Martín Cuenca y 'El amor de Andrea', neorrealismo gaditano con dos imponentes actrices de la tierra

La película llega a los cines el próximo día 24 con una imagen íntima, invernal, dolida y verdadera de la ciudad nunca antes vista en la pantalla grande durante su larga relación con los rodajes

La actriz debutante y protagonista, la gaditana Lupe Mateo Barredo, durante la presentación de este martes en Cádiz de 'El amor de Andrea'.  GERMÁN MESA
La actriz debutante y protagonista, la gaditana Lupe Mateo Barredo, durante la presentación de este martes en Cádiz de 'El amor de Andrea'. GERMÁN MESA

Entre los millones de apasionados por el cine que en el mundo son, buena parte tiene el neorrealismo italiano en un pedestal. Ya saben, aquellas que contaban episodios cotidianos en un entorno de terrible crudeza de los últimos años 40, los primeros 50.

Alemania año cero; Roma ciudad abierta; Paisá, Arroz amargo; incluso La strada y otra veintena de obras gigantescas en lo emocional y lo artístico, perdón por la redundancia, aún nacidas de una pequeñez técnica y económica asombrosa.

Las penurias de la posguerra eran el decorado natural. Siempre rodadas en calles y viviendas reales. Sin decorados ni estudios. No había parné ni ganas de contar más que la vida de diario. Era imposible dar con un mayor drama en ningún texto.

Imagen de La Caleta en la película de Manuel Martín Cuenca.  MARINO SCANDURRA
Imagen de La Caleta en la película de Manuel Martín Cuenca.  MARINO SCANDURRA

A menudo había protagonistas niños y actores debutantes o no profesionales que aportaban una verdad y una mirada que ya se quedaban para siempre pegadas al espectador. El primer Fellini, Rosellini, De Sica, De Sanctis, Visconti...

Sería todavía más ridículo que injusto comparar la nueva película de Manuel Martín Cuenca (El Ejido, Almería, 1964) con esas leyendas universales y eternas que además amamantaron a varias generaciones de creadores venideros a los dos lados del Atlántico durante décadas.

Con todas las distancias siderales, abisales, resulta sencillo recordar ese tipo de cine al descubrir El amor de Andrea, la nueva obra del autor de El autor, La flaqueza del bolchevique, La mitad de Óscar y Caníbal.

Esta diminuta versión de neorrealismo a la gaditana, a la andaluza, carece del "glorioso blanco y negro". No tiene ni una ínfima parte de la crueldad que vivían aquellos personajes. Ni un gramo de la crudeza del entorno. En cambio, aquí y allí, antes y ahora, el decorado real aporta elementos insustituibles.

Irka Lugo, Jesús Ortiz y Lupe Mateo con los niños coprotagonistas este martes.  GERMÁN MESA
Irka Lugo, Jesús Ortiz y Lupe Mateo con los niños coprotagonistas este martes. GERMÁN MESA

También son niños y debutantes los encarnadores aquí. También víctimas de sus mayores. También es la ubicación protagonista aunque en menor grado (en algunos de aquellos clásicos incluso estaban en el título: Milán, Roma, Alemania).

Los vecinos de esta parte de Andalucía que vayan a ver El amor de Andrea, presentada este martes en la ciudad anfitriona del rodaje (de septiembre de 2021 a septiembre de 2022) lo harán por dos razones. La mayor es que está ambientada en Cádiz hasta un límite desconocido, muy superior a la función de decorado. Atrapa la esencia ventosa de la ciudad. La menor, y puede que la mejor, es que la película es digna de su director, productor y coguionista (con Lola Mayo). Está la altura de su capacidad para mostrar con lo mínimo, de su firma y su manera de ver el cine.

Tiene esa mirada calma y tormentosa, profundamente sencilla, de un realizador que huye de cualquier artificio técnico, incluso de los menores movimientos de cámara, para centrarse en atrapar trozos de vida de personajes. De su dolor contenido y sus diálogos íntimos, escasos y certeros. Ausencias y silencios suenan tanto como presencias y palabras.

Hasta la elección del formato de la pantalla (3/4, el semicuadrado que deja dos bandas negras en los laterales) es una declaración de intenciones. "Así aprendimos a ver el cine, así nació el cine mudo, las primeras películas cuando éramos niños", decía este martes en Cádiz Martín Cuenca.

Manuel Martín Cuenca, durante la presentación en la Diputación Provincial.   GERMÁN MESA
Manuel Martín Cuenca, durante la presentación en la Diputación Provincial.  GERMÁN MESA

La película no pretende sacar un Cádiz bonito, de imán de frigorífico. Sin panorámicas de lucimiento, siempre incluye algún personaje, pero con el mar omnipresente. Cabreado a menudo. Pretende fotografiar un Cádiz actual y real, verdadero, sombrío y afilado. Incluso podrá servir de testimonio semidocumental dentro de unas décadas.

