El noble arte de contar cuentos, ejercicio milenario, tan cautivador y mágico como frecuentemente infravalorado según ciertos ámbitos. Existen cuentos de todo tipo: fantásticos, realistas, absurdos, mágicos, infantiles, adultos... el de Alicia Remesal (Lora del Río, Sevilla, 1982), Alicia Bululú en su nombre artístico, es el cuento de una cuentista, una fábula de amor al oficio; la metahistoria de una juglar del siglo XXI, capaz de transportarnos a otros mundos a través de la palabra en cada recital. No hay rincón en la geografía sevillana que no haya escuchado un cuento salir de su boca.
Desde muy pequeña ya sentía ese gusanillo que le impulsaba a leer con voracidad y descubrir nuevas emociones: "Tuve una infancia viajera. Aprendí a leer en un pueblo muy pequeño de Extremadura. La primera vez que me escapé y estuve cerca del peligro fue allí. Algo de paradójico tiene el acto de la lectura, el libro es un lugar pequeño donde una se siente libre y descubre el mundo".
Pronto comenzó a expresarse en público: "Comencé a hacer teatro a los cinco años, siempre estaba en los grupos de teatro del colegio y del instituto. Por entonces formé parte de la asociación de teatro del pueblo, que se llamaba Vértigo, y estaba ubicada en la biblioteca. Mi nacimiento profesional tuvo lugar en la Biblioteca de Los Carteros (Sevilla), ya llevaba tiempo haciendo artes escénicas profesionales vinculadas con la animación a la lectura, pero lo de la biblioteca lo recuerdo como un inicio. Esa primera sesión sola, mía, los nervios, la cantidad de dificultades, las ganas de compartir lo que me estuve tanto tiempo preparando. De eso se rondan ya más de quince años", explica Alicia.
Recuerda que sus padres le regalaban colecciones completas de libros "uno a uno, mes a mes, gota a gota". Así fue descubriendo cuentos y fábulas por doquier. "Ellos me enseñaron a querer así. Amar a los cuentos es un regreso, un acto recíproco de gratitud hacia ellos y hacia las historias que me regalaban". Los cuentos enamoran a los niños porque tienen "peligro, libertad y afecto".
Esa niña obnubilada por los cuentos se hizo mayor, y tras completar sus estudios básicos, se embarcó en la licenciatura de Pedagogía, en la Universidad de Sevilla. "Quería escribir cuentos y pensé erróneamente que si quería escribir para la infancia debía conocer bien a la infancia, lo cual no está mal. Sin embargo, olvidé la importancia de la literatura. Ocurre también que no es una carrera centrada en la infancia, sino más bien en los procesos de educación y aprendizaje a lo largo de toda la vida", comparte Alicia, que también mostró interés por la pedagogía fruto de inquietudes familiares: "Tengo un familiar con autismo, mi primo Jaime. Escuché a mis tíos contar la cantidad de progresos que hacía desde que empezaron a trabajar con el unos pedagogos".
Pero la pedagogía no era su camino. Poco a poco fue descubriendo su papel natural como transmisora y narradora de los miles de cuentos que a estas alturas debe haber relatado: "Motivos circunstanciales me arrojaron por pura vocación hacia algo que desconocía y de lo que estoy muy satisfecha". Pero, ¿qué le aporta contar cuentos? "Es la única manera que tengo de entender este mundo desordenado es dotándolo de estructura narrativa. Lo convierte en menos hostil para mí".
"Un buen cuento debe ser transgresor y poco complaciente", señala Alicia, cuyo feeling con el público, cada vez que actúa es fruto de horas y horas de trabajo; desde la entonación a la voz, el ritmo, las pausas, la escenografía, todo influye para que un cuento funcione y el espectador quede asombrado. "Si hubiera espejitos mágicos sería todo más fácil porque nos dirían la verdad y así podríamos mejorar profesionalmente. Los espejos reflejan, no amplían la mirada, siguen mirándonos los mismos ojos, los nuestros. Yo paso muchas horas preparando mi trabajo y procuro que ninguna de esas horas sea frente al espejo. Ver mi imagen reflejada puede llegar a ser útil, pero para crecer profesionalmente necesito espejos que me devuelvan lo que yo no veo, mi ángulo muerto. Eso lo da el público, por eso en esta profesión más importante que saber contar es saber escuchar".
Alicia es una esponja a la hora de aprender el oficio. Ella suele fijarse en otros narradores coetáneos: "Me encanta escuchar a los compañeros y compañeras profesionales, los que llevan toda una vida y difícilmente lo hacen mal. Pero comienzo a entender que mis referentes claros son haber escuchado las chácharas de mis mayores en el campo de mi tío Juan o en la casa de mi abuela, con mi tía Carmen como anecdotista supraprofesional". En cuanto a autores, expresa claramente sus preferencias: "Benditos sean los que aún siguen recopilando tradición oral para compartirla en libros o en espectáculos: Antonio Rodríguez Almodóvar, Ana Cristina Herreros, José Manuel Pedrosa, Manuel de Prada Samper o trabajos como el de Celso Fernández en Galicia o Almudena Francés en la Comunidad Valenciana".
Cabe recordar que hace unos años, Alicia también participó en la obra Monólogos de la vagina, la adaptación de la célebre obra teatral interpretada por mujeres y escrita por Eve Ensler a partir de las entrevistas realizadas a más de 200 mujeres de toda condición humana y social. Más de 60 funciones representó junto a la actriz Antonia Zurera. En esos textos se hablaban de sexo, de amor, de la violación, la menstruación, la mutilación, la masturbación, el nacimiento, el orgasmo… Un estilo y un público muy diferente, también difícil de cautivar: "Lo mejor era la cara del público al esperar un trabajo cómico (por imaginar que todo monólogo es humorístico y más si habla sobre vaginas) y encontrarse con la contundencia de los textos, cosa que pillaba a muchos con la guardia baja. Ese efecto sorpresa era impactante".
El pato y la muerte, de Wolf Erlbruch, una historia en la que un pato entabla amistad con la dama de negro, es uno de sus cuentos favoritos: "Desata tanto mis emociones que soy incapaz de contarlo". Seguro que podría recomendar otros muchos, pero Alicia remarca: "La vida bien contada sigue siendo el cuento más bonito del mundo".