Sinopsis
Un economista francés, que ha trabajado para la gran banca de inversión, publica un libro en el que cuenta cómo los que él denomina “los amos del mundo” han planificado las últimas crisis económicas globales con la intención de recortar derechos sociales y laborales. El objetivo último de este poder en la sombra no es otro que socavar la capacidad de decisión de los gobiernos democráticos, hasta convertirlos en meros títeres al servicio de las grandes corporaciones. El éxito mediático del libro y el anuncio de una segunda parte, en la que desvelará qué pasos darán estas familias, en los próximos años, provoca que adopten la decisión de acabar con él solicitando la intervención de los servicios secretos de la institución más poderosa de la tierra.
En la entrega anterior…
Colin Byrne, tras la negativa de Francisco Fernández a ayudarle a salir de España, recurre al abogado Germán González, amigo de los rusos, quien a cambio de una importante suma de dinero le facilita una nueva identidad. Byrne pasa en Cádiz sus últimas horas en Europa, antes de embarcar en un crucero con destino a Buenos Aires.
Mientras, en Londres, el viejo Jackson Rutchildren y su hijo Alfred, esperan una llamada de Roma para autorizar las acciones necesarias para acabar con Byrne.
30
Jean Luc Berbizier abandonó muy pronto sus oficinas de la rue Parmentier de París aquel viernes de mediados de noviembre. Apenas estuvo unos minutos para dejar en su caja fuerte el contrato que ese mediodía había firmado con Renault, para una primera tirada de veinticinco mil ejemplares del catálogo Selección, dedicado a los vehículos usados de esta marca.
La predicción realizada por Édouard Laffite, director de su banco, realizada el mismo día que le exigió que rompiese el acuerdo con Colin Byrne, se había hecho realidad. Y estaba deseando celebrarlo dándose un homenaje en Le QA Club, un local de alterne al que acudía con cierta frecuencia, tanto si había algo que celebrar, como si no.
Le gustaban las chicas de aspecto árabe y en aquel establecimiento había siempre, al menos, un par de ellas.
Como de costumbre, había comido demasiado y se sentía pesado, deseando recostarse en algunos de los butacones del club para aliviar esa pesadez con una botellita de champagne. No en vano, había que aprovechar los ciento cinco euros que le costaba la entrada a los hombres que accedían sin pareja.
Tras despedirse hasta el lunes de su secretaria, bajó a los talleres y de un rincón sacó la motocicleta que usaba contadas veces, casi siempre para desplazarse al club, ya que en la rue Quincampoix era imposible aparcar dada su estrechez y los pivotes de hierro colocados en las aceras; y en los alrededores tampoco estaba permitido. En el Boulevard de Sébastopol, por culpa del carril bus, y en la rue Aux Ours por albergar la comisaría de policía del distrito tres.
En Le QA Club era un cliente VIP, tanto por la frecuencia con la que lo visitaba, como por las propinas que solía dejar a las chicas.
Desde que se estableció en París, Jean Luc solo dejó de acudir al club durante una temporada, molesto porque sus responsables se negaron a facilitarle información de dónde había sido trasladada una argelina de diecinueve años, de la que se había encaprichado. El editor no sospechó nunca que dicho traslado se había producido precisamente por su enamoramiento de la muchacha, a la que acaparaba en demasía, temiendo los propietarios del local que cualquier día, con dos copas, perdiera los papeles al ver cómo la joven se marchaba con otro cliente.
Jean Luc regresó tiempo después y no tardó en reemplazar a la muchacha por otra de origen tunecino, de la misma edad, con la que, no obstante, nunca llegó a tener la misma relación que con la anterior.
Aquel viernes, el club estaba muy concurrido, no solo de hombres dispuestos a presenciar un popular, entre la clientela, espectáculo de estriptease protagonizado por dos chicas exuberantes, sino de parejas y grupos de amigos y amigas.