Los aficionados a las películas en las que se suceden situaciones, acciones y evoluciones (eso que ahora llaman arco narrativo, arco dramático) deben saber que quizás no sea su tipo de película. Los que sean de buscar y comparar sus pesares y dudares con los de criaturas ficticias sí encontrarán un vínculo que podrán recordar en El amor de Andrea.

En cualquier caso, tras el pase de prensa, esto es lo que pueden buscar los espectadores en la sala, a partir del 24 de noviembre, si van a ver “la última película rodada en Cádiz”.

¿Cómo sale Cádiz?

El primer impulso llevaría a contestar: como nunca. El paisaje urbano, costero e industrial de la ciudad pesa como jamás se vio en la pantalla grande. El papel de Cádiz está lejos del espectacular remedo del Caribe en ficciones de James Bond o en series de plataformas. Lejos de la épica sucia como puerto de regreso en Alatriste.

Tampoco es la representación agridulce del Cádiz del tardofranquismo en Besos para todos ni el pastiche tópico de las andanzas de copleras de antaño. Aquí la ciudad es ella (con pasajes en Puerto Real y San Fernando) para explicarse a través de unos pocos habitantes comunes. Es la evidencia de que el director la conocía, la conoció y hasta se mudó para descubrirla tiempo antes de empezar a rodar.

Director y protagonista, durante el rodaje.
Director y protagonista, en la playa de La Caleta durante el rodaje.

La ciudad queda pintada con colores grises y azules tibios, como si añorase el blanco y negro, con un constante nublado que abraza el estado de ánimo de los personajes rotos, quizás en reconstrucción. Sin asomo de tópico turístico, carnavalesco o veraniego, más que una inicial concesión a la Semana Santa reflejada con tremenda naturalidad (a un niño le gusta y al otro, nada). Es el Cádiz de otoño, del inicio del invierno, sin turistas, chiringuitos ni estribillos.

Cuesta esquivar el juego de reconocer cada calle, plaza y esquina, cada tramo de La Caleta, Santa María del Mar o La Victoria. Resulta sencillo, en cambio, verse en esos gaditanos que van a lo justo y viven en pisos vetustos, oscuros, tétricos (quizás, en exceso porque afortunadamente van quedando menos).

La parte atlántica y melancólica, casi gallega y lusa, más fado que alegrías, aparece en cada escena. Es de agradecer que alguien más, “cercano pero con la ventaja de la perspectiva” dijo el director este martes en Cádiz, haya sido capaz de percibir su existencia y dibujarla con trazo fino.

Ni una concesión al presunto ingenio verbal, al repentismo, de los lugareños. Aquí no están para cuplés. Es una historia de soledades, culpas y huídas en la que cada día parece ser un lunes sin sol, un martes nublado. Sólo en la última escena aparece la estremecedora luz que todos reconocen a Cádiz, como una concesión a la esperanza, junto a un leve gesto de las manos de la protagonista.

Los actores y los cameos gaditanos

Conviene acabar pronto con el morbo, el cotilleo. Hay alguna aparición llamativa. Desde una para iniciados en el periodismo local (Fabián Santana, actual asesor en el Ayuntamiento de Chiclana como espectador de una procesión al tercer o cuarto plano) hasta la muy carnavalesca de Kike Remolino como compañero del padre en cada salida del astillero de Matagorda.

Otros reconocerán alguna más pero no hay regodeo. Más llamativa es la aparición de José Manuel Verdulla, actual concejal en el equipo de Gobierno de Cádiz. Su papel tiene cierto peso en la historia y su interpretación resulta llamativamente creíble. Como todos los debutantes, los no profesionales, su soltura y desempeño va de menos a más en una película (infrecuente) rodada en orden cronológico.

Jesús Ortiz con los intérpretes de Fidel y Tomás
Jesús Ortiz con los intérpretes de Fidel y Tomás

El impacto llega con los demás. Lupe Mateo Barredo, estudiante de Bachillerato Artístico en Cádiz, de 17 años, debutante, lleva el peso interpretativo de la película con una prestancia sorprendente. Aparece en el 90% de las escenas, en el 80% de los planos. Y lo soporta.

En gran parte, la película es ella y, sobre todo, su personaje. Un triunfo que salga con bien de tamaño compromiso sin la menor experiencia. Su mirada y su silencio, su gestualidad encorvada, su andar cabizbajo por el dolor tragado hablan de un posible futuro como actriz profesional si la formación y la pasión le acompañan. Si prefiere probar ese camino.

La joven logra tatuarse de tal manera la figura de Andrea que incluso le fabrica al personaje una mueca, discreta, de sonrisa invertida que transmite siempre añoranza. En su diálogo con la jueza, inicio del penúltimo acto, alcanza unos niveles de credibilidad emocionantes. Cualquiera que tenga hijos adolescentes, gaditanos, cree estar escuchándoles, con esos giros, ese tono reservado. "El director nos dio mucha libertad para cambiar las expresiones que nos sonaran extrañas, para usar otras que nos resultaran más normales", dice. Se nota.

