Muy de vez en cuando, nacen seres mágicos cuyas trayectorias van trazando una línea infinita, de distintos grosores pero firme, curva, recta o temblorosa, pero firme en su determinación de no acabar ni siquiera con el último hálito de su vida en este mundo. Uno de esos seres ha sido la artista Bella Moreno Suárez, cuyo nombre puede que no diga demasiado en la actualidad cultural de la Sevilla de hoy pero que, a comienzos de los 80 del pasado siglo, irrumpió en la capital hispalense para revolucionar la chata concepción del arte contra la que ya habían reaccionado en otras movidas, como la madrileña.
Desde esta atalaya del sur, aquella muchacha recién llegada a la Facultad de Bellas Artes desde su Isla Cristina natal habría de deslumbrar con sus dibujos en revistas y fanzines como El debate andaluz, 27 puñaladas o Sureño, entre otros; contribuyó con sus vanguardistas tiras cómicas al fortalecimiento de emblemáticas publicaciones como IMAJENDE Sevilla o Cambio de marcha y, en el colmo de su juventud iluminadora, obtuvo el primer premio de la Bienal de Jóvenes Creadores de Bolonia, en Italia, y el primer galardón de la Bienal de Salónica, en Grecia.
Todo ello sin dejar de vivir en un pequeño estudio compartido de la calle Relator, en pleno barrio de la Macarena, tan naturalmente climatizado que no dejaba de concentrar muchísimo frío en invierno y un calor solo soportable cuando se es pobre en verano, como habría de referir ella con su humor intransferible tantos años después, cuando ya había consolidado su costumbre cotidiana de crear a todas horas y había cambiado de vida –en la céntrica calle Velázquez- al casarse con Manuel Ortiz, el hijo del recordado Melchor Ortiz, el anticuario de la galería de arte del barrio de Santa Cruz que en su propia pintura había transitado del simbolismo a la abstracción en una Sevilla azotada por la sequía cultural del medio siglo.
"Mi hermana era una auténtica máquina creativa y, además, a una velocidad fuera de lo común", recuerda ahora Ana Gema, mientras contempla algunas de sus obras en la exposición con que la Casa de la Provincia, en la Plaza del Triunfo de Sevilla, celebra su 25º aniversario. "Para Bella, crear era como respirar", ratifica uno de los comisarios de la muestra, Rafael Iglesias -a la sazón amigo de la artista desde aquellos años adolescentes e indocumentados-, junto al gestor cultural Alberto Marina y el exmarido de la propia Bella, Manuel Ortiz, también artista y diseñador gráfico muy célebre en la ciudad por sus trabajos publicitarios para el Teatro de la Maestranza.
"Para Bella, crear era como respirar"
"Mi hermana pintaba, dibujaba, escribía sobre todo tipo de soporte, con cualquier técnica y casi compulsivamente desde pequeña, y todos admiramos siempre su capacidad creativa porque era una niña prodigio", asegura Ana Gema mientras evoca, en la exposición inundada de cómics, caprichos de tinta china, óleos, témperas, acuarelas, cartulinas y acrílicos, momentos concretos en que ella misma asistió al proceso de creación de algunas de sus obras primerizas como historietista o de esas últimas, más significativamente oscuras de cuando, sola y con su perra Lola, se retiró del mundanal ruido –como otros tantos genios- a una casa de Gines para morir el 9 de marzo de 2023. Precisamente el día en que se clausure esta exposición que lleva por título La vida es Bella hará dos años de su fallecimiento. "Sin embargo, mi hermana no morirá jamás", asegura muy convencida Ana Gema, "porque su obra, de la que en esta muestra no hay más que un diez por ciento, terminará en los libros de texto y en galerías mucho más allá de nuestro país".
Al principio fue su isla
De algún modo, Bella Moreno siempre vivió aislada en su propio mundo de saladas transparencias oníricas. En el exquisito catálogo de más de cien páginas de la presente exposición que han publicado sus comisarios con el respaldo de la Diputación provincial, puede leerse que "alguien que conoció bien a Bella Moreno" dijo que "se servía de su obra como caja de resonancia de sus anhelos, temores e inquietudes, al tiempo que dejaba evidencia de la complejidad de su cambiante, caleidoscópica visión, al abordar territorios y ámbitos muy diferentes y ofrecer, en un estilo siempre nuevo y a la vez personal, un abanico de expresiones difícilmente definible o clasificable, lo que se correspondía con su profundidad humana abisal, como las aguas de su Isla Cristina natal".
