Entiéndelo. Es una cuestión de edad. Ahora graciosamente nos llaman viejóvenespero de toda la vida cuando ha empezado a apretar la nostalgia en nuestras cabezas ya somos oficialmente puretas. Es la serie de moda, ha roto todos los esquemas este verano, y ya anuncian con fanfarrias su segunda temporada para 2017. Seguro que te ha encantado Stranger things y que además de haberla visto de los primeros, eres de los que tuvo la brillante idea de verla en versión original. Yo no. He llegado tarde, como siempre, para montarme directamente en la ola, empujado por los colegas (tienes que verla: es una orden), y condenado de antemano por descargármela en versión doblada (no oía nada peor desde El resplandor, y no precisamente por Verónica Forqué). Aun así, ¿por qué la he disfrutado más que cualquier millennial de nueva hornada? Por la puñetera nostalgia de la que os hablaba. Esa es la gran baza de Stranger things y con eso nos clava su aguijón en el centro de la patata.
La estética ochentera, los tebeos de Dragones y Mazmorras, los juegos de rol (los Reyes me trajeron el Hero Quest), la Atari, los póster de pelis míticas de nuestros cines de verano como Tiburón y Posesión infernal, esa musiquita de arcade que recuerda a los recreativos de La Victoria… Cualquier tiempo pasado fue mejor y por supuesto que para Hollywood también. Hemos crecido con aquellas pelis de aventuras, de colegas intrépidos que siempre se dividían entre nerds y gorditos simpáticos (Dustin es Chunk de Los Goonies, obvio), pero también con esa ciencia-ficción y esos sustos sobrenaturales que mirábamos con la mano entreabierta tapándonos los ojos. Eso nos marcó.
Los paralelismos con todo aquel universo que modeló nuestra conciencia hasta los nueve años (cuando ya vemos que llorar no basta) son constantes en los 400 minutos de la primera temporada de esta serie de ‘cosas extrañas’. Tan extraño nos parecía el monstruo de Alien como el rapado con dos ovarios de la teniente Ripley. Aquí el Demogorgon es el bicho malo de La Cosa, de Carpenter, o aquella masa viscosa del Videodrome, de Cronenberg. Ahora nos acojona igual porque nos acordamos de aquellos divertidos malos ratos. Ese mundo de fantasía se trasladaba a la realidad: pensábamos que teníamos un lanzallamas como Ripley cuando teníamos un batiglobo (algún día explicaré el invento); y creíamos que jugar a las chapas en el suelo de tu cuarto significaba que estábamos en San Siro durante la final de Italia 90.
Esas deliciosas cosas inverosímiles que tanto nos entusiasmaban son la salsa de Stranger things. Nos flipa ver cómo un niño con un bate de béisbol acorrala a una bestia infecta; cómo unos niños se van a las tantas a un bosque a buscar a su colega; o cómo la jovencita mona, pistola en mano como Jane Fonda en Barbarella, se mete en el tronco viscoso de un árbol en mitad de la noche al encuentro con el puñetero Demogorgon. Los Duffer Bros son como Tarantino, montan su trabajo como un inmenso mosaico de referencias de lo que han visto y vivido. Stranger things nos encanta porque casi todas las imágenes que escupe están alojadas previamente en nuestro subconsciente. Y porque, además, contiene un interesantísimo trasfondo de crítica al modelo norteamericano conspiranoico que llega hasta nuestros días y que se funde con esa sociedad narcotizada que es capaz de votar en masa a engendros populistas como Trump. Of course.
Más allá del paralelismo con aquel proyecto MKUltra de la CIA en los 60, entusiasma el papel del marido de Karen Wheeler (madre de Mike y Nancy). Fijaos que no recuerdo ni su nombre, pero sus contadas apariciones son para reflejar ese anodino main streamen el que poco importa lo que los políticos hagan con nosotros. “Son del gobierno, Karen, están de nuestra parte”, llega a decirle a su cada vez más inquieta esposa. Normal, si se tiene en cuenta que en el sótano tiene durmiendo sin saberlo un experimento gubernamental con una menor mientras su hija quinceañera se va a la cama con el cachas del instituto tras pimplarse unas birras.
Y ya por último, en el colmo de los homenajes de la serie, está el Should I stay or should I go de los Clash, la canción fetiche del hermano mayor de Will, el niño perdido que da sentido a la trama. Otro de esos temas que escuchaba en mi casa sin prestarle atención, como un ruido ensordecedor de fondo, pero con el que ya podía empezar a presuponer que la vida bien entrados los 30 iba a hacerse muy punk.