“Cultura, quiero cultura, que llevo años de callar...” Así comenzaba la primera canción del cantautor Pedro Grimaldi, que fue presentada en público en algún momento de julio del 1977, en la plaza de San Rafael del jerezano barrio de El Chicle. Esa noche un modesto escenario, pobremente visible por la escasa luminosidad de las calles, atraía a adolescentes chulescos, parejitas embelesadas, curiosos, familias con niños agitados, octogenarios comiendo cabrillas, y, como el pez que nada en el mar de la gente, utopistas de toda laya. El telón de fondo, una Transición que algunos tenían por victoria final de la libertad y otros por confirmación de las élites del dominio. Una época inspiradora por lo convulso de su crisis económica e institucional: se contaban un millón seiscientos mil parados, de los que medio millón eran jóvenes. Casi cinco millones tenemos ahora, y nadie los canta.
Quizá fue la Unión de Juventudes de un PC recién legalizado la que organizó este concierto de cantautores protesta, que salieron a la palestra a poner voz a un barrio dejado de la mano de Rumasa, donde se conocían de memoria las letrillas de la miseria. Un barrio que pasó, en una noche donde todo parecía transmutarse en oro, a representar a todos esos Chicles pisoteados, a lo largo del mundo, por las suelas de la marginación y la desigualdad. Arrancó Rafael Ojedo, artista plástico de influencias surreales, con el Himno a la libertad de Labordeta, cuya voz imitaba con tal pericia que algún viandante debió de pensarse que el aragonés se había encaprichado con el Chicle. Prosiguió la inevitable referencia a Lorca en la Huerta de San Vicente del por entonces popular Pepe Suero, acompañado de Manolo Saldaña, para terminar de deleitar su vozarrón en la copla andalucista de Carlos Cano: El baile del abejorro y Carta de amor de un emigrante.
Amigo de Ojedo era Pedro Grimaldi, a quien se cedió el testigo para las próximas dos canciones. Quiero llenar mi voz, su debut en la composición, evoca a la perfección la claustrofobia cultural de aquella época. La fuerza de la miseria, por su parte, parodia una situación arquetípica, en la que un andaluz emigrado a Cataluña se dirige al que cree un catalán y recibe un “ojú, qué barbariá” demasiado familiar por respuesta.
Dios los cría y ellos se juntan, y se juntarán aun en lo postrero del mundo conocido. El próximo invitado provenía de Venezuela, pero había hecho suyo El Puerto de Santa María. La presentadora lo identifica como Jesús. Remite su intervención a esa América a la que los cantautores patrios miraban en busca de inspiración (y en esperas de aprobar el inglés), ya fueran los ritmos de la Nueva Trova, las milongas de Yupanqui, o, en el caso que nos ocupa, “El oficio de cantor” que popularizó Mercedes Sosa. Seré curioso, del uruguayo expatriado Quintín Cabrera, vale aquí para Suárez como para Bordaberry, y Un río de sangre, con segundas voces de Grimaldi, añadía a la original de Violeta Parra -para jolgorio del animado público- que “Chile sigue llorando a don Salvador Allende”.
Para cerrar la velada se presentó alguien de Extremadura, anónimo en la grabación, que hemos identificado con el cantautor cristiano Juan Antonio Espinosa. Porque en esta plétora de idealistas, que suturaban viejas trincheras y abrían nuevas, no todos eran ruidosos leninistas, anarquistas, maoístas. El sello eclesiástico Pax y los famosos “curas obreros” de aquel entonces ayudaron a cristianos de base como Ricardo Cantalapiedra a hacerse un hueco en una escena musical dominada por el materialismo, histórico o hedonista. Nuestro piadoso extremeño, según sus propias declaraciones, “estuvo cinco años en el Perú, con los campesinos peruanos, y estuvo luchando por una reforma agraria, siendo expulsado por los militares; y desde hace dos años se dedica a recorrer los pequeños pueblos andaluces y extremeños, fábricas y minas, poniendo su canción al servicio del pueblo”. Anuncia la posibilidad de adquirir sus discos y cintas en un puesto próximo al escenario, a lo que salta el típico macarrilla: “Pero ¿de balde?”, y una voz (la de Paco Perdigones, según testigos) responde: “No, trescientas calas” [pesetas].
Además de unas sentidas Andalucía se muere y Los pueblos de Andalucía, se musicalizaron unos poemas de Manuel Pacheco, Mi bota rota y Hay que hacerlo esperanza, procedentes del álbum Cantares de ojos abiertos (1976); el de las trescientas calas. En medio de Yo soy el rey para todos, Espinosa arremete con uno de sus incendiarios discursitos:
“Dejad las palmas pa’ después porque no se entera, y me gustaría que se enterase, el rey y otros cuantos porque las cosas no están claras. Dicen las malas lenguas que en aquel día de referéndum dieron vacaciones en los cementerios, se levantaron los muertos y por eso sobraron más de dos millones de votos”.
Se entreveraban así, de cualquier modo, en el rumor populoso de aquella noche perdida, anuncios vencidos y futuros inmarcesibles, casualidades y fantasmas, consignas caducas, filosofías perennes. “Trabajando, trabajando, pasamos la vida entera”; “En la Moncloa firmaron el dicho pacto social, el cinturón pal’ obrero y apretarse más y más”. Ayer como hoy. En el runrún de las gradas, los amigos de delante no dejan de murmurar. Parecen haberse puesto de acuerdo para comprar, en propiedad colectiva, el disco de Juan Antonio Espinosa. Mas salta, como de costumbre, la condición humana: “Yo le he dao’ el dinero a este, las trescientas calas”. “¡Eh, que yo no tengo na’ que ver con esto…!"
El próximo domingo, 23 de julio, actuaban en Jerez de la Frontera otras luminarias extremeñas, Luis Pastor y Pablo Guerrero. Pero del evento no se conoce ningún documento que refleje, como en el concierto en El Chicle, aquellas noches soñadas donde todo parecía por construir. O por terminar de ser derruido.