Todo eso ya lo sabía su familia desde aquella remota costa onubense en la que Bella vino al mundo en 1962. Su abuelo fue un destacadísimo carpintero de ribera en su puerto. "Yo recuerdo entrar en aquella casona como en el País de las Maravillas con aquellas maderas curvadas que diseñaba mi abuelo", cuenta Ana Gema. Su madre, Virginia, fue "una señora adelantada a su tiempo" que también pintaba, escribía y que “nos insufló a los cuatro hermanos el amor por la cultura”.
“En casa siempre recordamos cuando el profesor Maireles llamó a mi padre para pedirle permiso porque quería incluir un dibujo de Bella en un libro suyo", refiere Ana Gema, cinco años más pequeña. "Mi padre se sorprendió mucho porque mi hermana, todavía menor de edad, acababa de llegar a la facultad y suponía que no tenía integradas ciertas técnicas", prosigue, "pero Maireles le dijo a mi padre que la niña ya lo tenía todo".
También, quizá, ese espíritu de rebelde elegancia que jamás desamparó a Bella, que mantuvo en las puntas de sus pinceles, plumas o lápices, hasta última hora, todo aquel fondo marino de caracolas como vasos comunicantes, peces, moluscos, anfibios, lagartos y ballenas en eterna alegoría de lo que ella quiso comunicar constantemente a través de todos los códigos a su disposición, no solo el pictórico en sus múltiples variantes, del cómic al óleo pasando por la fotografía, sino igualmente el lingüístico, porque también la palabra –poética y sentenciosa- formó parte de su más íntima expresión como se demuestra en tantas propuestas como asoman en cada uno de los cinco capítulos de que consta la expo de la Casa de la Provincia: El espíritu de la línea, Las formas del mito, Tiempo, materia y color, El ritual del movimiento y Sobre arcanos y libros.
Siempre, junto al trazo, la perspectiva, el fondo, el color y la textura, la palabra plurisignificativa, bien en los bocadillos de aquellos primeros cómics de su juventud, bien en las glosas de aquel proyecto interrumpido de un niño, Proto, en busca del color, bien en toda esa obra surrealista y de gran formato en que los pensamientos laberínticos de Borges o los versos de Yeats materializan con igual intensidad el mensaje que hechiza al espectador.
Una obra desperdigada
Bella no dejó jamás de trabajar, pero su obra peregrinó en soledad durante décadas o se dedicó a dormir el sueño de la indiferencia ajena. Sus brillantes y personalísimos trabajos -con una firma que fue evolucionando desde la candidez al orientalismo e incluso a su omisión porque su trabajo de artista se auto concibió tantas veces como artesano- ilustraron carteles, periódicos y hasta portadas de discos, y lucieron en proyectos inolvidables como aquellos volúmenes editados por las diputaciones de Granada y Sevilla bajo los títulos de Recetas de cocina sevillana y Recetas de cocina granadina, respectivamente, entre los años 1992 y 2006, donde Bella se esmeró con una serie de ilustraciones en tinta china sobre papel con sus puerros, sus pimientos, sus cebollas y ajos, sus cucharas, tenedores y cuencos, aquellos espárragos, aceitunas, berenjenas, espinas de peces, zanahorias y gambas tan realistas como divertidos.
En otros trabajos de encargo, tal vez, su maravillosa factura quedó relegada bajo la sombra de nombres tan importantes como fue en el caso de la editorial sevillana Metropolisiana al editar el relato Olalla, de R. L. Stevenson, o las portadas de aquella prestigiosa colección, Vandalia, de la Fundación José Manuel Lara en la que se auparon poetas andaluces contemporáneos de la talla de Miguel Ángel Arcas, Ana Rossetti, Rafael Guillén o Rafael Adolfo Téllez o viejas glorias un tanto desvencijadas como Pedro Pérez-Clotet o Antonio de Zayas, y que hoy continúa su feliz travesía publicadora con autores del presente. En todas aquellas portadas dejó su impronta Bella Moreno, así como en la extensa colección de cuentos infantiles de la Media Lunita de Rodríguez Almodóvar.
Bella trabajó asimismo, de un modo muy destacado, en aquel suplemento de vida tan breve, Culturas, de Diario de Sevilla, entre los años 1999 y 2001. Luego fue desplegando sus alas de artista trascendente en un proyecto inacabable que fue pareciendo un bestiario mitológico de seres fabulosos en formatos diversos junto a los que fue recuperando sus nodos interconectados e indomables de toda la vida, como una gramática personalísima que todavía pudiéramos descifrar, en juguetón reto de representar el movimiento en posible diálogo con algunas conocidas propuestas de Paul Klee o los primeros trabajos secesionistas de Klimt.
