Luis Enrique fue presentado el pasado jueves 19 de julio en la Ciudad del Fútbol de Las Rozas como nuevo seleccionador de la Roja. El entrenador gijonés de 48 años fue acogido en loor de multitudes en la sede de la Real Federación Española de Fútbol. Los ciudadanos periodistas deportivos estaban verdaderamente entusiasmados. La Roja les eriza el alma. Al parecer se firmó una tregua previa a su comparecencia pública. Alfredo Relaño, gloria viva del columnismo patrio, nos tranquilizó en su editorial señero en el diario AS con el siguiente titular: «Luis Enrique compareció con buena cara». Pues ya estaría. Estupendo. Nos quedamos todos más tranquilos.
Pasa que al bueno de Luis Enrique le rodea cierto ruido y furia. Es una víctima. Desde su etapa como jugador bregado y meritorio digamos que la prensa no le tiene mucho cariño. Es un señor antipático que conserva la picardía y la impostura del niño terrible que encandiló al fenomenal Javier Clemente, otrora victorioso seleccionador de la Roja. Con tales credenciales, el bueno de Luis Enrique tiene que soportar una pesadísima carga: un dechado de virtudes como él se topa, ay, con el cainismo español. ¡Qué mala es la envidia!
Motivos políticos y extradeportivos, al parecer, ensombrecen la trayectoria inmaculada de este gijonés universal. No obstante, raudo y veloz, el pasado jueves salió al paso nuestro flamante seleccionador: «¿Os suena Don Pelayo? Me siento orgulloso de ser asturiano, gijonés, de vivir en Cataluña y de ser español». ¡Luis Enrique y cierra Iberia! ¡Qué mal pensada puede llegar a ser la prensa! Lo fundamental, el marqués Del Bosque lo bendice: «Luis Enrique está preparado». Pues si lo dice don Vicente, por Reyes me pido la camiseta de la Roja con el 21 de Luis Enrique en la espalda.
Dicen que la obsesión por el poder es un síntoma de debilidad. Empero, compañero, la naturaleza humana es débil y transitoria. Y vanidosa. Y ansiosa. Tal vez, hablar de política o de fútbol sean dos actividades tan manidas como histriónica para el ciudadano medio en la Iberia sumergida de principios de siglo que tan estupendamente nos toca vivir. Nuestros intelectuales, valga la expresión, no viven de espaldas a esta realidad. A esta miseria humana. Todo lo contrario. Gustan de parlotear de política y, si es posible, acudir a La Sexta para ser entrevistados cuando promocionan su última película, libro, disco o sucedánea. Es así. No hay nada que vuelva más loco de amor a un intelectual que salir donde Ferreras. Así pues, no es de extrañar que para entrar por la puerta grande de las editoriales haya que haberse acogido antes a la sombra del árbol que más nos cobije. De árbol de la docta ciencia de la información se entiende.
Por ello, es el Grupo PRISA el escenario de puesta de largo de una extensísima lista de próceres tales como el ubetense Antonio Muñoz Molina o la gaditana Elvira Lindo. Junto a la Cadena SER, El País ha sido la cabecera de promoción ideológica natural para la cultura patria desde aquellos días azules de la sacrosanta Transición. A mí como lector esto no me molesta. Y, como consumidor, menos. Soy oyente de la SER y lector de El País.
Hay algunos obsesionados que viven obstinados con el discurso y la estética guerracivilista. Me sorprende. Con el panorama dabuti que tenemos en nuestro queridísimo país (o como se llame al conjunto de territorios libreasociados conocidos en el contexto internacional como La Roja) no necesitamos recurrir a nuestro pasado más sangriento. ¡Si estamos a diez minutos del gazpacho! Debo ser un ingenuo. Seguramente peco de ingenuidad. Y de candidez. En fin, jamás entenderé las ganas de conflictos que tienen algunos. En casa, mis padres me educaron en el pacifismo y en la diversidad. Mis progenitores me inculcaron el respecto al otro. No el discurso del odio. No la violencia. No a estigmatizar al contrario por su ideología, nacionalidad o religión. Sé que no se lleva pero, quizá, nos sentaría estupendamente a todos moderarnos un poco y tomar el sol en la playita. Apagar el ordenador y acallar a los predicadores de la televisión. A esos que viven de vender las desgracias ajenas. A los gerifaltes de la verdad revelada. A los macarras de la moral que tan bien retrató Joan Manuel Serrat.