Poco después de que entrara el editor, lo hizo un trío formado por dos hombres y una mujer, todos rondando los cuarenta, que ocuparon una mesa algo alejada de la de Jean Luc, próxima a los servicios, pero con visión directa de la que éste ocupó. Simularon ser una pareja y un amigo del marido, quien se ausentaba de vez en cuando para pedir en la barra tres bijou, cóctel a base de ginebra, vermouth y chartreuse que, salvo el primero, todos acabaron vertidos sobre un gran macetón que contenía un conjunto de plantas de tela.
Dos horas y media después, ya oscurecido en la calle, el trío observó que Jean Luc se disponía a pedir una nueva copa. Hacía unos minutos que había bajado las escaleras que llevaban al piso superior, que subió acompañado de la joven tunecina y que bajó solo.
La mujer se levantó con rapidez y se dirigió al punto de la barra en el que había un hueco, donde presumió que el editor se situaría un instante después y, llamando a uno de los camareros, le pidió un cointreau, que éste le sirvió en una copa de cóctel con hielo picado y una rodaja de cáscara de naranja.
Jean Luc se situó al lado y pidió el enésimo gin-tonic.
La mujer esperó a que el editor se girase para retirarse de la barra y, disimuladamente, le vertió parte del contenido de su copa sobre una de sus manos, disculpándose inmediatamente.
Jean Luc aceptó cortésmente las excusas que aquella mujer le ofreció en un francés con un profundo acento extranjero. Dejó su bebida de nuevo en la barra y cogió una servilleta para secarse la mano mojada, pero el azúcar del cointreau se la dejó pegajosa, de modo que advirtiendo al camarero que iba al aseo, dejó su copa en la barra y se dispuso a caminar hacia los servicios, donde uno de los acompañantes de la mujer le esperaba en la puerta.
El otro, muy cerca, siguió a Jean Luc en cuanto le rebasó y se situó detrás de él en la minúscula cola formada.
En cuanto el editor llegó, el primero de los hombres entró, se puso unos guantes de látex y sustituyó el bote aplicador de jabón por uno que llevaba en el bolsillo de la americana, retirando con sumo cuidado un tapón precintado. Además, sobre el lavabo dejó un frasquito de One Million, de Paco Rabane, la colonia preferida de Jean Luc Berbizier.
Inmediatamente después salió cediendo el paso a Jean Luc y entregándole disimuladamente a su compañero, el bote de jabón que acababa de hurtar del retrete.
Jean Luc cayó en la trampa, pulsó el bote aplicador de jabón, se sirvió una cantidad doble, y se frotó las manos, enjuagándoselas después. El agua retiró el jabón y una sustancia gelatinosa mezclada con él. No obstante, mientras se frotaba las manos, una pequeña cantidad de aquel fluido pasó a su piel sin que lo advirtiese. Después, sorprendido con la presencia del bote de colonia sobre el lavabo, que creyó olvidado por un cliente anterior, se lo acercó a la nariz y lo olió. Sin duda era su colonia preferida, de modo que, sin dudarlo, se aplicó una pequeña cantidad sobre las manos, frotándose después la cara con ellas.
Inmediatamente salió del retrete, dando paso a quien esperaba fuera, sin siquiera fijarse en él.
Esta persona, que mientras Jean Luc estuvo en el servicio se había colocado unos guantes de látex, entró, restituyó el jabón original y guardó en una bolsa hermética especial los dos botes que había dejado su compañero.
Inmediatamente después se unió a la pareja que ya le esperaba en la calle, conversando animadamente y fumando junto al callejón Passage Molière, que estaba enfrente de la salida del club.
Jean Luc Berbizier se dirigió a la barra para coger su consumición, pero antes de llegar a ella comenzó a sentirse mal. Tenía calambres en las manos que parecían arderle y sudaban de forma excesiva. Casi al momento, esa sensación de calor le apareció en la cara, mientras parecía faltarle el aire.
Angustiado, decidió salir al exterior del local, para intentar respirar mejor y, llegado el caso, vomitar, pues para complicar más su situación sentía náuseas.
