Manuel Jesús Pacheco Alvarado, aunque nacido en Rota, ejerce de profesor de Inglés en Jerez de la Frontera. Pero Manuel es sobre todo un personaje vital, que lleva en la sangre los sabores de Cádiz: va de los versos al jolgorio mundano del carnaval rozando con ganas el flamenco. Y sobre todo Manuel es poeta. Un poeta que se mueve rápido en el tiempo de las redes sociales y las prisas, un escritor que ya -a pesar de su juventud- cuenta con tres poemarios: Juego de versos y Viejos ecos, además de Fama fatal una obra de teatro también en verso. Y a todos ha de unirse este de ahora: Lugares comunes, en editorial Cuadranta.
El poeta es siempre un ser excepcional. El modo de ver la vida, todo lo que la rodea, no tienen el mismo valor para quién escribe poesía que para quién pasa consulta médica en un hospital. Claro es que a veces la poesía es capaz de unirlo todo y hacerse poesía incluso en los ambientes más áridos. En cualquier caso la sensibilidad se cobra caro a los seres que engatusa, y el poeta no se salva, porque es sobre todo un ser sensible, un ser que ve con otros ojos y que es capaz de sintetizar en versos la esencia de la vida y hasta del universo, igual que el alquimista o el perfumista reducen en unas gotas los paisajes, la intimidad, las sensaciones, las lágrimas o las sonrisas. Pacheco es de esos poetas que sabe, que vive en el doble filo de la navaja. Así es en las últimas estrofas de Carnaval (Plaza de las Flores):
Aunque no lo hagas ver, sabes que lloras,
que la indecisión te come y te mata,
que la prisa te asfixia y te sepulta
bajo un sin vivir, tan gris que desgarra.
Dobles identidades que convergen
en un solo yo que, perdido, trata
de seguir siendo máscara y persona,
pero en verdad es, soy, somos, ambas.
Lugares comunes es un poemario lleno de versos que aciertan en la diana de la poesía. Incluso el título se hace eco de aquella triada que lanzó al aire Miguel Hernández: “con tres heridas viene,/ la de la vida, /la del amor, /la de la muerte”. Esa es la clave. Esas las habitaciones contiguas en las que vive el poeta. Solo se puede titular así un libro que hable de esas viejas razones existenciales. No cabe duda de que solo la vida, el amor y la muerte nos son comunes a todos. El resto es circunstancial, improvisado y apenas soportará el paso del tiempo.
Quizás por eso, por buscar esa esencia de perfumista que decíamos, Manuel mira mucho en la trastienda y en el corazón de los clásicos. Hace unos días, otro poeta amigo, Ricardo Rodríguez, al que tanto estimo, se alegraba de encontrar en sus versos esa reminiscencia, esos ecos. Lo cierto es que en este libro que juega -si pero no al verso libre- Manuel se resiste y mantiene viva la preocupación por la medida de los versos y el deseo de encontrar la palabra que cuadre el acento en el lugar adecuado. Seguramente su formación en Filología Clásica -aparte de la Inglesa- lo justifique y lo haga imprescindible. O quizás su juventud, su necesidad de contar con referentes, su necesidad de saberse que camina por una senda ya transitada que lo lleva a donde se levantan las columnas del parnaso:
Por mirar hacia arriba, tropiezo,
tropiezo y me recompongo,
me recompongo y aprendo.
No sé -ni quiero- apartarla del cielo,
sobrevuela el escollo mi vista;
por la esperanza, elevada, levita.
