Cuando consideró que había visto suficiente, descolgó el teléfono y marcó un número.

—Dobroye utro (Buenos días) Soy Anatoly Ranskahov —dijo usando su nombre en clave— necesito hablar con el camarada Viktor Sarayev (...) Sí, sí, espero (...) ¿Sarayev? ¿Qué tal amigo? (...) Yo bien, muy bien, en París, como sabes (...) Verás tengo documentación que encaja perfectamente con tus escritos y los del camarada jefe de Gabinete del presidente Vladimir Putin,  Anton Vaino (...) Sí, me refiero al que titulásteis La capitalización del futuro. No te lo vas a creer, pero hay gente a este lado que comparte y propugna las propuestas de Vladislav Surkov respecto a la Democracia administrada. Tengo la impresión de que ingleses y americanos están tras la pista de nuestro nooscopio o algo muy parecido. Creo que os puede interesar saber qué están planificando (...) No te preocupes, os lo mando por valija diplomática. Es un pendrive. Irá en la caja de los libros, como en otras ocasiones. ¡Ah!, por cierto, la obtención de esta información es un extraordinario trabajo de Serguèi Vasíelivich Záitsev, de RT (...) No, su jefe, Dimitry Kiselov no sabe nada, ha venido directamente a mí (...) Gracias camarada. Saluda de mi parte a Vaino, dile que no me olvido de la etapa que coincidimos en Tokio y que me alegro muchísimo de su ascenso. Se merece el puesto (...) Vsivó harósiva. Udáchi. Da Svidánya (Que vaya todo bien. Suerte. Hasta la vista).

lavozdelsur.es presenta la novela por entregas ‘La conspiración de los cocodrilos’ de Germán Fonteseca