En la puerta, que rebasó dando traspiés ante la mirada atenta de los porteros, que imaginaron a un cliente completamente ebrio, tuvo dificultades para permanecer de pie, necesitando apoyarse sobre una de las paredes, junto al edificio.
Poco a poco se fue alejando en busca de su motocicleta, mientras se le nublaba la vista y las piernas parecían tener cada vez más dificultad para sostenerle.
Veinte metros después, apoyado de nuevo sobre la pared de uno de los edificios próximos, una mano enguantada le ofreció un vasito de agua que cogió sediento. Le ardía la cabeza y se lo bebió de un trago, desplomándose medio minuto después.
Para entonces, los dos hombres y la mujer habían arrojado a una papelera el vasito que se le cayó de las manos al editor, apenas consumido el líquido que le ofrecieron, agua mezclada con la misma sustancia que contenían los botes de jabón y colonia: quince miligramos de VX disueltos en ambos productos.
El trío se alejó a toda prisa, ya separados, como si no se conociesen, por el Boulevard de Sébastopol, en busca de la boca de metro más cercana.
El VX suministrado, un agente nervioso utilizado en la guerra química, de los más tóxicos y rápidos que se conocen, aunque prohibido por la Convención sobre Armas Químicas de 1993, había hecho su efecto en apenas unos minutos, gradualmente, como los que planificaron la operación habían previsto.
El jabón y la colonia provocaron la salida de la víctima del club, mermando sus facultades físicas y mentales lo suficiente, como para no ver que el agua que le ofrecía una amable pareja, para mitigar la sed que una garganta enrojecida le estaba produciendo, era de color azulada, señal inequívoca de que el VX que contenía disuelto en ella provenía del almacenado por alguno de los países miembros de la OTAN.
Diez minutos después, un taxista que acudía al club a recoger a un cliente se detuvo al lado del cuerpo de Jean Luc Berbizier, avisando a los servicios de emergencias, que certificaron su muerte víctima, con toda seguridad, de un paro cardiaco.
La autopsia, horas después, determinaría que el fallo del corazón era debido a una vida de excesos en comidas grasas y al abuso del alcohol.
El forense apreció cierta irritación de la piel en las manos, en la cara, e incluso en la tráquea, pero los análisis a los que sometió los restos encontrados en el estómago dieron negativos en cloruro de vinilo, monóxido de carbono, plomo, estireno, tolueno, tricloroetileno, isocianatos y otros productos químicos habituales altamente tóxicos, por lo que, teniendo cuatro autopsias más pendientes, decidió cerrar el asunto sin complicarse más la vida.
31
Serguéi Vasíelievich conversaba por teléfono con un colaborador cuando un compañero se asomó a su despacho y le preguntó por señas si la llamada sería larga.
Serguéi le respondió que no y el compañero esperó apoyado en el quicio de la puerta.
No obstante, intrigado con la visita del responsable de teletipos, pulsó una tecla que silenciaba el micrófono de su teléfono de sobremesa y le preguntó qué quería.
—A ti que te gustan los aviones te interesará saber que se ha caído uno esta madrugada.
—¡No me jodas! ¿De pasajeros?
—No, privado, una Piper PA-46 Malibú...
—¡Ah! Bueno, eso es otra cosa.
—Sí, pero había sido alquilado por el Ministerio del Interior. He llamado para preguntar quién viajaba en él y me han dicho que, de momento, no me pueden ofrecer información.
Serguéi volvió a pulsar el interruptor del teléfono y le dijo a quien estaba al otro lado que le disculpase, que tenía que colgar por un asunto urgente.
—¿Cómo dices? ¿Que era un avión alquilado por el Gobierno francés? ¿Dónde se ha caído?
—Pues según lo poco que hemos averiguado de fuentes de la Organización de Aviación Civil Internacional y de la Agencia Europea de Seguridad Aérea, se dirigía a La Haya y en él viajaban, además del piloto, dos personas más, cuya identidad tampoco nos han facilitado.