Los niños Fidel (nombre real y del personaje) y Tomás (en la ficción) alcanzan una capacidad de transmisión que consigue provocar las únicas sonrisas de la película de forma involuntaria, tal es la espontaneidad que Martín Cuenca ha logrado sacarles. Cuenta la leyenda que es difícil trabajar con niños. Resuelto el asunto con maestría. El mejor amigo de la protagonista completa el elenco debutante, aficionados casi accidentales que aportan una veracidad plausible.

Con toda la ternura y la cercanía que provocan los pequeños gaditanos, las interpretaciones monumentales llegan a cargo de dos profesionales. Irka Lugo (roteña) y Jesús Ortiz (malagueño de Ojén) alcanzan un prodigio sorprendente, inusual en el cine andaluz, español o en cualquier otro. Con una contención abrumadora logran crear a madre y padre marcados por la culpa, el miedo y la huída.

La estudiante gaditana, de 17 años, en el acto de presentación.   GERMÁN MESA
La estudiante gaditana, de 17 años, en el acto de presentación.  GERMÁN MESA

Representan con una sensibilidad exquisita, sin un exceso, sin un recurso ajeno al rostro y al cuerpo, el desconcierto de las parejas rotas y la vergüenza del dolor contagiado a los niños. Desde la oscuridad, deslumbran con brillantez pese a ser, como admitió Martín Cuenca en la presentación gaditana, "los malos de la película".

Ambos son profesionales con cierta trayectoria, incluso docente en la de Ortiz, y resulta asombroso que los espectadores habituales no les identifiquen ya. Ojalá 'El amor de Andrea' sea el principio del reconocimiento que, al menos por esta película, parecen merecer de forma sobrada.

¿Qué cuenta 'El amor de Andrea'?

Los que vean la película sin el vínculo de conocer o reconocer la ciudad de Cádiz encontrarán, en cualquier caso, un drama íntimo y minúsculo, artesano, una pieza de cantautor tocada con guitarra, sin nada que hacer en comparación con el rock, la ópera o el pop. Una obra que aborda un conflicto universal, la relación eterna entre padres e hijos, el desgarro del abandono.

La búsqueda de una adolescente es el único episodio. El inicial, el central y el final. No hay más. No busque nadie algo más que adentrarse en la cabeza y el pecho de una niña incapaz de asumir las explicaciones, o su falta, recibidas ante la ausencia del padre.

"La construcción de sentimientos", dice Martín Cuenta que es el tema de la película. Y le ha quedado una en la que entrar a vivir, en la que mirarse porque todas las parejas rotas son la misma y todos los hijos dolidos son uno solo.

Todas las niñas que se ven obligadas a ser madres de sus hermanos chicos nos resultan conocidas, a todas les ponemos cara. Todos podemos vernos en cada personaje de esta historia mínima, tan creíble y diminuta, tan carente de acontecimientos, que pica como un antiguo jersey de punto.

Pese al dolor soterrado, leve y soportable, queda una puerta abierta a la esperanza. Sobre todo, un reconocimiento a los jóvenes y a los niños, a los que vienen. "Podemos, debemos, aprender mucho de ellos", dice el director. "Durante la pandema se comportaron con honor pese a la imagen frívola de pensar solo en salir a por cubatas que a veces nos quisieron contar", añade. 

La película es un pequeño tributo a esos menores, los hay, que son las personas más generosas y sensatas de su casa, de su familia rota o no. Es un aplauso a las generaciones que llegan, como siempre, con la posibilidad de cometer menos errores. O distintos. Sus padres son autores confesos de todos los conocidos.

Ya sabemos cómo acabarán los chavales. Volverán a caer en todas las equivocaciones. Pero aún no lo han hecho y como dijo el Valmont de John Malkovich antes de expirar "eso es algo que nadie podrá decir jamás de nosotros", los mayores.

Sobre el autor:

Afot

José Landi

Nacido en Cádiz, en 1968. Inicia su trayectoria en 1990. Columnista, editorialista, redactor, corresponsal o jefe de área en 'Guía Repsol', 'El Periódico de la Bahía de Cádiz', 'Cádiz Información', 'Marca', 'El Mundo' y 'La Voz de Cádiz'. Ha colaborado en magacines o tertulias de Canal Sur radio y tv, SER, Onda Cero y COPE. Premio Paco Navarro Asociación de la Prensa de Cádiz en 1997 y 2012 (a título colectivo). Premio Andalucía 2008 a la mejor labor en internet (colectivo). Ganador del I Premio de Relatos Café de Levante. Autor de la obra de autoficción 'Ya vendrán tiempos peores' (2016). Puso en marcha el proyecto de periodismo gastronómico 'Gurmé Cádiz' y mantuvo durante diez años blogs como 'El Obélix de San Félix' y 'L'Obeli'. Forma parte del equipo que realiza el podcast de divagación cinematográfica 'A mitad de sala'.

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