No voy a escribir en pasado de José Manuel Caballero Bonald. Me niego a hacerlo. Pepe no se ha ido, ni se irá nunca, porque los poetas no mueren, solo se instalan más cómodamente en su obra, donde ya tenían sus habitaciones más privadas.
Caballero Bonald es el padre literario que escogí, y que la vida tuvo a bien concederme. Su palabra exacta —y me refiero a la hablada tanto como a la escrita—, que no conoce los tapujos ni las medias tintas, me ha iluminado desde el primer día que leí un poema suyo (y fue, lo recuerdo bien, Casa junto al mar) y me sigue dando motivos para la reflexión y la esperanza, cada día, en cada página.
Caballero Bonald no puede (ni sabe, ni quiere) mentir; no endulza sus opiniones ni las falsifica. Es insobornable (esa palabra le cuadra magníficamente). Por eso, si te felicita o te agasaja, sabes que es un acto sincero, y cada palabra vale como un panegírico completo de cualquier otro. Por eso, si te critica o te reprende (nunca en clave de acritud, sino con esa sorna deslumbrante y única que le conocemos), sabes que toca mejorar.
A Caballero Bonald se le admira por su rigor, por su precisión, por su compromiso con la palabra; a Pepe se le quiere por su fidelidad, por su ironía chispeante, por el calor con el que, en las distancias cortas, nos arropa y nos envuelve. Por su compromiso, en fin, con la vida y con la amistad.
Hoy me piden que cuente cómo era, qué recuerdos me quedan de él. Pero solo sé decir cómo es, cómo forma parte de mi experiencia vital y literaria. Llevo tantos años conviviendo con sus cartas, con su poesía, con sus libros, con sus opiniones, que no sé deslindar pasado y presente. La Fundación que lleva su nombre hoy es una casa sin su padre, pero en mi corazón sigue latiendo esa casa junto al mar en la que lo conocí y donde siempre sigue vivo.
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