—Averigua qué eventos hay en La Haya en las próximas horas que estén relacionados con Interior y tendremos una pista sobre quién viajaba en ese avión. Por cierto, ¿se han localizado los restos?
—Sí. Eso sí lo he averiguado. Se ha precipitado al mar sobre las seis de la madrugada muy cerca de una isla que se llama —consultó unos papeles que llevaba en la mano— Hompelvoet. Al parecer, es un lugar deshabitado que está en medio de lo que fue un entrante del Mar del Norte en los Países Bajos y que hoy es un inmenso lago creado por los holandeses al cerrar su extremo con tierra para construir una carretera. Dicen que es el lago más grande de Europa Occidental.
—Depende de quien viajara en ese avión podría haber noticia. Habrá que estar atentos. Dile de mi parte a Denis que se haga cargo del asunto hasta que averigüemos si merece la pena seguirlo.
Poco después de que el responsable de teletipos se alejase del acristalado despacho de Serguéi, este volvió a su trabajo, realizando un par de llamadas de teléfono. Esperando que le cogieran la tercera de ellas, se asomó a su puerta la secretaria de redacción.
—Tienes una llamada urgente del agregado cultural de la embajada.
Serguéi colgó de inmediato.
—¡Pásamelo! Por favor.
—Buenos días camarada, ¿qué se te ofrece esta mañana? —le dijo en cuanto oyó su nombre al otro lado.
—¿Supongo que sabes que se ha estrellado un avión esta madrugada con una representación del Ministerio del Interior, camino de la reunión de Europol que estaba prevista a mediodía en La Haya?, ¿no?
—Algo he oído, pero tú, como siempre, sabes más que yo. No tenía ni idea de que hubiese una reunión de Europol...
—Pues te llamo por dos motivos. Primero para decirte que el asunto es más grave de lo que parece en principio, porque el avión no se ha caído, lo han derribado.
—¿Cómo? ¿Quién? —casi gritó Serguéi.
—Gente de La Entidad. ¿Te acuerdas que te dije que le íbamos siguiendo los pasos a algunos italianos que habían entrado hace semanas en Francia?, ¿te acuerdas, verdad? Pues el otro día interceptamos una comunicación ordenando que se neutralizase a un tal Jean Françoise Dupin, un agente de la Dirección Central de Inteligencia Interior...
—¿Y el tal Dupin viajaba en el avión?
—Efectivamente. Tú lo has dicho, viajaba junto con otro compañero del Servicio de Reconocimiento Facial. Al parecer, ambos iban a una reunión de especialistas en la materia que se iba a desarrollar hoy en la sede central de Europol.
—¿Sabemos cómo lo han hecho?
—Todavía no, pero seguramente igual que en otras ocasiones, con algún cañón de pulso electromagnético a bordo de otro avión o desde una embarcación. Inutilizando los equipos electrónicos del avión, de noche, en medio del mar... bueno es muy fácil acabar en el agua en la ruta en la que viajaban, o desviado a decenas de kilómetros mar adentro, con lo que igualmente acabaría estrellado en el agua. Sin instrumentos básicos, ¡y de noche! es imposible volar a ningún lado.
—¡Joder! ¿Y por qué han atentado contra este hombre? ¿Saben ya los franceses lo que ha pasado? Imagino que sí. Es lógico. Es uno de los suyos.
—Sí, lo saben.
—¡Uf! Pues se va a liar una buena.
—No, no va a pasar nada de nada, porque a esta hora ya saben que su hombre había traicionado la confidencialidad de su trabajo informando a un civil de que era objeto de seguimiento. Digamos que los italianos les han hecho un favor neutralizando a alguien que ya no era de fiar.
—Ya. Bueno, pues entonces, visto lo visto, le diré a mi gente que se olvide del asunto, que en el accidente iba un tipo sin importancia. Que lo reflejen solo como un triste suceso aeronáutico y punto.
