Ni champán ni uvas. No era fin de año. Sin embargo, todos los focos, todas las cámaras y todos los micrófonos estaban allí, a la expectativa. No sabían qué alumbrar, ni qué grabar, ni qué decir. Las televisiones se llenaron —una vez más— de tertulianos haciendo estúpidos juicios de valor sobre las miles y miles de personas que se concentraron durante aquella tarde de primavera en la Puerta del Sol. “¿Pero qué quieren esta gente?”, recuerdo haber escuchado aquella noche. Las principales plazas de las ciudades de todo el país fueron inundadas por una marea de indignación: las tiendas de campaña se instalaron sobre los adoquines. La forma de decir que los amábamos era precisamente esa: los adoquines ahora son nuestros, la playa también.
Echadnos. La fuerza de la palabra, la autogestión y la confraternidad entre los indignados recordó a otro tiempo. Un tiempo en el que los rígidos cánones de la sociedad moderna europea y occidental tenían forma de adoquín. O eso parecía.
Los adoquines ahora son nuestros, la playa también
Sobre Mayo del 68 se suele hacer una valoración odiosa y descontextualizada. “La revolución que no triunfó” o “la oportunidad perdida” son nuevos adoquines sobre los que se construye el discurso de esos sosos socialdemócratas como dijo alguno de los contemporáneos del mayo francés. Pero no... ¡Nada de remordimientos! ¡El discurso es contrarrevolucionario!
Mayo del 68 es un símbolo del cambio de paradigma de toda una época —y de varias generaciones— que sin duda alguna ha influido notablemente en lo que hoy somos. Mi generación —nací en 1992, encantado— es heredera de ese espíritu contestatario, de toda esa ola que desafió cultural y socialmente al ‘establishment’ más allá de lo estrictamente político. Las movilizaciones del 1968 en París pero también en otras partes del mundo —México, Roma, Berlín, Praga...— no solo pueden ser vistas como el principio de algo nuevo que surge de forma espontánea, sino que tiene ser entendida como la consecuencia del colapso de algo viejo, muy viejo. Y lo estrictamente revolucionario es que la única salida frente a ese colapso fue la libertad.
Mienten aquellos que dicen que Mayo del 68 fue algo perdido. Recordad: ¡sed realistas, pedid lo imposible! Pero también mienten aquellos que dicen que en Mayo del 68 se fraguó todo. Ni la indignación, ni la contracultura, ni el amor libre, ni la psicodelia, ni la universalización del surrealismo, ni ese relativismo posmoderno del que al fin y al cabo hemos bebido los millennials —que conste es la primera vez que me defino así y puede que también la última— es producto del mayo francés. Más bien el mayo francés es parte de ese todo. Como el 15M o la Nuit Debout forma parte del colapso político, social y cultural del mundo en el que hoy vivimos y al que pertenecemos inexorablemente. No podemos olvidar todo lo que hemos cambiado pese a la reagrupación de algunos elementos conservadores y ultra-tradicionalistas de nuestro tiempo. Es un síntoma de que estamos ante otro gran colapso, frente a una especie de contrarreforma que se resiste pero que no podrá frenar el progreso. Y ese progreso es morado y verde: la revolución será feminista y ecologista o no será. Es tarea de todas y de todos construir otro tiempo, pese a que dentro de medio siglo algunos sigan creyendo que fue una oportunidad perdida.
La nostalgia es una forma de contrarrevolución —¡Déjame pintar esta frase en otro muro que derribaremos!—. ¡Sal a la calle! ¡Pintemos los muros de morado y de verde! Solo puede haber revolución donde hay conciencia. Si pensara de otra forma, llevaría corbata. ¡Vibración permanente y cultural! ¡Ni De Gaulle, ni Macron! La política acontece en la calle, la belleza está en la calle. ¡Viva el presente! ¡A la mierda la felicidad, vivid!
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