Pero volvamos al principio, a donde todo comienza con la rotundidad de un primer verso que sería suficiente para salvar todo el libro: “Hay que estar loco para querer estar vivo”. Esa es la esencia de hacer poesía: ser capaz de traducir la impresión de vivir el tiempo que disfrutamos con la rotundidad de una afirmación que ya no se llevará el viento. La poesía solo sobrevive cuando se hace verdadera. Pacheco, mientras sonríe o musita una copla flamenca, es capaz de hacerse un poeta de su tiempo. Así es en el primero de los libros que abre Lugares comunes. El poeta se reconoce en los años en los que vive, se adentra en los sueños y en las necesidades de sus congéneres. Y lo mismo fija sus ojos en el cantante que sueña la fama en la boca del metro, o en la pintora que espera colgar sus cuadros en alguna galería, o en el poeta que espera ser leído o que le escriban una reseña, o el hombre de la calle que conduce un Nissan Juke. Para ese hombre están escrito sus versos. Así lo dice en “Talento anónimo”:
Hazlo por ti y mantén tu objetivo
(…)
Desoye a los que te ponen límites;
(…)
No renuncies.
En la segunda entrada (“El amor”) el escritor se debate entre la conspiración vital de la fantasía amorosa y la prosa del desamor. ¿Habrá algo más importante? La literatura es siempre un espejo -a lo mejor cóncavo- de su tiempo y de la vida que se bebe sorbo a sorbo. Y el amor es una constante universal, más incluso que una ley de la Física. Podrán morir los amantes, las historias, apagarse los likes que alumbran la red, pero el amor ya quedará ahí, como entre las galaxias, para siempre:
Duró cuanto duró, ni más ni menos
y nos fue suficiente de por vida.
Pacheco es un poeta de esta modernidad que pasa por fugaz entre las redes. Su poesía se hace eco de giros, de las modas y de las realidades que nos marcan el camino:
Tus auriculares te atrapaban, te obnubilaban;
el eco de mis pensamientos no detuvo sus alas
en los oídos que ocultaban tus mechas
rubias, destellos californianos
en la cascada castaña de tus cabellos,
resonando inútilmente
ante lo sublime de tu belleza.
Veloces velas de gasoil
surcaban el río de asfalto y sus afluentes (…)
El libro incluye también algunos poemas en prosa. En particular “The hairy pig restaurant” divide el volumen casi como si fuese una frontera mágica:
“Cruzo el umbral de la puerta con entusiasmo, en un aura naranja que contrata con lo oscuro del resto. Prendidas las velas de la ilusión, perdido en un laberinto de umbría, solo me cabe un pensamiento en la mente: llámame”.
Pero el amor, como la vida, tiene la porción exacta de la duda. Sin ella nada es nada. Si la duda desaparece se esfuma el misterio. En el poema que pone portada al libro (por su ilustración: “El beso de la esfinge”) esa sensación se levanta como si fuera un secreto recién desvelado, fresco pero difuso, como una brasa que el viento aviva:
Yo no sé hasta qué punto resolví
tus acertijos, di, mujer esfinge,
pero tú me dejaste sin respuestas
y con un horizonte de amplias dudas,
material inflamable en el amor,
brisa que aviva en vez de apagar brasas,
porque ¿a quién no le gusta un misterio?
Hay sin duda en esos poemas de amor, que son sin duda la clave de lectura del libro, un canto a la modernidad que hemos dicho. A los usos del día a día. Al eco que tienen incluso las marcas en nuestra vida, tal como ya hicieran los poetas cubistas o del futurismo. Y hay hay también esa invocación a la profundidad de la brevedad que parecía pertenecer más al pasado que al presente:
El amor, como la luna,
a veces, parece haberse
ido (…)
Con esos versos todo lo demás ya casi sobra. En “Amor y luna” ya todo está dicho. Como dicho está todo cuando se acerca a tu puerta la muerte -que sería la tercera entrega del poemario- para redondear con su voz tosca esa que es sin duda la certeza más universal. Y es entonces cuando el poeta, a modo pregunta advierte: “¿Es posible morir solo una vez? Los poetas mueren muchas veces, todos morimos muchas veces, pero acaso solo el poeta tiene esa conciencia, la misma que reclama -casi con ecos flamencos- cuando al Guadalquivir le dice:
No seas impaciente,
que después de la bella Sevilla,
te espera la sal de la muerte.
No insisto, será mejor que lean. Un poemario es al fin y al cabo una bebida destilada entre hielos, que puede ser una buena compañía en una tarde de verano.
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