—Sí, es lo mejor que puedes hacer. Impide que nadie meta las narices en el tema. Los demás medios tampoco lo harán. De todas formas, hay algo más Serguéi...
—¿Sí? ¿Qué?
—Algo que te afecta directamente. Por eso te he llamado y te he contado todo lo anterior.
—¿Que me afecta? Tú dirás...
—El suceso está relacionado con el caso del economista, con Colin Byrne.
—¿Cómo? ¿Qué dices?
—El objetivo neutralizado, el tal Dupin, ayudó al señor Byrne informándole de que la seguridad nacional francesa y la del Vaticano le seguían los pasos...
—¿Qué me quieres decir? ¿Que han derribado un avión y matado a tres personas como venganza por ayudar a Byrne?
—No sé si como venganza o porque sabía algo más de esta historia. Pero sí. Han derribado el avión para acabar con un, vamos a decirlo así, amigo de Byrne.
—¡Hostia! ¡Esto me pone en el punto de mira a mí y a mi novia!
—Pues sí, pero no te preocupes...
—¿Cómo que no me preocupe?
—¡Escucha! Esta misma mañana, media hora antes de llamarte, los nuestros se han puesto en contacto con el Secretario de Estado, el máximo responsable de La Entidad para dejarle claro que tú tienes inmunidad en este asunto. Eso, por un lado, y por otro, por si acaso, gente nuestra en Roma han hecho dos visitas simultáneas e independientes. Una agente nuestra, que es de nacionalidad eslovena, nos ha facilitado la entrada en el apartamento del cardenal Luigi Facchetti, a quien hemos sorprendido en la cama, acompañado de la muchacha. Ha sido una conversación sencilla y breve. Solo fue necesario mostrarle un par de grabaciones, una con la chica que le acompañaba y otra con un seminarista para que aceptara el trato. Y la otra ha sido al padre Bernardino Trabalzini. De éste no hay grabaciones que lo comprometan, pero sabíamos que su precio no era muy alto. Ha bastado un ingreso de trescientos mil euros en su cuenta privada del Banco Ruthchildren, en Ginebra.
—¿Seguro que puedo despreocuparme por este tema? ¿No sería mejor que me fuese unos días de vacaciones y desaparezca?
—No. Vacaciones no. Salvo que te vayas a Moscú. En París te podemos proteger mejor que en cualquier otro lugar. Sigue tu trabajo normalmente y despreocúpate. No se atreverán a hacer nada.
—No sé qué decirte. No es fácil olvidarse de un asunto así.
—Lo sé, pero es lo que debes hacer. Ya llevas tiempo con nosotros y más tarde o más temprano ibas a estar en el punto de mira. Al menos, esta vez, ha sido muy fácil controlar el asunto. Hay otras en las que no es tan sencillo.
—¿Alguien más del entorno de Byrne ha sido... neutralizado?
—Sí, pero no te interesa. Mejor que no sepas nada más.
—¿Y el propio Byrne, o su familia?
—De momento sigue vivo, ahora mismo navega en un crucero rumbo a Tenerife...
—¿A Tenerife? ¿Qué piensa hacer allí?
—El crucero no acaba en las Canarias, su singladura terminará en dos semanas en Buenos Aires.
—¡Joder! ¡Ha tenido una buena idea ese hombre! Huir de Europa en un crucero... ¿llegará a su destino?
—No creo
—Lo lamento. Es ingenioso ese tipo. Me cayó bien.
—Yo también lo lamento, pero disponiendo de su información nos conviene más desaparecido que huido por ahí. Si se esfuma completamente, podremos usar esa información a nuestra conveniencia, haciendo con ella lo que estimemos oportuno en cada momento. Con él de un lado para otro, podría sentirse fuerte de nuevo y reventarnos nuestros planes difundiendo lo que sabe a destiempo.
—¿Me avisarás cuando sepas algo?
—¿De Byrne?
—Sí.
—Date por avisado. No llegará a Buenos Aires.