Sara Mesa publica 'Mala letra', ya como feliz realidad literaria española.
Con una trayectoria literaria no demasiado abultada pero concienzuda —cuatro novelas, un libro de relatos, un poemario y dos incursiones infantiles— Sara Mesa (Madrid, 1976) no es ya ninguna promesa de las nuevas generaciones de la literatura española, sino una auténtica realidad. Mala letra (Anagrama, 2016) es mi segundo acercamiento a ella tras Cicatriz, una novela realmente subyugante que me causó excelente impresión. Su segunda muesca en el género de la narrativa corta tras La sobriedad del galápago —de escasa visibilidad al estar editado por una diputación— es todo un muestrario de su envidiable capacidad para crear atmósferas inquietantes, historias de corte íntimo, muy personal, que nos retuercen el interior para darnos ese pellizco que sólo logran unos pocos elegidos.
Once muestras de un universo bien reconocible, como si se tratara de una alineación en la que no sobra nadie porque todos contribuyen a una táctica grupal bien definida por su entrenador: ponerle nombre a lo extraño, sugerir más que mostrar, invitar a adentrarnos en la mente —torturada en ocasiones, siempre compleja— de unos protagonistas que nunca hubieran elegido serlo, ya se trate de la asustada niña apalizada por unos indeseables, del niño que se erige en figura paterna, de la joven de pueblo que decide perder su virginidad, de la profesora que recuerda al compañero de clase, del anciano que espera sentado a que le llegue su hora, o de la niña que siempre escribió con mala letra. Personajes que parecen vivir en una cuerda floja permanente, como uno de ellos sugiere en algún momento, y que, aunque a veces nos cueste comprender sus acciones, resulta bastante fácil cogerles cariño.
Que nadie se lleve a engaño. Sara Mesa nos cuenta historias cercanas, que podrían suceder tras los muros de cualquier casa, en un pueblo cercano, en un viaje de trabajo, en un garito nocturno, en un matrimonio como tantos otros... Lo que nos fascina es su virtud para hacerlo palpable, para meternos de lleno en un sendero lleno de espinas del que nunca saldremos indemnes.
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