Bella pasó los últimos años de su vida en su casita de Gines, escuchando a Edith Piaf, paseando con su perra y empapándose del mejor cine clásico junto a su padre
Como se aprecia en sus infinitas plantas, florecillas, tallos, estandartes que pueblan su desperdigada obra representada desde el cabecero reciclado de su propia cama hasta llegar a esos libros de artista que ella fue creando en su última etapa. Como el llamado Libro Dorado que le dedica a su abuela Ana, quien le enseñó a hacer ganchillo y croquetas de puchero, o esos otros libros más penumbrosos como el Libro Rojo o el Libro Negro con que Bella llegó a transformar un manual de química prestado en una auténtica joya (esos peces como vida de sus paisanos isleños) que se expone en la muestra.
Todo ello, con escalofriantes estampas eclécticas como esas de fondo negro sobre las que pulveriza acrílico blanco para crear realidades mágicas que dicen mucho más de lo que puede interpretarse en una primera lectura, como ocurre con esos tiburones que rondan un banco de pececillos dorados sobre el inquietante título de Santa cena o esas llaves antiguas sobre el título de Altar frente a las que su hermana intuye que ella ya sabía "que se iba".
La llave que todo lo abre y todo lo cierra… Entre su isla de Huelva y su isla de Gines. 60 años redondos para una obra universal coronada siempre por versos universales, como esos de Baudelaire en sus flores del mal que ella coloca en una pintura de la Villa Sevoye de Le Corbusier: Jes suis belle, ô mortels comme un rêve de pierre, es decir, "Soy bella, ¡oh mortales!, como un sueño pétreo"…
Como ave Fénix
Bella Moreno pasó los últimos años de su vida en su casita aljarafeña de Gines, escuchando a Edith Piaf, paseando con su perra y empapándose del mejor cine clásico junto a su padre, Braulio, que llegó a comprenderla como pocas personas en este mundo y que apenas le preguntaba nada porque él intuía que los más intensos diálogos ya los mantenía ella consigo misma, de vuelta de un éxito solo relativo.
Entre otras razones porque, como mantiene Carla Carmona en el estudio sobre su obra que contiene el catálogo de la muestra, ni siquiera Picasso llega a "la factura festivo-bromista tan característica de la artista isleña", quien suele conseguir "desentumecer nuestra mirada para que advierta lo que tiene ante sí y no alcanza a ver", en un impulso poético que trasciende conscientemente desde Whitman y su cuerpo eléctrico para una permanente invitación a cantar la vida en todas las acepciones posibles.
Como para Bella era imposible permanecer improductiva, hasta en sus últimas obras como esa serie titulada Tarot y construida como un collage sobre cartulinas de colores tridimensionadas se aprecia su intencionado viaje esotérico por este mundo para dar el salto a esa vida de la fama que aquí no tuvo resortes suficientes porque, más allá de las aparentes evidencias, hay mundos infinitos que no caben en este.
"Estoy empezando a no pensar demasiado sobre el arte ni los colores ni los pigmentos y tampoco sobre los pinceles ni tampoco los sueños", dejó escrito Bella. "Solo los locos hacen eso, pensar en los colores. Yo solo sueño". También sigue soñando su hermana, Ana Gema, dispuesta a conseguir para Bella el lugar del humanismo contemporáneo que le corresponde. Ya se está trabajando para una exposición mayor sobre el calado de su obra en una sala municipal de Isla Cristina.
"Fue una artista inquieta, diversa y versátil, inclasificable y heterodoxa, precursora en el tratamiento de la cuestión de género y la identidad femenina", asegura el diputado del Área de Cultura y Ciudadanía, Casimiro Fernández, seguro de que "esta muestra servirá como incentivo a los jóvenes creadores y les permitirá conocer una época lleva de efervescencia y de rupturas de los códigos tradicionales".
El hijo de Bella, Carlos Ortiz Moreno, inevitablemente artista internacional, asegura que "recopilando su obra para esta muestra he tenido la oportunidad de revivir sus creaciones y de conocerla más en profundidad, como si cada obra fuera un pequeño momento íntimo compartido con ella que trasciende el tiempo", y añade: "A medida que organizaba sus piezas, me encontré explorando facetas que no conocía, como si fueran secretos que permanecían en silencio guardados entre sus trazos. Al ver esta colección, entiendo que su arte no solo permanece en sus obas, sino también en la forma en que me enseñó a mirar, sentir y crear".