Hay personas tocadas por la mano de Dios y ya está. Íker Casillas es una de ellas. No en vano, en el mundo del fútbol, se le conoce con el sobrenombre de El Santo. Así, en mayúscula. Como un santo cualquiera, San Íker. El deporte, el fútbol en especial, suele encumbrar a chicos jóvenes como ídolos totémicos. En el caso de Casillas este fenómeno es dulce y profundo: a los dieciocho años, no solamente era un ídolo para multitudes, parecía estar imbuido por la luz intangible de la Divina Providencia. No creo exagerar ni molestar a los ciudadanos cristianos con esta metáfora. Es así.
Tanto se asemeja la vida de Íker a la de un santo que en su trayectoria vital -es decir, futbolística, mediática, pública al fin y al cabo- en numerosísimas ocasiones podríamos trazar peripecias bíblicas transcomplejas. Hasta su salida del Real Madrid en el verano de 2015, su imagen icónica estaba relacionada con la merengue. Sí, Íker fue el capitán de la Selección Española que levantó los trofeos más importantes para un país. Sí, Íker pertenece al mundo del fútbol. Pero, compañeros, Íker es el Real Madrid. Y, ay, el Real es la novia más bonita del mundo mundial. E Íker siempre será su novio eterno. Es así.
Íker, entre lágrimas y un escenario espartano, se despidió de su afición y este adiós se formuló como la despedida del Mesías. Íker, como al Nazareno, enemigos (y falsos amigos) le ajusticiaron con lanzas mediáticas que buscaron (y creyeron haber logrado) su costado pero olvidaron que El Santo jamás se desangraría y, cómo no, sobreviviría para contarlo. Casillas fichó por el Porto y llevó la alegría a los corazones de la afición portuguesa. En sus últimas temporadas fue tratado como lo que es: un ídolo vivo que merece ser homenajeado en cada campo hasta la ovación más sincera y olímpica. Las aficiones rivales de toda Europa reconocen su santidad. Es así.
Íker Casillas es algo más que un portero de fútbol, es una religión verdadera. Sin embargo, como buen Santo, Íker disimula su magnanimidad. Casillas siempre cultivó su perfil de chico de barrio, de yerno ideal, de príncipe azul laico. Pero, igual, quienes lo vimos crecer sabemos que Íker es mucho más que eso. Íker es todo nosotros. Pero mucho mejor que todos nosotros. Por eso es El Santo. Es así.
De Íker Casillas guardo miles de recuerdos. Esta columna no está para enumerar sus laureles. No hace falta. Para mí, y para cientos de miles, Íker fue y será el mejor portero de fútbol que vimos jamás. Casillas es mi portero favorito de toda la Historia. Me da igual si los hubo mejores y me importa menos que un corte de pelo si existen diez que salgan mejor que él en los saques de esquina o que sepan tirar un caño al delantero centro del equipo rival porque lo que se lleva ahora son los porteros que no paran ni un taxi pero saben jugar muy bien con los pies. Íker es algo más que un portero porque Casillas es algo más que una persona. Íker es el Santo. Es así.
A Casillas sólo le puedo desear lo mejor en la vida por todo lo que nos ha dado. Volamos de palo a palo de la portería enganchados a su capa invisible. Lloramos en Glasgow sus lágrimas. Nos tembló la misma pierna con la que evitó el gol de Robben la final del mundial del 2010. Celebramos más ese beso con Sara que el propio título. Nos molestamos cuando entró al trapo de las provocaciones. Nos enfadamos y lo crucificamos porque somos españoles y madridistas e injustos con nuestros ídolos. Aún hoy cuando miramos hacia la portería nos sentimos huérfanos de nuestro mesías bajo palos. Por ello, Íker, tómatelo con calma. Lo lograste todo. Y, lo más difícil aún, lograste nuestro cariño y respeto eterno. Capitán, cuídate. Nos haces falta.