Luis García Montero (Granada, 1954) se sabe casi de memoria el Juan de Mairena de Antonio Machado, una reflexión sobre la sociedad, el arte, la cultura, la literatura, la política y la filosofía entre el poeta sevillano que creció a la sombra de un limonero en el Palacio de Dueñas y sus alumnos. Se lo sabe y lo trae a la actualidad con frecuencia, no por petulancia, sino porque esta obra de Machado representa lo contrario de lo que García Montero denomina “cultura zafia”, el entretenimiento introducido en un envase cultural que nada tiene de cultura y mucho de intento de tiranizar a las clases populares a base de hacerlas creer que se puede vivir sin pensar.
Luis García Montero es un hombre bueno, en el buen sentido de la palabra bueno, en el sentido machadiano del término. Es la bondad la principal de sus obras, la bondad con sus amigos, con sus tres hijos, con su mujer Almudena Grandes, a la que todavía mira con ojos de chiquillo enamorado, con sus compañeros de partido, que no siempre le han respondido con el mismo sentido de la bondad, con sus alumnos, con la gente que ha colaborado con él y con quienes se cruza por la vida.
García Montero, que se quedó a un puñado de votos de entrar en la Asamblea de Madrid como jefe de filas de la bancada de la convulsa Izquierda Unida de la Comunidad de Madrid, hubiera sido un fantástico Juan de Mairena delante de Cristina Cifuentes y el rostro duro, como una roca, del PP madrileño, un partido que ha perdido el pudor y se permite justificar el abuso de poder y la falta de respeto a los ciudadanos con un garbo difícil de imitar.
El pudor, tan útil en política y en la vida, es otro de los grandes compañeros de viaje de Luis García Montero. Un pudor que le impidió en aquella campaña electoral por la Comunidad de Madrid en 2015, llena de piedras en el camino, más propias que ajenas, usar a los ciudadanos para una fotografía con la que llamar al voto. Sus asesores se lo aconsejaban, pero Luis es todo lo contrario del titular, de la prisa de un canutazo y de la fugacidad de la actualidad. Antes que poeta, catedrático de Literatura en la Universidad de Granada y militante de Izquierda Unida, García Montero es un hombre bueno.
Es aquel niño de poco más de 20 años, recién licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de Granada, que se monta en un tren y llega a la Estación de Atocha de Madrid, donde le estaba esperando Rafael Alberti, recién llegado de un exilio de casi 40 años, uno de sus grandes referentes estéticos y éticos con el que conoció la ciudad de Madrid que forma parte de su educación sentimental.
Tras la huella de Lorca
García Montero es también aquel niño que se perdía por las calles de Granada buscando la huella de Lorca y sus libros editados antes de su asesinato. García Montero es un niño grande que siempre dice que sí para dar una charla sobre la II República o su último poemario, por muy pequeño que sea el grupo que se lo pide. Para evitarle esos compromisos a los que García Montero nunca saber decir que no, su gran amiga Concha Caballero nunca daba el teléfono de Luis cuando se lo pedían.
“No lo doy a nadie porque luego me lo llaman para ir a dar una charla a un pueblo de Soria, para tres militantes de Izquierda Unida, y allí que se planta. No sabe decir que no, así que lo digo yo por él”, afirmaba con su risa jacarandosa la que fuera portavoz de IU en el Parlamento de Andalucía y amiga del alma del poeta granadino, con quien coincidió en aquella Universidad de Granada del tardofranquismo donde ambos, militantes del Partido Comunista de España, dieron los mejores años de su vida luchando por la libertad y la democracia.
El nuevo director del Instituto Cervantes, la institución encargada de estrechar el Atlántico a través del idioma español, es también un encendido aficionado del Real Madrid y un defensor de la causa futbolera. Entre sus citas más repetidas, una de Eduardo Galeano: “El fútbol es la cosa más importante de las menos importantes”. También tiene conexión García Montero con los barrios más desfavorecidos de Madrid y los curas obreros que resisten en Vallecas a una Iglesia Católica con más doctrina moral que social.
Su poesía, mejor que su prosa, le avalan como el mejor poeta español vivo, una poesía que bebe del compromiso pero en la que deja que entre el lector. “En la política pasa como en la poesía, si yo hablo sólo para mí no permito que se dé el diálogo”, dijo en alguna rueda de prensa durante la campaña electoral a la Comunidad de Madrid en 2015, ante el asombro de los periodistas, cansados de políticos chillones que se leían el argumentario cada mañana y eran incapaces de responder a lo que se salía del guión.
La economía del amor
Muchos de los periodistas que le siguieron en campaña electoral soñaban con que entrase de diputado, sólo por el disfrute de escuchar a un intelectual de su talla en el estrado de la Asamblea de Madrid defender la “economía del amor”, un tratado humanista sin ismos donde la cultura ocupaba una parte central de esta teoría económica con sello monterista.
Aquella campaña electoral, que se produjo en un ambiente de guerra entre la dirección federal de IU y la autonómica, Luis García Montero era la única persona capaz de hablar con las dos partes. Él sabía que era un momento difícil, que tenía más posibilidades de perder que de ganar, pero aceptó el reto y dijo que sí, que se presentaba a las elecciones para intentar salvar un barco que se hundía.
En el fondo, Luis se presentó para salvarse a sí mismo, para salvar un concepto de la política que bebe de la tradición sin rechazar la vanguardia. En aquel momento todo lo viejo sobraba, pero él recordaba: “Estoy tan lejos de los viejos cascarrabias que dicen que cualquier tiempo pasado fue mejor como de los jóvenes que piensan que nada viejo sirve”.
Rafael Alberti y Ángel González
La política se perdió a un poeta y ahora las letras españolas han ganado a un político en el sentido machadiano del término, un sucesor de Juan de Mairena, un hombre que duda cada día de sí mismo, que no tiene ninguna verdad absoluta y que escribe para provocar un diálogo donde tengan cabida sus lectores y un mundo mejor. Un hombre bueno que ha aprendido gran parte de lo que es de Rafael Alberti o de su amigo de alma Ángel González, el poeta asturiano fallecido en 2008 que ha sido también una de sus grandes referencias estéticas.
Si algo tiene García Montero son amigos, todos los que le ayudaron de manera desinteresada a sacar a flote una campaña electoral con una marca hundida que él representó muy dignamente y que estuvo a punto de llevarla a buen puerto. No fue por falta de ganas y de toda la entrega que le puso al cometido electoral, pero los odios de quienes confunden su futuro laboral con estrategias políticas se lo pusieron difícil a un hombre que estaba allí por sus principios, renunciando a su empleo y sueldo como catedrático de la Universidad de Granada. No pudo ser y quizás eso fue lo mejor.
A buen seguro, García Montero no va a cambiar el mundo desde el Instituto Cervantes, pero nada volverá a ser igual tras su paso por la institución, a la que llega sin renunciar un ápice a su ideología, a la izquierda del PSOE. Juan de Mairena se quedará para siempre dentro de la institución encargada de exportar el español y de todos los colaboradores que se crucen con este niño tímido que buscaba libros de Lorca en su universo granadino sin saber que un día se convertiría en el embajador del español sin necesidad de perder su acento de Graná.